En el verano de 1952, el pintor norteamericano Elsworth Kelly visitó la casa de Claude Monet en Giverny, invitado por su hijo y único heredero, Michel Monet. Para su asombro, encontró un lugar silencioso y abandonado. El jardín y el estanque de nenúfares, que tan laboriosamente había diseñado y plantado el afamado pintor, estaban en un estado ruinoso, y el interior del gran estudio acristalado, inundado de hojas secas que se habían colado a través de los ventanales rotos. A pesar del deterioro, Kelly se sintió fuertemente impactado por la experiencia y a su regreso a París, donde residía desde 1948, pintó Tableau vert, su primera obra monocroma en verdes y azules, inspirada en el fondo fangoso del estanque de Monet.
Tableau vert, obra de Elsworth Kelly inspirada en el fondo del estanque de Monet. Foto: Art Institute of Chicago.
Rescatado del olvido
Hay que precisar que la excursión del joven artista a esta pequeña aldea de Normandía no era en absoluto fruto de la casualidad. En los años centrales del pasado siglo, la pintura de Monet, que años antes había dejado de interesar a los protagonistas de las primeras vanguardias, estaba siendo rescatada del olvido por una nueva generación de pintores. Claude Monet, Alice Hoschedé y los hijos de ambos se instalaron en Giverny en 1883, en la casa denominada Le Pressoir, que el pintor adquiriría en 1890. Durante las últimas décadas de su vida, hasta su muerte en 1926, el inventor del impresionismo, voluntariamente aislado del mundo del arte parisiense, pasó de ser una gran estrella, con sus inolvidables almiares, catedrales o vistas del Sena, a ser tildado de anacrónico.
A los artistas de las vanguardias de comienzos del siglo XX, desde el cubismo, el futurismo o el constructivismo hasta el neoplasticismo o el dadaísmo, Monet, como la mayoría de los impresionistas, les era, cuando menos, indiferente. Por caminos distintos e ideologías diversas, las generaciones más jóvenes ya no aspiraban a representar la realidad, sino construir un espacio plástico conforme a los nuevos tiempos. Mientras que desde el Renacimiento la intención del arte había sido por regla general la mímesis, esto es, engañar a la mirada del espectador a través de una ilusión, los nuevos vanguardistas se sintieron interesados esencialmente por el concepto de construcción y sustituyeron la representación del mundo por la representación de un concepto. En palabras de Apollinaire, su aspiración era crear “composiciones nuevas con elementos extraídos no de la realidad de la visión, sino de la realidad del conocimiento”. Nada más lejos de la pintura de Monet.
Nenúfares (Nirvana Amarillo), alrededor de 1920, de Claude Monet. Foto: Getty.
Sin embargo, cuando al finalizar la Segunda Guerra Mundial el mundo del arte occidental volvió a buscar respuestas para una nueva era y se abrió el debate entre la abstracción pictoricista y la abstracción geométrica, entre la primacía de la construcción o el dominio del color, la apreciación de Monet dio un giro radical y se convirtió en catalizador de la nueva revolución plástica. Los representantes de las corrientes abstractas surgidas entonces abandonaron los anteriores planteamientos constructivos y se concentraron en la percepción visual, inscribiéndose en cierto modo en la tradición ‘retiniana’ inaugurada por el impresionismo. Las teorías formalistas preconizadas a partir de entonces, entre otros por el influyente crítico norteamericano Clement Greenberg, también fueron decisivas para la reinterpretación del pintor francés. En la obra tardía del impresionista, Greenberg vio el canon ideal para las nuevas propuestas abstractas que daban prioridad a la bidimensionalidad del plano pictórico y a la materialidad física de la pintura.
La mera superficie plana
Monet y sus colegas impresionistas habían sido los primeros artistas verdaderamente conscientes de la superficie plana del lienzo, de su bidimensionalidad, y los primeros en sustituir los requisitos tradicionales de la composición por las exigencias visuales del color, disolviendo las formas en colores y apelando a nuestra atracción primitiva por la materia, por la sensualidad de la pintura. Al querer plasmar en el lienzo sus impresiones rápidas, también fueron pioneros en indagar, aunque fuera intuitivamente, otras cualidades formales ajenas a las apariencias físicas. Pero sería realmente Monet quien lograría dar un paso más allá y abrir una senda imparable de libertad creadora. Al sustituir el mundo natural por el percibido y al reflexionar sobre las posibilidades que ofrecían los medios plásticos y su capacidad de transmitir sensaciones del mundo real sin someterse de forma rigurosa a la veracidad de las apariencias, formuló una profunda reflexión sobre la propia naturaleza de la pintura.
Lo profundo (1953), de Jackson Pollock, una de sus últimas obras. Los brochazos blancos cubren una capa oscura. Foto: Alamy.
La obra total
El jardín de Giverny jugaría un papel esencial en los avances de su arte. Al final de su dilatada existencia, Monet dedicó sus días a diseñar y plantar ese paraíso hecho a su medida, una verdadera obra de arte total, concebida según el plan maestro del propio artista para ser pintada. En un artículo publicado en Le Figaro en 1907, Marcel Proust comparaba Giverny con una pintura y manifestaba: “No es tanto un jardín de flores pasado de moda como un jardín de colores y tonalidades”. Quizá por ello ningún jardín está tan identificado con la obra de un pintor como lo está el de Giverny con la de su creador. La decisión de Monet de crear una naturaleza según un proyecto salido de su propia mente, de crear el motivo pictórico en la naturaleza y no según la naturaleza, era sin lugar a dudas de una radicalidad sin precedentes.
Ya entrado el siglo XX, Monet amplió sus terrenos y se embarcó en uno de sus proyectos más ambiciosos: el diseño y construcción de un gran estanque de nenúfares atravesado por un puente japonés. Aspiraba nada menos que a simbolizar la esencia de la naturaleza con todo un repertorio de especies de plantas acuáticas y crear un microcosmos que le valiera de motivo pictórico. Una vez finalizado, comenzó a pintar sus célebres Nenúfares, la más experimental de sus series pictóricas y también la que más consecuencias tendría en la evolución del arte posterior.
Piscina de nenúfares, armonía rosa (1900), Monet. Foto: Getty.
Monet trabajaba infatigablemente en su gran taller acristalado sin dejar de reflexionar e investigar: la forma y el color estallan con un ímpetu tan expresivo que la imagen pierde poco a poco literalidad y genera la sensación de que ha desaparecido definitivamente toda equivalencia visual con la experiencia observada.
Experimentar y sentir
El 12 de noviembre de 1918, un día después del Armisticio, Monet le escribió a su amigo Georges Clemenceau: “Estoy a punto de terminar unos paneles decorativos, que quiero firmar el día de la Victoria, y quisiera ofrecérselos al Estado”. Las denominadas Grandes Décorations serían instaladas en 1927, un año después de su muerte, en la Orangerie del Jardin des Tuileries, en pleno centro de París. Esas telas de proporciones monumentales, en las que con trazos abocetados, repetitivos y sinuosos, de una espontaneidad sin precedentes, tradujo sus percepciones y los reflejos cambiantes de la superficie del estanque, pueden interpretarse como un homenaje del viejo pintor al acto de mirar.
La cuenca con nenúfares sin sauces, mañana, de la serie de Ninfeas de Monet. Foto: Album.
La visión de Monet se había vuelto definitivamente más profunda, más mental y a la vez más enigmática, adentrándose en un terreno próximo a la abstracción. Hoy, como espectadores modernos, instruidos para poder apreciar las obras abstractas, podemos valorar estos grandes murales como paradigmas inigualables de pintura pura y somos capaces de captar su autenticidad como expresión única de su creador.
Fueron precisamente estos paisajes acuáticos, considerados una de las aportaciones más significativas a la modernidad por parte de Monet, los que desencadenaron el entusiasmo de los jóvenes abstractos de la segunda mitad del siglo XX. La senda abierta por él fue seguida tanto por los americanos Jackson Pollock, Willem de Kooning, Achille Gorky, Mark Rothko, Sam Francis, Helen Frankenthaler, Joan Mitchell o el ya mencionado Kelly, como por las corrientes abstractas europeas, desde el informalismo a la abstracción lírica, que se desarrollaban en paralelo y que incluían un nutrido y variado listado de pintores: Jean-René Bazaine, Roger Bissière, Georges Mathieu, Jean Fautrier, Nicolas de Staël o Zao Wou-Ki, entre otros.
Composición en rojo (1942), de Jean René Bazaine. Foto: Album.
Mientras que la pintura tradicional en perspectiva nos abre el muro hacia lejanas profundidades, tanto la pintura del período final de Monet como la pintura abstracta de Pollock, Rothko o Bazaine nos envuelven, nos rodean, nos hacen flotar en un espacio indeterminado. Si bien Claude Monet permaneció mucho tiempo encasillado en la categoría de pintor impresionista, decimonónico, resulta innegable su contribución a la transición de un arte representativo a un arte abstracto. El interés por la materialidad y espontaneidad de la pintura, la preocupación por la pincelada, el empaste, la textura o la rugosidad del lienzo de los abstractos se pueden entrever ya en su obra. Es justo concluir que las pinturas de su período final merecen ser consideradas un claro preludio de la abstracción del siglo XX. Con todos los honores.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-06-05 06:58:04
En la sección: Muy Interesante