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La resistencia antifranquista en las prisiones de la dictadura

La resistencia antifranquista en las prisiones de la dictadura

A pesar de la dureza del sistema penitenciario franquista, los hombres y mujeres encarcelados por su oposición a la dictadura no dejaron de aprovechar las mínimas oportunidades para mantener viva su identidad y tratar de resistir a las prácticas adoctrinadoras e incapacitantes que la prisión franquista desplegó contra ellos. Esta «moralidad de la resistencia», como la calificó el historiador italiano Claudio Pavone e hizo suya Ricard Vinyes para el caso español, se basó en la asunción de unos principios éticos ligados a la militancia, y prosiguió, durante el cautiverio, a través del mantenimiento de las pautas de conducta, la formación constante, el trabajo en beneficio de la causa por la que han sido encarcelados, y la firme determinación de mantenerse fieles a sus ideales

Interior del Centro Penitenciario de Hombres de Barcelona, conocido popularmente como Cárcel Modelo, en los años 40. Foto: Album.

Un compromiso que el escritor y militante anarquista Abel Paz (pseudónimo de Diego Camacho) expresó de la siguiente manera: «En la cárcel, desde un principio, supe deslindar campos: vivía proyectado al futuro, alimentándome del pasado y tomando el presente más bien como un campo de batalla en el que me batía para mantenerme espiritualmente libre. Dicho en plata: intentar por todos los medios mantenerme digno, sin renunciar a mi integridad a trueque de recibir castigos como los que había sufrido». Sin duda, Paz adorna, a toro pasado, una actitud que en muchas ocasiones fue más prosaica, menos idealista, pero que, con su gran diversidad de situaciones, fue una constante entre el colectivo de presos y presas políticas de la dictadura, de principio a fin.

Resistir tras la alambradas

Ya en los primeros tiempos, durante la Guerra Civil, los combatientes republicanos internados en los campos de concentración franquistas desplegaron su ingenio en circunstancias especialmente adversas para sobrellevar o, incluso, escapar a su cautiverio. Fueron una ínfima minoría entre el casi medio millón de hombres hacinados tras alambradas, pero en el caos y la masificación de algunos campos (o precisamente gracias a esa situación ingobernable) se reorganizaron comités y agrupaciones políticas, se establecieron precarios enlaces con el exterior y se organizaron fugas mediante rudimentarios métodos de falsificación de sellos y documentos. 

En otras ocasiones, conseguir un complemento alimenticio o disfrutar de breves conversaciones con alguna joven de una población cercana fueron vías de escape individual que ayudaron a sobrellevar la situación. «La resistencia política y cotidiana, tal vez más la segunda que la primera, fueron vehículos a través de los cuales los internos trataron de salvaguardar su integridad y su identidad política», escribe el historiador Javier Rodrigo. También entre los prisioneros de los Batallones de Trabajadores se han documentado actitudes de resistencia, las más de las veces de carácter individual, como fingir enfermedades para recibir un mejor trato o ralentizar a propósito el duro trabajo a que estaban sometidos, además de numerosas fugas.

Esta forma de resistencia, a menudo «a la desesperada» con poca o nula preparación ni colaboración del exterior, fue mucho más frecuente de lo que las autoridades reconocieron, especialmente en campos de concentración, «prisiones habilitadas» (conventos, escuelas, seminarios, etc., aprovechados circunstancialmente para tal uso) y destacamentos penales al aire libre. 

Durante los cuatro años (1940-44) que duró la construcción de la prisión de Carabanchel, por ejemplo, a cargo de un destacamento constituido inicialmente por 250 presos (que llegarían al millar tiempo después), al menos 51 lograron escapar. La escasa vigilancia y la inmensidad del terreno favorecían las oportunidades, como bien sabían los presos, muchos de los cuales pedían ser trasladados a obras públicas (canales, vías férreas, carreteras y, por supuesto, la construcción del mausoleo del Valle de los Caídos) en las que se empleaba mano de obra reclusa, con la esperanza de escapar. No fueron pocos los que lo lograron, aunque también es cierto que la duración y el éxito de las tentativas dependió, en gran medida, de los contactos en el exterior.

Inauguración oficial de la Prisión Provincial de Madrid, en Carabanchel Alto (junio de 1944). Foto: EFE.

Reorganizarse desde las cenizas

A medida que la provisionalidad del sistema concentracionario propio de la guerra dio paso a la consolidación del sistema penitenciario, también se trasladaron estas prácticas entre los presos y presas de la posguerra («posteriores»), y ganó peso el factor ideológico en la organización interna tras los muros. Sin embargo, mejorar mínimamente las condiciones para poder sobrevivir, especialmente intentando asegurarse tres elementos básicos: alimentación, higiene y sanidad, siguió siendo un objetivo prioritario. 

Con este fin, las presas comunistas de Las Ventas se organizaron en «familias» o «comunas», en las que de forma rotativa una ejercía de «madre» y, como tal, se encargaba de asegurar un reparto equitativo de los paquetes de comida y enseres de limpieza que llegaban del exterior, independientemente de la destinataria inicial, así como de dar apoyo e intentar reconfortar emocionalmente a sus compañeras. 

Un grupo de reclusas en el taller de costura de la cárcel de mujeres de Ventas, en Madrid (1944). Foto: EFE.

Poco a poco, aquellas reclusas, cuyo testimonio quedó recogido en diversas obras autobiográficas —con un lugar destacado para Tomasa Cuevas, autora de un monumental recopilatorio de voces encarceladas—, ocuparon «destinos» en la prisión que fueron claves para reforzar esta resistencia interior: desde las oficinas se traspapelaron partes de sanciones o se agilizaron expedientes de libertad condicional, en la recepción de paquetes se facilitaba la entrada de objetos prohibidos, mientras que en talleres las presas desviaban una parte de las materias primas para abastecer a la guerrilla o confeccionar elementos que después intentaban vender en el exterior. Este sistema organizativo se reproducirá por toda la geografía penitenciaria, en prisiones de hombres y mujeres, hasta la muerte de Franco y más allá.

La búsqueda de mecanismos para la mejora de las precarias condiciones de vida fue paralela a la reorganización de las siglas en las que militaban presos y presas, y ambos procesos se retroalimentaron mutuamente. De nuevo estamos ante fenómenos comunes a prácticamente todas las organizaciones y cárceles a lo largo y ancho de la piel de toro. 

A la altura de 1940, según un militante libertario que formó parte, ya funcionaba un Comité Interior de la CNT en la Modelo de Barcelona, pero las reticencias de algunos de sus miembros a aceptar cargos en la organización interna de la prisión privó a este colectivo de puestos claves que rápidamente coparon miembros del PSUC o ERC. Fue allí, entre rejas, donde se editaron los primeros 4 o 5 números de la revista Treball, órgano central del PSUC hacia 1941. Un hecho, insistimos, en absoluto excepcional, si tenemos en cuenta que la flor y nata de los dirigentes políticos y sindicales estaban en prisión o en la clandestinidad más subterránea. 

Portada de la revista Treball, órgano central del PSUC. Foto: ASC.

En otras muchas prisiones, también desde los primeros años cuarenta, comités de los diversos partidos políticos editaron rudimentariamente boletines manuscritos: Mundo Obrero, Alianza, Crisol, Alegría, Juventud Libre, Model, Coraje, Catalunya… En estas revistas artesanales denunciaban la represión, se hacían eco de noticias del exterior e intentaban mantener alto el ánimo de sus militantes. Su redacción constituía, además, junto a las clases de formación organizadas por los propios compañeros de presidio, un importante estímulo intelectual. En algunos, el humor también era un elemento muy presente como forma de crítica y evasión.

En el número 1 de Alianza. Órgano de Orientación del Comité Interior de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas (1946), escrito en el Penal de Alcalá de Henares, sus autores escribían: «los presos, de puertas para adentro, hemos de contribuir en la medida de nuestras posibilidades a participar de los esfuerzos generales para el recobre de la tan anhelada libertad, atemperando la combatividad al medio donde nos encontramos, pero nunca dejarnos mecer plácidamente por el vaivén de los acontecimientos exteriores haciendo del objetivo más preciado, la República, no un punto abstracto en el espacio sino algo tangible y efectivo profundamente relacionado con nuestros sentimientos y necesidades».

Plantes, huelgas y motines

Aunque el carácter soterrado fue el más extendido de la resistencia entre muros, no fueron tampoco extraños los plantes, motines y otras formas de desafío con grave riesgo para sus protagonistas. Veamos algunos ejemplos. En 1944, explica Ramón Rufat, quien pasó 19 años a la sombra, los presos de Yeserías abandonaron el cine de la cárcel cuando un funcionario trató de colar a un grupo de falangistas presos. Ante este hecho, el director acabó por trasladar a los falangistas a otra prisión, lo que fue percibido como una victoria: «esto dio una sensación de unidad y de fuerza que no habíamos conocido desde la entrega masiva en el puerto de Alicante», apunta. Jugó a su favor la infinita superioridad numérica de los presos respecto a los parcos medios de custodia de sus guardianes, el momento de moral alta que el avance de los aliados proporcionaba, y la unidad de las distintas fuerzas políticas representadas. Gracias a la conjunción de estos elementos se lograron pequeñas grandes victorias

Ramón Rufat fue encarcelado en las prisiones de Alcalá de Henares, Ocaña y El Dueso. Foto: ASC.

En septiembre de 1945 una sonora protesta en la prisión de Vitoria logró retrasar unos días el fusilamiento de un condenado, pero, sobre todo, sirvió para unir a presos «anteriores» y «posteriores» y estrechar la colaboración entre las distintas fuerzas antifranquistas representadas. También al año siguiente, en Alcalá de Henares, los reclusos de las diferentes fuerzas políticas protestaron de manera ruidosa y ostensible ante la obligación impuesta por la nueva dirección del penal de vestir uniforme, lo que provocó las primeras sanciones en celdas de aislamiento. El resto se negaron a ocupar los destinos en la cocina que habían quedado vacantes, mientras otros se declararon en huelga de hambre durante seis días. 

En esa ocasión, de nuevo, el resultado fue satisfactorio para los reclusos que solo tuvieron que vestir uniforme en los actos oficiales y no se adoptaron sanciones demasiado severas contra los huelguistas. «Sin duda, la situación nacional e internacional favorecieron nuestro triunfo sobre la Dirección General y el Gobierno de Franco; pero el elemento principal de este triunfo residió en la unidad de todos los presos y su decisión de lucha», valoró uno de sus participantes.

El embajador de Francia en España, mariscal Petain, visita el penal de Alcalá de Henares (1940). Foto: EFE.

Pero ni la unidad interna, ni el clima internacional, ni, por supuesto, tener la verdad de su parte, suponía una garantía de nada. En enero de 1949, en la prisión central de mujeres de Segovia, cerca de dos centenares de presas (la mitad de la población reclusa, incluyendo a prácticamente todas las políticas) se amotinaron tras el castigo a una de ellas por denunciar, ante una abogada chilena que visitó el centro, la miserable situación que padecían. Tras esta primera reacción, se solidarizaron y se declararon en huelga de hambre durante cuatro días

La respuesta a este desafío fue terrible: aislamiento en celdas en condiciones ambientales deplorables, requisa de enseres personales, pérdida del derecho a redimir días de condena, prohibición de trabajar en talleres, paralización de los procesos de libertad condicional… fueron el duro reverso a una insubordinación que a día de hoy continua despertando admiración por la «Valiente actitud de las mujeres presas en Segovia» (como tituló Mundo Obrero en abril de aquel año) pero que, pese al sentimiento de comunidad que imprimió a sus participantes, se saldó con un precio muy elevado.

La dictadura se prolonga, la resistencia también

Aunque la actividad clandestina tras las rejas se extendió a prácticamente todas las prisiones, el penal de Burgos ocupa un lugar destacado. Convertido en destino de cumplimiento de penas de larga duración para todo tipo de presos políticos desde los años cuarenta, esta elevada concentración de opositores y su notable grado de organización interna lo convirtieron en un oasis de pensamiento libre gracias a la importante actividad intelectual desarrollada por los presos, especialmente de ideología comunista. Calificativos como «la universidad de Burgos» evocan, sin exagerar, la importante actividad formativa desplegada en su interior: «se podía estudiar desde la descomposición del átomo hasta el marxismo», recordaba el sindicalista Ángel Rozas, encarcelado en los años sesenta, quien no dudaba en calificar su estancia en el penal como «estupenda». 

Al controlar la mayoría de servicios internos, los presos comunistas consiguieron no solo introducir todo tipo de lecturas prohibidas, también sacar al exterior, escritos y correspondencia con el partido que sería fundamental para la lucha en el exterior. De allí salieron las poesías de Marcos Ana, a finales de los años cincuenta, y un manual de actuación ante los interrogatorios titulado No quiero hablar. El deber de los comunistas frente a la policía y los tribunales franquistas, redactado por Miguel Núñez, por citar solo dos ejemplos.

El poeta Fernando Macarro Castillo, más conocido como Marcos Ana. Foto: ASC.

A pesar de que las condiciones de reclusión mejoraron con el paso de los años, muchas de ellas no se lograron sin movilizaciones previas. En 1963, los presos del penal burgalés se negaron a asistir a misa apelando a su libertad de conciencia, apoyándose en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la encíclica Pacem in terris, del Papa Juan XXIII

Tras más de un año y cientos de instancias, días de celdas de aislamiento y pérdida de beneficios, no solo de comunistas, también de jóvenes libertarios como Jorge Conill o Eliseo Bayo, en noviembre de 1964 se consiguió que a los no creyentes se les eximiese de la obligación de asistir a misa. Las prisiones del tardofranquismo no fueron, pues, ni un remanso de paz ni centros de obediencia. 

Los miles de presos políticos que siguieron cruzando las cancelas hasta que la Ley de Amnistía de 1977 acabó con esta figura presentaron batalla hasta el final. Huelgas de hambre, cartas colectivas, informes a los medios de comunicación extranjeros y hasta las fotografías que se tomaron clandestinamente en el interior de Carabanchel en 1973 son testimonios de cómo, también durante el tardofranquismo, la prisión no supuso un paréntesis en la lucha de los opositores, sino un punto y seguido.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-04-10 04:31:31
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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