En la década de los ochenta, una serie documental de ciencia se convirtió en uno de los mayores éxitos de la televisión. Era un espectacular viaje interestelar de la mano de un astrónomo, Carl Sagan; 15.000 millones de años de evolución cósmica comprimidos en trece episodios. En el penúltimo, «Enciclopedia galáctica», se describía una Vía Láctea repleta de vida, con más de un millón de civilizaciones esperando a contactar con nosotros. Pero ¿de verdad es así? ¿Qué piensan los científicos acerca de los extraterrestres?
En opinión del historiador de la ciencia George Basalla, existen tres ideas que han conformado nuestra visión del universo y sus habitantes, que ya aparecen en el pensamiento religioso y filosófico de la Antigüedad y la Edad Media. Una: el cosmos es muy grande; dos: no estamos solos en él; y tres: hay una diferencia esencial entre los seres superiores que habitan los cielos y los que vivimos en la Tierra.
El cambio de escala del pequeño mundo aristotélico centrado en la Tierra a la visión de Copérnico nos enfrentó a un espacio gigantesco y vacío… que había que llenar. Aunque los griegos no tuvieron ningún problema en pensar que había otros pobladores en el universo y Plutarco escribió sobre la Luna y sus habitantes, la finitud de su cosmos no dejaba mucho para la especulación.
Una panda de mediocres
Ya en el siglo XX, la revolución copernicana produjo un peculiar golpe de efecto filosófico de la mano del principio de mediocridad, según el cual la región que los terrícolas habitamos no tiene nada de especial. Por tanto, todos los procesos que aquí han dado origen a la vida y la inteligencia se pueden repetir en cualquier otro lugar, si se dan las condiciones adecuadas. Es una presunción razonable, pero nada más que eso. El propio Sagan, uno de sus paladines, admitía que comulgar con este principio era “esencialmente un acto de fe”.
Pero la idea más interesante de todas es la extendida creencia de que los seres de otros mundos han alcanzado un nivel de desarrollo superior al nuestro. Siguiendo a Sagan, “somos la civilización con posibilidades de comunicación más tonta de la galaxia”. Una idea ya existente en la Grecia clásica.
En efecto, Aristóteles dividía el cosmos en dos reinos: el celeste, superior, eterno, inmortal e inmutable; y el terrestre, inferior, gobernado por el cambio, la corrupción y la muerte. Copérnico borró esta división arbitraria que tan del gusto era de la filosofía cristiana, pero el poso quedó y así se ha mantenido hasta ahora. De hecho, hay muchos elementos religiosos en la búsqueda de vida inteligente.
Sin ir más lejos, el pionero de SETI (siglas en inglés de búsqueda de inteligencia extraterrestre) Frank Drake confesó, en 1981, que su pasión por el tema vino dirigida “por una extensa exposición al fundamentalismo religioso” cuando era niño, al igual, dijo, que les había sucedido a muchos colegas del programa. La cosa fue más allá cuando, en 1992, escribió que “la inmortalidad podría ser bastante habitual entre los extraterrestres”.
¡Qué bondadosos!
De igual modo, la existencia de una especie de superseres postulada por Sagan, que renunció al judaísmo en su juventud, era un pensamiento cuasi religioso, según lo define el escritor de ciencia Keay Davidson en su biografía Carl Sagan: «A Life». El astrónomo estaba convencido de que eran bondadosos, nos ayudarían a resolver nuestros problemas y compartirían su conocimiento con nosotros. En opinión de Davidson, se trataba de “versiones laicas de los dioses y los ángeles que había abandonado hacía tiempo”.
En 1968, el psicólogo Robert Plank se planteó por qué siempre hemos tenido la compulsión emocional de poblar los cielos con criaturas intangibles, que a veces toman la forma de guardianes de la humanidad y son intermediarios entre nosotros y los dioses. Los contactados de los ovnis concuerdan perfectamente con esta idea, cuando se refieren a los hombrecillos verdes como “nuestros hermanos mayores del espacio”.
Plank afirmaba que, en cada momento histórico, adaptamos estos seres a nuestra época. Porque una cosa es cierta, a pesar de todas las trampas científicas, los alienígenas buscados por los astrónomos de SETI son tan imaginarios como los espíritus y los dioses de las religiones. Utilizar el principio de mediocridad para deducir que la vida florece por toda la galaxia es una creencia, no una prueba de que existan civilizaciones alrededor de otras estrellas.
En opinión del astrónomo e historiador de la ciencia Steven Dick, los científicos han creado la figura del extraterrestre para llenar el vacío del espacio. Es la proyección del intelecto humano y la razón a una región que ha sido ocupada históricamente por presencias sobrenaturales.
Por su parte, los escritores de ciencia ficción empezaron a imaginar a finales del siglo XIX cómo sería un contacto con dichas criaturas. En esos tiempos, lo presagiaron como un desastre para la humanidad, como lo prueba el clásico La guerra de los mundos (1898). Pero en el siglo XX las tornas cambiaron, y los científicos sustituyeron el contacto apocalíptico por otro más afable y mesiánico.
Choque de civilizaciones
Con el programa SETI recién nacido, en 1961, la NASA patrocinó un estudio de la Institución Brookings en conjunto con la National Aeronautics Space Act para identificar los objetivos a largo plazo del programa espacial norteamericano y su efecto en la sociedad. Para elaborar el informe, un equipo de expertos debía valorar “las implicaciones del descubrimiento de vida extraterrestre”. No fue un análisis profundo, aunque sirvió para tomar el pulso a una cuestión que podía ser preocupante.
En primer lugar, resaltaba que tanto las reacciones individuales como gubernamentales ante un posible contacto dependerían del sustrato religioso, cultural y social del momento, del mismo modo que de la información comunicada. Especulaban que la certeza de la existencia de vida en el universo podría dar un fuerte sentimiento de unidad en la Tierra o, en su defecto, una reacción global y única a algo extraño.
Por otro lado, los autores avisaban de un posible efecto adverso. “La antropología nos muestra muchos ejemplos de civilizaciones seguras de su lugar en el mundo que se han desintegrado cuando se han tenido que asociar con sociedades que no conocían y que poseían ideas distintas y diferentes modos de vida. Otras han sobrevivido a tal experiencia, pero tras pagar el precio de cambios en sus valores, actitudes y comportamiento”, advertían los autores del trabajo.
Científicos muy afectados
En su opinión, los científicos serían quienes más se verían afectados por el hallazgo de una inteligencia superior, ya que un entendimiento avanzado de la naturaleza podría viciar todas sus teorías. Por último, apuntaban que surgirían dilemas filosóficos como el de decidir si los alienígenas deberían ser tratados moral y éticamente como los humanos. En resumen, animaban a la NASA a explorar las consecuencias emocionales, intelectuales, sociales y políticas de un encuentro con formas inteligentes galácticas.
Al año siguiente, los miembros del Comité de Ciencia Espacial de la Academia Nacional de Ciencias estadounidense (NAS) fueron más optimistas sobre la importancia filosófica de la exobiología, incluso cuando nos las tuviéramos que ver frente a frente con formas de vida inferiores. “Nos enfrentamos a la oportunidad de ampliar una nueva perspectiva sobre el lugar del hombre en su entorno, un nuevo nivel en la discusión sobre el significado y la naturaleza de la vida”, dijeron los expertos de la NAS.
En esencia, minimizaban los temores del informe anterior y defendían que el descubrimiento de vida extraterrestre sería positivo para la humanidad. Pero ¿qué opinaba el mundo científico al respecto? En 1963, el astrónomo Alastair Cameron editaba una de las primeras antologías de artículos serios sobre comunicación interestelar y, en la introducción, postulaba que el conocimiento de nuestros vecinos espaciales enriquecería en gran medida todos los aspectos de la ciencia y de las artes. No solo eso, encima nos enseñaría cómo crear un gobierno mundial estable.
Los salvadores omnipotentes
Este mismo ambiente presidió la primera conferencia internacional sobre comunicación con civilizaciones extraterrestres celebrada en el observatorio de Byrukan, en la Armenia soviética, en 1971. Su copresidente, Sagan, recordó a todos que cualquier sociedad que se comunicara con la Tierra sería, sin duda, superior, pues llevaría existiendo más tiempo y habría acumulado más sabiduría. También aseguraba que, gracias a sus aportaciones, podríamos resolver los problemas que nos asedian.
Las diferentes opiniones
Sin embargo, en aquella reunión de científicos optimistas, surgió la voz discordante del historiador de la Universidad de Chicago William McNeill. Su punto de vista fue directo al corazón de los allí presentes, al dudar de la capacidad de los humanos para descifrar cualquier señal de fuera de nuestro planeta. “Nuestra inteligencia está muy aprisionada por las palabras y no veo que podamos imaginar el lenguaje de otra comunidad inteligente que no tenga muchos puntos de contacto con el nuestro”, apuntó McNeill.
Como contrapartida, Francis Crick, físico y codescubridor de la estructura del ADN, sacó a relucir la universalidad de las leyes de la ciencia y las matemáticas en defensa de la postura contraria. Pero McNeill no tragó y puso en tela de juicio que “sus matemáticas fueran conmensurables con las nuestras”. La reacción no se hizo esperar: Barney Oliver, científico fundador de Hewlett Packard, le reprochó que solo podía pensar así por ser un ignorante del “conocimiento íntimo de la ciencia y del problema de la comunicación interestelar”.
No es de extrañar que la audiencia albergara cierto resquemor hacia el historiador. “En las discusiones de estos últimos días, creo que he captado lo que podría denominarse una pseudoreligión o religión científica. No lo digo en sentido condenatorio. Fe, esperanza y confianza han sido siempre factores muy importantes en la vida humana y no es un error asirse a ellas y continuar con esa fe”, señaló McNeill. Y no andaba errado.
Años más tarde, en 1976, Drake dejaba claro en un artículo publicado en Technology Review, la revista del MIT, que las inteligencias alienígenas con las que un día entraremos en contacto serán inmortales, obviamente, en un sentido físico.
Salvados por el platillo
Drake imaginó que las civilizaciones galácticas vivían una utopía médica. Sin embargo, sabemos que la enfermedad es parte del mismo proceso evolutivo que nos hace humanos, así como que no existe un número fijo de enfermedades que se van eliminando una a una.
Las ideas de los mayores defensores de SETI, como Oliver, Morrison, Sagan y Drake, no son más que un refrito de las esperanzas que las religiones han sembrado a lo largo de la historia. Como de forma muy oportuna señaló el físico John Tipler, están ansiosos por salvar a la humanidad gracias a la intervención milagrosa llegada del espacio exterior.
Una creencia que Sagan expuso con meridiana claridad en su best seller «Los dragones del Edén» (1977). Tras enumerar los peligros que nos acechan –desde la escasez de comida hasta la guerra nuclear–, añadió que el primer mensaje que recibiríamos serían instrucciones detalladas para evitar los desastres tecnológicos y lograr la estabilidad y longevidad de nuestra especie.
Cinco años antes, en 1972, se había celebrado en la Universidad de Boston el simposio «Vida Más Allá de la Tierra y la Mente del Hombre», donde se habían discutido las implicaciones que tendría encontrarse con seres inteligentes. Al entusiasmo desbordante de Sagan y los defensores de SETI, se opuso el biólogo y premio Nobel George Wald. Este les confesó no concebir “peor pesadilla que establecer comunicación con una civilización de las que llamamos tecnológicamente superiores o, si lo prefieren, más avanzadas”.
Que el hombre descubriera por sí mismo una cura contra el cáncer o el control de la fusión nuclear era una cosa, “pero obtener tal información pasivamente del espacio exterior gracias a una transmisión es muy diferente. Podríamos abandonar todos los valores humanos –literatura, ciencia, arte, dignidad, el significado del hombre– y estaríamos simplemente apegados como por un cordón umbilical a esa cosa de ahí fuera”, advirtió.
Sin embargo, el pobre Wald se quedó solo. Hasta el teólogo y decano de la Harvard Divinity School, Krister Stendahl, veía en el contacto con los vecinos espaciales el amanecer de una conciencia cósmica y un universo mejor. En definitiva, los extraterrestres de SETI eran sabios y generosos. Y tenían muchas similitudes con nosotros.
Mucho de qué hablar con E.T.
A pesar del deseo de los científicos de no antropomorfizar a los habitantes de otros mundos, han sido incapaces de impedirlo. En sus escritos, transfieren nuestra cultura al resto del cosmos, amparados en la universalidad de la ciencia. Por ejemplo, el premio Nobel de Física Sheldon Glashow no hace distinción entre la ciencia que hacemos en la Tierra con la que harían civilizaciones de otros mundos. En esto, sigue la estela del físico Edward Purcell, que, en la década de 1960, se preguntaba lo siguiente: “¿De qué podemos hablar con nuestro lejanos amigos? Tenemos mucho en común. Tenemos las matemáticas, la física, la astronomía…”.
Otro premio Nobel de Física, Steven Weinberg, afirma que, al traducir las obras científicas de los extraterrestres a nuestras palabras, veremos “que nosotros y ellos habremos descubierto las mismas leyes”. El problema está en que, si nos topamos con seres inteligentes en la galaxia, “¿cómo determinar si tienen un lenguaje y una práctica científicas?”, apuntaba Basalla. Las afirmaciones de Weinberg, compartidas por el conjunto de los entusiastas de SETI, se basan en extrapolar la validez de las leyes físicas al resto de los planetas.
¿Una única perspectiva?
Cuando al prestigioso filósofo de la ciencia Nicholas Rescher le preguntaron sobre la creencia altamente difundida de que los alienígenas tendrían una ciencia similar a la nuestra, la despachó como profundamente provinciana por asumir que existe un único mundo natural y una única ciencia que lo explica. Rescher señala que el cosmos es singular, pero sus intérpretes son muchos y diversos. Lo que sabemos de la realidad física nace de nuestra biología y de nuestro desarrollo cognitivo, además de nuestra herencia social y cultural y de nuestras experiencias únicas y exclusivas como especie.
No tenemos ninguna razón para suponer que los forasteros espaciales posean nuestros mismos atributos biológicos, tradiciones culturales o perspectiva social. Por tanto, la ciencia humana no se puede comparar con la alienígena. Si esta última existe, será una forma por completo distinta de conocimiento.
Evolución sin ciencia
Es más, según Basalla, lo que los científicos de SETI no tienen en cuenta es que la ciencia es una empresa joven, que solo tiene cinco siglos de vida frente a los cinco millones de años de recorrido de los homínidos. Nuestros antecesores se extendieron por el planeta sin ella… Por tanto, no es en absoluto una necesidad para la supervivencia de nuestra especie. Y, si la ciencia no ha impulsado la mayor parte de la historia de la humanidad, ¿por qué creemos que vamos a encontrar algo parecido a ella en cualquier lugar del universo?
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-12-14 07:05:00
En la sección: Muy Interesante