Tras escuchar atentamente los logros que su hijo José estaba alcanzando en Roma, Juan Antonio Benlliure le propuso una visita a la casa familiar donde tenía su estudio. Aunque especializado en el campo de la escenografía, solía recibir de vez en cuando la visita de algún estudiante en busca de formación. Por eso, cuando José entró en el taller de su padre, encontró también allí a un «muchacho imberbe, algo pálido, de ojos muy vivos y escudriñadores, de carácter risueño y atento al mismo tiempo». Poco a poco, el joven fue colocando los lienzos que había pintado en el caballete para que los contemplara el artista recién llegado. A este le sorprendió la calidad de las piezas y le comentó: «Si viera en ellas la firma de Domingo diría con seguridad que son suyas».
El carnaval de Roma (1881), José Benlliure Gil. Foto: Museo Carmen Thyssen Málaga.
Francisco Domingo fue uno de los artífices y maestros de la escuela valenciana; aquel día, Sorolla recibió un gran elogio. Años después, volvieron a encontrarse en la playa. El joven artista se había alzado con la medalla de oro en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid y Benlliure, siempre atento, se detuvo para felicitarle. El diálogo que entablaron ya no era entre el pintor consagrado y el principiante, pues hacía tiempo que se habían convertido en compañeros y, sobre todo, en amigos. La suya fue una amistad que se fraguó a muchos kilómetros de su tierra natal, en la cuna del arte: Roma.
El siglo XIX en España constituyó un período de esplendor para el arte; surgieron importantes firmas y escuelas que se granjearon el favor de público y crítica a nivel nacional e internacional. El florecimiento pictórico fue producto de diversos factores, entre ellos la actividad en las Academias de Bellas Artes y talleres, así como la aparición de una clientela burguesa que dinamizó el mercado.
Los pintores surgieron por doquier y se entabló una competencia entre ellos en ocasiones feroz. Esto les obligaba a perseguir una formación lo más sólida posible y a consolidar su carrera mediante sucesivos éxitos en las exposiciones. El triunfo definitivo quedaba en manos de su buen hacer y, por qué negarlo, de alguna que otra influencia social. El itinerario artístico solía ser más o menos el mismo, con alguna pequeña variante: vocación; academia de bellas artes si la hubiere; el estudio junto a un maestro (que podría ser complementario a la anterior); primeros tanteos en exhibiciones locales; Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid y estudios en el extranjero. A lo que había de añadirse trabajo, esfuerzo y mucho sacrificio.
Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid, mayo de 1881. Dibujo en La Ilustración Española y Americana. Foto: Album.
En 1884, Joaquín Sorolla decidió concursar en la exposición nacional madrileña con un cuadro de gran formato y tema histórico que tenía por título Dos de mayo. Regresó a Valencia con una medalla de segunda clase, una cálida acogida de la crítica, un premio en metálico y mayor confianza en su propia valía artística. En junio de ese mismo año, la Diputación Provincial de Valencia convocó la oposición para la pensión de pintura en Roma, y no dudó en presentarse. Desde 1863, la institución había costeado los estudios de algunos de sus artistas más aventajados — Bernardo Ferrándiz, Francisco Domingo e Ignacio Pinazo, entre otros—, y Sorolla estaba empeñado en engrosar esa lista. Fue El grito del Palleter, ejecutado en los tres meses reglamentarios, el que le concedió el pasaporte para Italia. Allí viajó en enero del año siguiente, a Roma.
En la Ciudad Eterna
Roma había sido durante siglos la meta de peregrinaciones religiosas y artísticas; sin embargo, tuvo lugar un hecho que multiplicó el número de artistas españoles residentes en la ciudad: la venta de La vicaría, de Mariano Fortuny, por 70.000 francos. La relación de Fortuny con la capital italiana se había iniciado en 1858 y, con el paso del tiempo, su fama se extendió por toda Europa gracias a un estilo pictórico que encandiló a público y crítica. De repente —como cuenta el pintor italiano Eduardo Dalbono—, tras la noticia se produjo una invasión de jóvenes procedentes de España en busca de un nombre en el mercado internacional: «Anche a Parigi bastava dirsi un ‘peintre espagnol’, e la patente ‘du talent’ era concesa senza testimonianze».
La vicaría (1870), Mariano Fortuny. Foto: ASC.
Los integrantes de la escuela valenciana llegaron, como otros compatriotas suyos, a través de diferentes caminos. Unos lo hicieron como pensionados de la Academia Española de Bellas Artes, como Antonio Muñoz Degrain o Emilio Sala; otros pudieron viajar gracias a la concesión de becas de alguna institución local (Ignacio Pinazo), y los más atrevidos viajaron por cuenta propia (José Benlliure Gil).
Nuestro pintor lo hizo respaldado por la Diputación Provincial, y estaba sujeto, como todos los becados, a la realización de una serie de ejercicios que mostraran sus adelantos. Durante una breve temporada cumplió con el primero de los ritos: conocer in situ a los grandes maestros del pasado. Bernardino de Pantorba, uno de sus biógrafos, cuenta que, aunque no dejó de admirar el valor de aquellas obras, no se sintió especialmente conmovido al contemplarlas. Al mismo tiempo, comenzó a trabajar en una serie de desnudos para su primer envío a la Diputación.
Asimismo, debió de serle difícil sustraerse al ambiente romano de sus compañeros de profesión. A su llegada, una de las primeras visitas fue al presidente de la Academia Española de Bellas Artes, Francisco Pradilla, a quien, a partir de entonces, tuvo en especial estima. Como Sorolla nos relata, este poseía una particular admiración por la belleza de la línea que supo transmitirle; fue algo que le ayudó a atemperar su impetuoso carácter artístico y a buscar una siempre necesaria reflexión y equilibrio. Luego debieron llegar las visitas a los talleres de la colonia española en zonas tan conocidas como la célebre Via Margutta.
Fontana delle Arti, en Via Margutta. Foto: ASC.
Estos encuentros iban más allá de la pura cortesía con sus compatriotas; también tenían la intención de aprender de otros colegas y conocer sus novedades. No obstante, no todas las puertas se abrían con la misma generosidad. La competencia podía llegar a rozar peligrosamente la iniquidad, sobre todo, cuando se acercaba la exposición madrileña. Muchos de ellos se habían embarcado en esa aventura con el afán de vender, pero también de alcanzar el triunfo definitivo con un gran cuadro —en todos los sentidos— que cautivara al jurado de ese evento. Lograrlo suponía la consagración.
Ambiente bohemio
En Via Margutta se encontraban los estudios de Tancredi, Barucci, Patrizi, Marinelli o Dovizielli, situado este último en el número 33, donde José Benlliure tuvo durante un tiempo su propio espacio de trabajo. En el edificio Rasinelli se ubicaba la famosa Academia Gigi. Luigi Talarici, en su juventud modelo, instaló en 1863 una escuela para trabajar del natural. Era conocido por nacionales y extranjeros, y allí acudían por las noches para dibujar; Mariano Fortuny, Eduardo Rosales o José Villegas, entre otros, visitaron aquel salón. Del mismo modo, pudo compartir algunos momentos de descanso en la cantina Chianti in Lucina, en la Trattoria de la Rosetta, frente al Panteón, o en la Osteria La Gensola en el Trastevere.
Visión de San Vicente Ferrer predicando el Juicio Final, finalizado en 1918 por José Benlliure Gil. Foto: ASC.
Como contaba Luis de Llanos en sus memorias: «Allí, antes, después y mientras la comida, se discutía apasionadamente y había jaleíto; luego nos íbamos al café a beber copas». Por aquel entonces, se fundó un Círculo Español llamado El Quijote en Via degli Incurabili. La competencia desleal entre sus integrantes y la desidia de los socios para cumplir con los pagos dio al traste con la iniciativa. Las luces y las sombras eran inevitables en un ámbito cerrado y lleno de talento. Más fortuna tuvo la participación de nuestra colonia en el Círculo Artístico Internacional, fundado en torno a 1870.
Poco tiempo después, Sorolla tomó la decisión de viajar a París con su amigo Pedro Gil. En la capital francesa permaneció parte de la primavera y el verano de 1885, y todos los autores afirman que este momento marcó un antes y un después. Vivió un ambiente muy diferente al romano, ya que palpitaban aires renovadores para el arte que dejaron huella en su ánimo. Nada volvió a ser igual. Las obligaciones le reclamaban de vuelta, y retornó a Italia para cumplimentar el primer envío a la Diputación: remitió a Valencia varios óleos de tema diverso —un crucificado, tres cabezas y un desnudo de mujer—. Sorolla vería criticada una de sus piezas por la pacatería y el convencionalismo académico: «Se nota en él bien patente la tendencia a un grosero realismo que aumenta los reparos opuestos por la decencia a la completa desnudez de la figura humana, sobre todo en el sexo, en que son más imperiosos el recato y el pudor». Evidentemente, estos profesores seguían aferrados a una idealización del cuerpo femenino que poco tenía que ver con lo que ciertos artistas interpretaban al otro lado de los Pirineos.
Inspiración compatriota
Cuando se habla del Sorolla que iba forjando poco a poco el estilo que le consagraría, se mencionan influencias como las de Jules Bastien-Lepage o Adolf Menzel. Sin embargo, es indudable que durante el tiempo que estuvo en la capital italiana estableció un estrecho contacto con sus compatriotas. Es difícil establecer hasta qué punto estos le pudieron servir de inspiración, pero si algo caracteriza a un maestro es el haber sabido escuchar y, sobre todo, observar. José Benlliure y José Villegas pudieron mostrarle el buen hacer de la experiencia.
Autorretrato de José Villegas y Cordero, realizado por el pintor hacia 1898. Foto: Museo Nacional del Prado.
Aunque especializados en el cuadrito de género de estilo preciosista y lleno de color, tal vez pudieran aconsejarle a la hora de embarcarse en un quehacer pictórico que, sin ser el suyo propio, le ayudó a sostener su precario modo de vida. Al tiempo que cumplía con sus deberes de pensionado, se dedicó al cuadro de sesgo fortunysta, que todavía tenía predicamento entre los marchantes y la clientela de los ochenta. Pantorba cuenta que fue posiblemente Emilio Sala, pensionado de mérito por la Academia Española, quien pudo mostrarle nuevas vías de ejecución. Si hay un aspecto que destaca en la obra de Sala es el valor que otorga al color; un interés que tomaría forma en su conocido texto Gramática del color. Sorolla siempre manifestó por él un profundo respeto.
La chica de las flores (1906), Emilio Sala. Foto: Museo Carmen Thyssen Málaga.
Exposición a la vista
Mientras preparaba el segundo envío para la Diputación, hasta Roma llegó la noticia que la colonia española anhelaba: la Exposición Nacional de Madrid de 1887 estaba en marcha. Los artistas se encerraron celosamente en sus talleres. En aquel entonces, Sorolla ocupaba un estudio en Via Flaminia, junto a sus colegas Enrique Recio y el escultor Antonio Susillo. En aquel palacio renacentista medio en ruinas realizó una obra valiente por la elección del tema, El entierro de Cristo: el género religioso no tenía entonces el prestigio que tuvo en otro tiempo. Tal vez fue su afán de hacer algo diferente, de mostrar la religiosidad con ese verismo que el artista italiano Domenico Morelli había mostrado en sus lienzos. Lo cierto es que hizo una apuesta arriesgada y perdió.
En principio, habría podido encajar bien con el perfil conservador del jurado y del público, pero, debido a la eminente tradición española en estos asuntos y a la audacia de su planteamiento y ejecución, la crítica no fue benevolente. Pedro de Madrazo escribió: «La misma simpatía que inspiran los personajes de este silencioso y melancólico drama lleva al espectador a querer examinarlo de cerca; y al aproximarse al lienzo, ¿qué ve? A excepción de la figura del Redentor difunto, […] las demás están sin hacer». Isidoro Fernández Flórez, crítico de La Ilustración Española y Americana, no solo comentó que Sorolla no había pintado un entierro, sino la hora en que tuvo lugar; además añadió: «Como un boceto gigantesco, como nota feliz de un paisista, me parece elogiable […] y desdichadísimo en la composición y desempeño de las figuras». Un durísimo golpe para el joven artista, que ansiaba un nuevo triunfo en Madrid. Obtuvo una medalla de segunda clase, pero fuera de reglamento (un simple certificado de honor). Pocos supieron contemplar lo que encerraba de novedoso la pieza, pues, como dijo un compañero suyo, en aquella tela no era importante lo que se veía, sino lo que no se veía.
Última etapa
Para Sorolla fue, sin lugar a dudas, un revés. Había invertido muchas horas de estudio y trabajo. Como explicaría Benlliure: «El cuadro fue muy discutido y el jurado no le otorgó la medalla […]; a pesar de sus defectos merecía una recompensa por encima de muchas de las obras premiadas». Tras su paso por Madrid con motivo de la exhibición, regresó a Roma, para trasladarse poco después a Asís. En aquella ciudad culminaría la última entrega de su beca. En este caso, debía abordar un tema elegido por el tribunal de oposición: Fray Juan Gilabert Jofré amparando a un loco perseguido por los muchachos. Remitió la obra en diciembre de 1887 y, aunque con algo de retraso, recibió un informe favorable en el que se destacaban sus dotes para el color, «que patentizan laudables aprovechamientos en los estudios y plausibles adelantos, sobre todo en los procedimientos técnicos». A la vista de la consideración académica, la institución decidió prorrogar un año más los estudios de Sorolla.
La última etapa en Italia la pasó acompañado de su esposa Clotilde en Asís. Siguió trabajando con ahínco en su formación y pintando cuadros de pequeño formato que tenían buena salida en el mercado. Al finalizar la pensión que le había sostenido durante aquellos años, decidió regresar a España en 1889. Aprovechó el viaje para visitar la Exposición Universal de París, donde conoció el quehacer de los pintores nórdicos que tanto le influirían. Es difícil afirmar que el soggiorno italiano de nuestro artista tuviera un impacto decisivo en su estilo. Sin embargo, tampoco se puede negar que el paso por Italia —los compañeros, el contacto con el mercado, las obras de los grandes maestros…— le dejara huella. Al fin y al cabo, Roma è Roma.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-07-19 07:30:00
En la sección: Muy Interesante