Dónde nace la pasión por la historia? La mía hunde sus raíces en el colegio. Fui a los jesuitas. Recuerdo que un profesor, don Cubillas, nos contaba siempre batallitas históricas. Me atrapó con su ingenio y su gancho. Que si los legionarios romanos, que si las razzias de los moros en España, que si la Edad Media… Lo que nunca podré olvidar será el día en que nos habló del canibalismo: «Augusto, en el asedio de Numancia los arévacos se comieron la carne de los muertos para sobrevivir». Íbamos a clase como el que va a ver una película. En este caso, de la historia de España.
Augusto Ferrer-Dalmau trabajando en su obra La victoria de San Quintín. Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.
Tuve la suerte de que don Cubillas fuera mi profesor. Fue uno de los primeros que me habló de los tercios. Sus batallas, su servicio a España, sus gestas… Pero había un arma que no tenía a su disposición para transmitirnos aquellos episodios olvidados: imágenes actualizadas de las unidades que reinaron en Europa durante trescientos años. Tan solo podía ilustrar a aquellos soldados con los cuadros más conocidos, como La rendición de Breda. Lo mismo pasaba con sus batallas navales y sus derrotas, apenas representadas. Crecí convencido de que, con permiso de los grandes maestros, a nuestro país le faltaban pinturas que actuaran como una ventana a su pasado más glorioso.
Ese sentimiento se grabó a fuego en mí según fueron pasando los años. O, más bien, según pasó una vida entera. Decidí convertirme en pintor, empecé a dibujar paisajes, descubrí la pasión por la pintura histórica en los noventa y, un día, mi gran amigo Arturo Pérez-Reverte me propuso un reto: dar vida a la batalla de Rocroi. Habían pasado cinco años desde que se había estrenado la película Alatriste y muchos más desde que él reventara el mercado con sus novelas históricas. Tocaba, o eso me dijo Arturo, poner una imagen definitiva al día en que los tercios perdieron todo, menos la honra. El final de una infantería que había aplastado a sus enemigos desde el siglo XVI.
Rocroi, el último tercio (2011), por AUgusto Ferrer-Dalmau. Foto: Album.
Me pasó como a los tercios. Para mí hubo un antes y después de Rocroi. Antes conocía muy poco de ellos. Tenía algunas nociones históricas básicas, lo que eran en su momento, pero no sabía nada de su estética, de sus armas o de sus ropas. Solo recordaba aquella imagen velazqueña en mi cabeza… Eran un gran misterio. Y, como a mí, le sucedía a la mayoría de los españoles. Pasé horas leyendo, documentándome y empapándome de libros que me descubrieron su historia, como De Pavía a Rocroi, de Julio Albi, uno de los que abrió camino en España. Así hasta que me sentí lo suficientemente preparado como para coger el lápiz y los pinceles.
Hoy, más de diez años después, todo ha cambiado. Vivo los tercios. Son parte de mi familia. He pintado una infinidad de cuadros de ellos. Victorias dulces y derrotas amargas. Batallas terrestres y navales. Se han convertido en mi pilar básico. Uno de los que hizo que Pérez-Reverte me honrara con el sobrenombre del Pintor de batallas. Aunque de lo que más orgulloso me sentiré siempre es de haber paliado un poco esa escasez de imágenes históricas que nuestra sociedad tenía para acercarse al pasado más glorioso de España. Porque mi máxima no es otra que hacer una fotografía a través del lienzo y las pinturas. Una fidedigna, real y documentada.
Grandes Maestros
Es curioso, pero, es en grabados y cuadros de fuera de España donde más se ha pintado a los tercios a lo largo de la historia. Cuando te documentas con los clásicos, y con la salvedad de Velázquez y algunos ejemplos locales, te tienes que ir a maestros como el flamenco Sebastian Vrancx. Este pintor nacido en Amberes alumbró cuadros como la Batalla de Nieuwpoort (la primera batalla de las Dunas, con victoria de las Provincias Unidas) o El sitio de Ostende, en el que sí ganó la Monarquía Hispánica después de un asedio que se extendió durante tres años.
Batalla de Nieuwpoort (1640), por el pintor barroco flamenco Sebastian Vrancx. Foto: ASC.
La lista es larga, mucho más que en España. Aunque hay que tener cuidado, ya que algunos artistas representaron en sus cuadros una imagen de los tercios que se acerca más a la Leyenda Negra que nos han querido vender desde el extranjero. En todo caso, fueron un buen punto de partida para empaparme de la impedimenta de la época. Philips Wouwerman, nacido en el XVII, me ayudó con Refriega entre tropas enemigas. Y Peter Snayers (1592-1667) con varios cuadros sobre los tercios como Vista caballera del sitio de Breda, Sitio de Bar-le-Duc o Isabel Clara Eugenia en el Sitio de Breda. Hay ejemplos hasta en Francia, donde sí existe el concepto de peintre de batailles y han estado siempre orgullosos de su pasado.
El problema es que este tipo de cuadros los encargaban, en su mayoría, los reyes, los generales y los mariscales de campo. Y ordenaban que las batallas se pintaran como ellos querían: gloriosas, todos los soldados muy bien vestidos, elegantes, sin gota de sudor o suciedad. Eso no era así. Los tercios españoles eran tipos que estaban todo el día de arriba para abajo. Solo se aseaban de vez en cuando, a veces iban desaliñados, y no les importaba. Ese es el tipo de cuadro que nos ha faltado en España durante décadas, y el hueco que he intentado llenar. Soy un artista que quiere recrear la realidad y mostrar a nuestros antepasados tal y como nos dicen las fuentes originales que eran. Cuando empecé Rocroi, me propuse bajarlos al barro.
Aunque esa imagen realista no debe quitarles ni pizca de epicidad. Porque los tercios eran, ante todo, tipos orgullosos, seguros de sí mismos y casi arrogantes porque se sabían herederos de una tradición de victorias. Lo ganaban todo, y la sociedad se lo reconocía cuando pisaban las calles y las tabernas de las ciudades. Representar eso es difícil sobre el lienzo, pero no imposible. Yo los muestro siempre erguidos, con las mandíbulas apretadas y las miradas valientes. Hasta en Rocroi, donde, salvo algún combatiente valón que está aterrado, el resto se muestran decididos a morir ante el ejército francés porque no podían fallar a su leyenda. La conjunción entre los dos mundos es compleja, pero es lo que hace que la escena tenga duende: realismo.
En El milagro de Empel, que muestra la victoria del Tercio de Bobadilla ante una gigantesca flota enemiga, quise plasmar lo mismo. Muestro a soldados que, en principio, creían que iban a morir, pero que estaban tranquilos porque, entre otras cosas, tenían mucha fe. Esa era sin duda una de las armas secretas de los españoles: estaban convencidos de que, si morían, rendirían cuentas ante Dios; de que irían a otro lugar después de combatir. Para ellos eso eran tan seguro como para nosotros la salida del sol mañana. Y, precisamente por ello, les pinto siempre erguidos. Esos soldados tenían miedo al dolor, de lo contrario no serían humanos, pero no a la muerte, porque sabían que no era el final.
El milagro de Empel (2015), por Augusto Ferrer-Dalmau. Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.
Lo bueno y lo malo
Hoy, el trabajo fundamental de un pintor histórico va mucho más allá de que un cuadro quede más o menos estético. Su labor es ayudar a divulgar el pasado, hacer esa fotografía de hace siglos a la que ya me he referido con anterioridad. La idea es que, cuando alguien lea un ensayo o una novela basada en los tercios, tenga una imagen a la que aferrarse. La clave, y lo que intento enseñar a mis alumnos del máster, es que tiene que ser creíble. No vale cualquier cosa. Debemos ser verdaderos guardianes de los hechos pasados y entender que, como no existen instantáneas de aquellos años, nuestras obras son el primer acercamiento que va a tener mucha gente.
¿Qué hace un cuadro más o menos creíble?, ¿qué lo convierte en una ventana a los siglos en que combatieron los tercios? Solo hay tres secretos: documentación, documentación y documentación. Contamos con grandes expertos en este periodo que pueden ser claves para el pintor. A pesar de ello, los fallos existen. Es entendible cometer errores como poner un botón más a una chaqueta. Eso se puede subsanar en obras posteriores mediante más lectura. Lo que no se pueden tolerar son traspiés de bulto. La tela debe prevalecer sobre el cuero, que lo usaban muy poco. Y cada espada (de cazoleta, de lazo, etc.) se utilizó en unos años concretos.
Detalle del cuadro Rocroi, el último tercio (2011), pintado por Augusto Ferrer-Dalmau. Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.
Mucho cuidado. Imagina que estás disfrutando de una película de la Segunda Guerra Mundial, sobre la batalla de las Ardenas, y ves que se han limitado a pintar una esvástica en carros de combate modernos para hacerlos pasar por los de la Wehrmacht. O que un soldado estadounidense que combate en Normandía desembarca con un M-16 entre las manos. ¿Te molestaría, no es verdad? Con los tercios sucede lo mismo. Es posible que los fallos no se aprecien de forma tan clara porque Hollywood nos ha metido por la garganta la historia de los Estados Unidos durante años, pero son igual de hirientes. O deberían serlo para nosotros.
La conclusión es que la documentación es más del cincuenta por ciento del cuadro. El resto es técnica e imaginación. Este último punto es clave para todo buen pintor histórico. El artista debe imaginarse en el campo de batalla y hacerse algunas preguntas algo macabras. ¿Cuál es la postura que adquiere el cuerpo cuando se degüella a alguien?, ¿cómo se mueven los músculos al bajar una pica para hacer frente a los jinetes?, ¿cómo es el movimiento brusco de un cuerpo en tensión a punto de morir? En La batalla de Pavía, por ejemplo, tuve que investigar cómo se cogía un arcabuz, cómo se cargaba y el peso que tenía. Esos factores fueron claves para dar vida a la descarga contra los gendarmes franceses. Estar en seis conflictos a lo largo de mi vida me ha ayudado mucho en este sentido.
La batalla de Pavía (2017). Así recrea Augusto Ferrer-Dalmau el enfrentamiento de 1525 entre los ejércitos del rey francés Francisco I y del emperador Carlos V. Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.
Otro secreto de todo buen pintor histórico que se precie es no quedarse tan solo en lo superficial. La historia de los tercios va mucho más allá de los soldados, que no es poco. Con ellos viajaban también sus familias. Por ello, es básico darles también espacio en los cuadros. Personalmente lo he hecho en El camino español. En la caravana se pueden apreciar varias carretas en las que hay mujeres y niños. Las primeras han sido claves en nuestro pasado. Agustina de Aragón, María Pita… Estas son las más conocidas, pero cuántas más no conoceremos y se habrán traspapelado de las páginas de los libros. Hijas, hermanas y madres. Sobre todo estas últimas; porque, tenedlo claro, cuando un soldado se muere en el campo de batalla, a quien llama es a su madre.
La última característica del artista empeñado en recrear un pasado del que no existen imágenes es el altruismo. Yo, cuando hago un cuadro, no lo pinto para un único cliente, sino para todos. Una vez que se da la última pincelada, se debe tener claro que las imágenes han trascendido. No son de nadie, les pertenecen a todos los españoles porque lo que se ha recreado es parte de su historia. Nosotros cogemos un periodo del pasado y le damos forma y color, pero no se hace automáticamente nuestro. El objetivo es difundir y dar a conocer, no apoderarse de algo que es amado por mucha gente. Los cuadros, en definitiva, son de todos los que los quieran.
El Camino Español (2014), por Augusto Ferrer-Dalmau. Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-04-03 09:25:29
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