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El realismo social de Sorolla, un retrato de miseria y desigualdad

El realismo social de Sorolla, un retrato de miseria y desigualdad

La última década del siglo XIX fue una etapa crucial en la trayectoria de Joaquín Sorolla. Fueron los años en los que alcanzó su consolidación artística y el reconocimiento de la crítica y el público, pero también una etapa de dudas, de búsqueda de su propio camino. Sorolla, que siempre sería un pintor extraordinariamente prolífico, prestó atención a géneros pictóricos muy diferentes

Con El beso de la reliquia (1893) Sorolla obtuvo, entre otros galardones, la Primera Medalla en la Exposición de Arte Español de Bilbao de 1894. Foto: ASC.

Fue en esta época cuando retrató al abogado Don Silverio de la Torre y Eguía (1893) y al escritor Benito Pérez Galdós (1894), que constituyen sus primeras efigies de personalidades públicas. También continuó realizando obras costumbristas, un género que había cultivado desde sus primeros años y que entronca con la tradición pictórica de Mariano Fortuny o de Ignacio Pinazo; y a su vez realizó varias escenas marineras, un tema que conocía muy bien y que nunca abandonaría. Pero los cuadros por los que alcanzó un mayor reconocimiento fueron cuatro pinturas y algunos bocetos preparatorios enmarcados dentro del realismo social, un movimiento artístico que en España tuvo una vida tan efímera que prácticamente podemos encuadrarla en los mismos años en los que Sorolla prestó atención a este género.

Exposiciones de Bellas Artes

¿Qué circunstancias hicieron que el pintor valenciano diera un giro a su pintura, desde las obras costumbristas hasta estas innovadoras obras? Para entenderlo es necesario contextualizar el éxito de Sorolla en el marco de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, que desde 1856 fueron organizadas cada dos años por el gobierno siguiendo el modelo de los salones de París. Estas muestras se convirtieron en una plataforma excelente para fomentar la carrera de los jóvenes artistas, pues la obra ganadora era adquirida por el Estado y expuesta nada menos que en el Museo del Prado, que por entonces recibía el nombre de Museo Nacional de Pintura y Escultura. 

Tarde de Carnaval en la Alameda (1889), Ignacio Pinazo. Foto: ASC.

En 1881 Sorolla se presentó por primera vez al certamen con tres marinas, que pasaron inadvertidas. Pero al llegar a Madrid, el joven valenciano descubrió la pintura de Velázquez y la tradición barroca española. Esto supuso un auténtico revulsivo artístico, que inmediatamente se transformó en una admiración poco disimulada hacia el sevillano, al que llegó a llamar «el Maestro de los maestros». Cuando en 1883 regresó a la capital, Sorolla tenía un doble objetivo: volver a presentarse a la Exposición de Bellas Artes y copiar los Velázquez del Museo del Prado. Para esa muestra presentó un cuadro historicista, que era el género que triunfaba entonces en los ámbitos oficiales, y que además entroncaba con el pasado reciente de Madrid, La muerte de Daoiz y Velarde. Esta pintura ya no pasó desapercibida y fue merecedora de una segunda medalla.

La situación de Sorolla cambió de forma drástica al año siguiente. En 1884, consiguió una pensión de la Diputación de Valencia para completar su formación en Roma. Pocas perspectivas mejores se podían presentar ante un jovencísimo artista de veintiún años. A los pocos meses de instalarse en la Ciudad Eterna, visitó una exposición retrospectiva de Jules Bastien-Lepage, un pintor francés de la escuela de Barbizon, deudor de la pintura realista de Millet y Courbet y que practicó la pintura au plein air, prestando especial atención a la vida de los campesinos.

Sorolla continuó en Italia hasta 1888, año en que regresó a España para contraer matrimonio con Clotilde. No obstante, los jóvenes esposos volvieron a Italia de inmediato y se establecieron en Asís durante un breve tiempo. En 1889, tras pasar una temporada en París y en Valencia, retornaron a Madrid para instalarse de forma definitiva.

El triunfo del realismo social

Pero en ese intervalo de tiempo que Sorolla pasó en Italia, algo había cambiado en los ámbitos artísticos oficiales de Madrid. Las grandes composiciones de historia, que narraban las glorias pasadas de nuestro país, parecían haber agotado su recorrido. En el año 1889, por primera vez desde el inicio de las Exposiciones Nacionales, la primera medalla no recayó en un cuadro de este género, sino en una obra llamada Una desgracia del pintor sevillano José Jiménez Aranda, que representaba el accidente de un albañil en un andamio. Se trataba de una escena sin ninguna trascendencia, que entroncaba con la tradición del realismo que había surgido en Francia a mediados del siglo XIX y que poco a poco se extendió por toda Europa. 

Una desgracia (1890), José Jiménez Aranda. Foto: Album.

Este movimiento primaba la representación de la realidad cotidiana, libre de artificios y narrada de forma veraz. Quizás los máximos exponentes sean el escritor francés Émile Zola y el pintor Jean-François Millet, pero el realismo abarcó todos los ámbitos de la creación artística. Así, en 1896 Giacomo Puccini estrenaba en Turín La Bohème, una ópera que narra una historia de amor entre unos artistas parisinos que comparten una vivienda en el Barrio Latino de París. En España, este movimiento se reflejó en escritores como Vicente Blasco Ibáñez, que fue un gran amigo de Sorolla y sin el cual no puede explicarse el giro que dio su pintura en estos años.

Los primeros éxitos

El pintor valenciano, atento a todos estos cambios, se dio cuenta de que si quería alcanzar el éxito debía abandonar las pinturas de historia y dirigir su mirada hacia esta nueva corriente. Por ello, en la siguiente Exposición Nacional, en 1892, presentó una obra completamente diferente. Se trataba de una pintura que mostraba el interior de un vagón de tren de tercera, con una mujer joven custodiada por dos guardias civiles. La llamó Otra Margarita, un título sutil cuyo significado puede parecernos incomprensible, pero que en realidad permite descifrar la escena reflejada. Al igual que el personaje de Margarita en la tragedia de Fausto escrita por Goethe, la muchacha apresada ha sido condenada y privada de su libertad por haber matado a su hijo, fruto de una relación ilícita. Se trata de una escena real que el pintor había presenciado en un vagón de tren durante un viaje que había realizado a Valencia. 

Otra Margarita (1892), expuesto en la Washington University Gallery of Art en San Luis, Missouri. Foto: ASC.

En este cuadro ya se ven muchas de las influencias que Sorolla había absorbido hasta ese momento, como la tradición velazqueña, que es particularmente visible en los vestidos negros de la muchacha. La composición del cuadro es muy antiacademicista, los personajes no se encuentran centrados, sino que todos ellos se sitúan en la mitad derecha del cuadro, mientras que la otra mitad está vacía. El espectador tampoco ve el techo del vagón, ni el respaldo del banco que se encuentra frente a la muchacha. Aquí se hace evidente la influencia de los encuadres fotográficos, con los que Sorolla estaba tan familiarizado. Pero lo más sorprendente es el uso magistral de la luz, que ya anuncia el dominio absoluto que alcanzará en obras posteriores y que consigue hacer visible lo que es invisible, como la ventana que se encuentra en el banco frente a la muchacha, que no está pintada, pero que se adivina por el potente foco que ilumina el asiento.

El afianzamiento

Otra Margarita le supuso el primer gran éxito en los ámbitos oficiales, pues fue merecedora de la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes, además de una medalla de honor en la Exposición Internacional de Chicago en 1893. Es fácil pensar que Sorolla entendiese que ese era el camino que debía recorrer si lo que deseaba era el reconocimiento de su talento. Por ello, dos años más tarde pintó la que seguramente sea la más conocida de sus obras de juventud, ¡Aún dicen que el pescado es caro!, que fue presentada en la Exposición Nacional de 1895, y con la que volvió a ganar la primera medalla

La obra muestra la bodega de una barcaza, en la que dos hombres adultos cuidan a un muchacho gravemente herido en un accidente. Al igual que ocurría en Otra Margarita, toda la escena se ilumina mediante un foco de luz que procede de una escotilla que el espectador tan solo puede intuir en la parte superior del lienzo. Los personajes también se encuentran desplazados hacia un lateral, lo que demuestra su familiaridad con la fotografía. La gama cromática de todas estas pinturas es de tonos parduzcos y ocres, en la línea de la tradición pictórica del barroco español, y muy alejada de los colores vivos y brillantes de su obra posterior. 

¡Aún dicen que el pescado es caro! (1894) constituye un ejemplo clave del realismo social de Sorolla. Foto: ASC.

El título del cuadro tiene un trasfondo literario relacionado con la novela Flor de mayo de su amigo Blasco Ibáñez, publicada el mismo año en la que esta obra se presentó en público. La novela narra la supervivencia de una humilde familia de pescadores del Cabanyal y las pasiones que terminarán por destruirles. Al final del libro, tras el accidente que acaba con la barca que da nombre a la novela y en el que muere uno de los protagonistas, Blasco Ibáñez relata la triste escena de las mujeres que esperan en tierra el barco accidentado. La novela se cierra con estas palabras, que dieron nombre a la obra de Sorolla: «Las mujeres lloraban: Rosario, la esposa despreciada y estéril, conmovíase ante la locura de la maternidad herida y con honda conmiseración perdonaba a su rival. Y en lo alto, dominándolos a todos, estaba la tía Picores, erguida y soberbia como la venganza, indiferente a todos los dolores, con las faldas ondeantes como una bandera que azotaba sus piernas. Ya no enseñaba el puño al mar. Volvíale la espalda, con marcado desprecio, pero amenazaba a alguien que estaba tierra adentro, al Miguelete, que a lo lejos alzaba su robusta mole sobre la masa de tejados de la ciudad. Allá estaba el enemigo, el verdadero autor de la catástrofe. Y el puño de la bruja del mar, hinchada y enorme, amenazaba siempre a la ciudad, mientras su boca vomitaba injurias. ¡Que viniesen allí todas las zorras que regateaban en la pescadería! ¿Aún les parecía caro el pescado?… ¡A duro debía costar la libra!».

Ese mismo año de 1895 Sorolla pintó otra obra de temática social, que fue enviada al Salón de París pero que no obtuvo el éxito esperado. Se trata de una escena que de nuevo tiene lugar en un vagón de tren, en el que cuatro muchachas jóvenes, con ropajes humildes, descansan ante la atenta mirada de una anciana: una celestina que vigila a unas futuras prostitutas en su viaje hacia Madrid. La obra, que llamó Trata de blancas, fue objeto de críticas muy desiguales, y particularmente duras por parte de la vertiente más conservadora del jurado. En esta pintura de nuevo vuelve a experimentar con una composición muy arriesgada, con una perspectiva que involucra al espectador y lo introduce dentro del cuadro; pero, una vez que ha cruzado el umbral, tan solo se encuentra con la indiferencia de las mujeres, que descansan con los ojos cerrados.

En 1899, el artista presentó la última de sus pinturas encuadradas en el realismo social. En esta ocasión fijó su mirada en un grupo de niños tullidos, que se bañan con dificultad en la playa del Cabanyal bajo la supervisión de un sacerdote. Se trataba de una escena real, que había presenciado durante unas vacaciones con su familia en Valencia. En un primer momento, Sorolla pensó bautizar esta obra con un título muy lacrimógeno, Hijos del placer, pero su amigo Blasco Ibáñez le sugirió llamarla Triste herencia, nombre con el que se conoce. En una de sus cartas a su amigo Pedro Gil Moreno de Mora, el artista le confesó: «Esa triste herencia es mi pesadilla y mis temores », y que lo había pintado «arrastrado por la fuerza que el espectáculo me hizo». Estos sentimientos enfrentados de rabia y tristeza quedaron reflejados en la pintura, cuyo mar seguramente sea el más oscuro que ha pintado Sorolla, y cuyos colores parduzcos acompañan las impresiones del espectador que contempla la obra.

Triste herencia (1899) fue premiado con el Grand Prix en la Exposición Universal de París de 1900. Foto: ASC.

Triste herencia le confirió un enorme éxito, quizás el mayor al que un artista de esa generación podía aspirar. Fue la pintura que obtuvo el primer premio en el Salón Internacional de París de 1900 y, además, el jurado le otorgó una de las medallas de honor. Esto suponía un reconocimiento internacional y una amplia aceptación de la crítica que fueron acompañados de un cálido recibimiento en su Valencia natal, cuyo Ayuntamiento ese mismo año lo nombró «hijo predilecto y amantísimo de la ciudad» y le dedicó una calle. Fue entonces cuando el pintor debió de considerar que era el momento de abandonar el realismo social, al haber conseguido ya todos los éxitos a los que podía aspirar con este género. Decidió sumergirse en un camino más personal, con el que seguramente se sentía mucho más a gusto, y que daría lugar a las pinturas más características del maestro, aquellas que supieron reflejar la luz del Mediterráneo como ningún otro pintor ha hecho nunca.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-07-22 02:52:57
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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