A finales de la década de los años treinta del siglo XX, la Europa de las naciones libres y democráticas, liderada por Gran Bretaña y Francia, se encontraba amedrentada por la agresiva política exterior desplegada por la Alemania nazi. En 1938, en la cima de su poder, Hitler estaba dispuesto a poner de rodillas a todo el continente con tal de satisfacer sus desmesuradas ambiciones territoriales.
Mussolini y Hitler, rodeados por sus hombres, salen de de Múnich. Foto: Getty.
Heridas mal cerradas
Nadie duda de que la Segunda Guerra Mundial tuvo su origen en las secuelas de la Gran Guerra. Tras alcanzar la victoria, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos impusieron sus condiciones a una Alemania al borde del colapso social y económico. Por el Tratado de Versalles, los vencedores exigieron el pago de desorbitadas sumas en concepto de reparaciones de guerra, el ejército alemán quedó reducido a la mínima expresión y Renania, una de las regiones más desarrolladas del país, fue desmilitarizada.
La imposición de estas draconianas medidas generó en el pueblo alemán un sentimiento de odio hacia las naciones beneficiadas; en aquellos días, se hizo popular una frase que recogía ese malestar al afirmar que se encontraban “heerlos, wehrlos, ehrlos”, es decir, “desarmados, indefensos, humillados”.
Los alemanes, muy descontentos ante la incapacidad de los sucesivos gobiernos democráticos para solucionar los graves problemas por los que atravesaba el país, se dejaron arrastrar por el populismo de masas del que supo hacer gala el Partido Nacionalsocialista. Con un programa político que tenía como principios rectores la denuncia de los términos del Tratado de Versalles, un nacionalismo exacerbado, la búsqueda del Lebensraum (“espacio vital”) y un poderoso rearme, Hitler supo ganarse la confianza de millones de votantes.
El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado Canciller de Alemania por el anciano y manipulable presidente Hindenburg. Las elecciones que siguieron a su investidura le dieron el control absoluto del país y no hubo que esperar demasiado para conocer cuáles iban a ser las líneas generales de su programa político. Durante los primeros años de su gobierno fueron disueltos el resto de partidos políticos, se reprimió duramente a la oposición y los judíos fueron objeto de agresiones racistas que auguraban el Holocausto.
El anciano presidente Paul von Hindenburg (1847-1934) con Hitler el 30 de enero de 1933, tras nombrarle Canciller. Detrás, Göring y Goebbels, entre otros jerarcas nazis. Foto: Getty.
Hitler supo manipular un patriotismo mal entendido para “vender” a sus conciudadanos la necesidad de una Alemania fuerte, que impusiera sus condiciones en el concierto de las naciones y vengara así la afrenta sufrida en la Gran Guerra. Con ese propósito, se emprendió un ambicioso plan de rearme que permitiera a los ejércitos alemanes estar preparados para lanzarse a la conquista de Europa.
La propaganda nazi se encargó de transmitir esa confianza a los ciudadanos. Un buen ejemplo lo encontramos en el juramento que debían prestar los nuevos soldados y por el que se comprometían a “una obediencia incondicional a Adolf Hitler, Líder del Reich y del pueblo”.
Pasividad irresponsable
Las democracias occidentales contemplaron esa peligrosa deriva manteniendo una postura pasiva, por no decir de indiferencia irresponsable. La directiva predominante en las cancillerías europeas era la de no intervenir, para evitar dar motivos que pudieran “enfurecer a la bestia”.
En aquellos turbulentos días, el concierto internacional surgido tras la Gran Guerra empezaba a desmoronarse como un castillo de naipes. La Sociedad de Naciones, creada para evitar futuros conflictos a gran escala, perdió influencia y autoridad.
En 1931, Japón hizo caso omiso de sus advertencias cuando envió a sus tropas a ocupar Manchuria. En la misma línea, Mussolini ignoró las sanciones que habían sido impuestas a Italia después de invadir Abisinia en 1936. En este contexto de impunidad, Hitler no iba a ser menos y ya en 1933 había decidido abandonar la Sociedad de Naciones. Pero su escalada dio un paso más el 7 de marzo de 1936.
Antes que Italia y Alemania, ya en 1931 los japoneses hicieron caso omiso de la Sociedad de Naciones al conquistar Manchuria, en China. Foto: Photoaisa.
En esa fecha, ordenó la ocupación militar de Renania violando las condiciones de Versalles, sin que apenas hubiera protestas. El entonces primer ministro de Reino Unido, Stanley Baldwin, se negó a reaccionar e impuso por primera vez la llamada Política de Apaciguamiento (en inglés, Appeasement) a su aliada Francia; una estrategia consistente, básicamente, en ceder ante el nazismo y darle a Hitler lo que quisiese con el fin de evitar una contienda a escala global.
Pero a finales de la década de los treinta, había no obstante preocupantes señales de que el mundo se encaminaba inevitablemente hacia una nueva guerra. Los recelos entre las grandes potencias aumentaban el clima de inestabilidad internacional. En la Unión Soviética, Stalin temía que los máximos representantes del capitalismo pudieran unir sus fuerzas para acabar con su régimen.
Teniendo presente esta amenaza, buscó un acercamiento a la Alemania nazi, en la que veía una imagen distorsionada de su propia tiranía. La firma, ya en 1939, del pacto Ribbentrop-Mólotov, por el que el Tercer Reich y la URSS acordaron un futuro reparto de Polonia y los países bálticos, sería fruto de este perverso entendimiento.
Firma del Pacto Ribbentrop-Mólotov. Foto: Wikimedia.
Hitler aprovecha las circunstancias
Sobre este tablero internacional de intereses mal entendidos, las democracias occidentales consideraron a Hitler como el único capaz de frenar la expansión del comunismo, razón por la que se mostraron dispuestas a consentir sus abusos. En un exceso de confianza, lo tomaron por un mal menor que podrían neutralizar en cualquier momento.
Hitler también supo aprovecharse del temor que generaba en la opinión pública de Francia y Gran Bretaña la posibilidad de una nueva guerra: los políticos evitaban abordar el tema de un posible rearme por considerar que podía pasarles factura en las siguientes elecciones. Y mientras tanto, Alemania se armaba hasta los dientes. En ese contexto, en 1935 Inglaterra firmó un tratado con los germanos autorizándoles a aumentar su flota de guerra hasta un 30% del tamaño de la británica.
Para sus contemporáneos, parecía claro que las ambiciones expansionistas de Hitler iban mucho más allá de la recuperación de los territorios cedidos por el Tratado de Versalles. Sin embargo, nadie parecía querer darse cuenta. Por las razones políticas ya comentadas, los líderes franceses y británicos se mostraron dispuestos a consentir que Alemania pudiera anexionarse territorios vecinos a sus fronteras.
Este fotomontaje de Kjeldgaard fue portada del semanario francés Marianne en 1938. Representa a Hitler saltándose todas las barreras ante la pasividad del resto de líderes mundiales. Foto: Album.
De este modo, tras el eufemístico término “apaciguamiento” se ocultó la vergonzosa connivencia de las democracias occidentales en el arranque de la carrera imperialista de Hitler. Teniendo siempre presente el deseo popular de una paz duradera, se obstinaban en presentarlo como un dirigente que defendía los intereses más o menos legítimos de su país y con el que se podría negociar en caso de crisis.
Condescendiente flema británica
Las tímidas advertencias de algunos sectores de la izquierda, e incluso de destacados portavoces del conservadurismo, no fueron tenidas en cuenta, ni siquiera cuando Hitler brindó su apoyo militar y político al general Franco durante la Guerra Civil española. Se seguía confiando en que cualquier agresión armada por parte de la Alemania nazi podría ser contrarrestada con una demostración de fuerza conjunta, pero en ningún momento Francia y Gran Bretaña estuvieron unidas ante tal extremo. Por el contrario, su mensaje fue siempre débil y ambiguo, muy alejado de la posibilidad de advertir a Hitler de manera firme.
El viaje a Alemania, en noviembre de 1937, del conservador británico Lord Halifax, Secretario de Estado de Asuntos Exteriores y considerado uno de los artífices de la Política de Apaciguamiento, sirvió para reafirmar esa actitud condescendiente hacia Hitler.
La cordial y tibia postura oficial que transmitió como representante de su gobierno convenció a los nazis de que Gran Bretaña no intervendría en contra del desarrollo de la política expansionista alemana en la Europa del Este. A esas alturas, los principales líderes nacionalsocialistas estaban seguros de que la clase dirigente británica, entre la que despertaban además algunas simpatías, no estaba dispuesta a declarar una nueva guerra mundial.
Tras la anexión –Anschluss– de Austria al Tercer Reich alemán en marzo de 1938, Hitler comentó ufano a sus comandantes militares que la ausencia de una oposición decidida por parte de las democracias europeas probaba su debilidad y falta de unidad. Envalentonado como un matón, estaba convencido de que Francia y Gran Bretaña no tendrían jamás el valor suficiente para hacerle frente con las armas y defender a un tercer país en caso de que se produjera un ataque alemán. En esos días, Hitler ya tenía a Checoslovaquia en el punto de mira.
La unión de Alemania y Austria es simbolizada en la ilustración por un gigante que “arregla” el puente roto entre ambas naciones. Foto: Getty.
Los Sudetes, prueba de fuego
Así, la que fue llamada Crisis de los Sudetes, entre septiembre y octubre de 1938, puso a prueba la Política de Apaciguamiento. Dentro de las fronteras checoslovacas vivía una minoría étnica alemana compuesta por más de tres millones de personas a las que Hitler consideraba parte del Reich. En algunos de sus enfervorizados discursos, llegó a afirmar que la voluntad del pueblo alemán le obligaría a intervenir en la región de los Sudetes para salvar a la que consideraba una minoría perseguida.
Las gestiones emprendidas por Lord Runciman, enviado a Alemania por el nuevo primer ministro británico Neville Chamberlain –que ha pasado a la historia como el máximo exponente del Appeasement, su rostro más reconocible– para negociar una salida pacífica al conflicto, no consiguieron calmar el clima de tensión. El 29 de septiembre de 1938, gracias a la mediación de Mussolini, Chamberlain y el primer ministro francés, Édouard Daladier, volaron hasta Múnich y desde allí tomaron un tren que les condujo hasta Berchtesgaden, el refugio de los Alpes bávaros donde les esperaba Hitler.
El inglés Neville Chamberlain es recibido en el aeropuerto de Oberwiesenfeld por jerarcas nazis, el 29 de septiembre de 1938. De allí fue a los Alpes en tren a encontrarse con Hitler. Foto: Getty.
Las discusiones para buscar una solución a la Crisis de los Sudetes concluyeron al filo de la medianoche. Los conocidos como Acuerdos de Múnich fueron rubricados el 30 de septiembre por Inglaterra, Francia, Italia y Alemania, sin la participación de ningún representante del gobierno checo. Tal vez cohibidos ante la presencia de tantos uniformes nazis, Chamberlain y Daladier estamparon sus firmas en un documento que de hecho daba vía libre a Hitler para ocupar los Sudetes, ocupación que sería la antesala de la posterior invasión de Checoslovaquia.
De la humillación a la guerra
El primer ministro francés se sintió humillado y estaba seguro de que a su regreso a París encontraría a una multitud dispuesta a lincharlo. Sin embargo, el pueblo francés lo recibió jubiloso y aliviado. Con Chamberlain ocurrió algo parecido, ya que a su vuelta a Londres lo esperaba una bienvenida propia de un héroe victorioso.
De este modo, el 1 de octubre de 1938, eufórico pero calmado, se presentó ante las cámaras y los micrófonos de los reporteros agitando en la mano el documento del acuerdo, que anunció solemnemente en un famoso discurso que significaba “la paz para nuestro tiempo”.
En un último intento por impedir lo inevitable, el veterano presidente checo Emil Hácha viajó hasta Berlín en marzo de 1939 para entrevistarse personalmente con Hitler. Foto: Getty.
Aquel trozo de papel iba a sellar, sin embargo, el destino de Europa: tras consumar la ocupación y anexión de los Sudetes en solo diez días, Hitler inició una persecución sin tregua de los disidentes checos y comenzó a diseñar la invasión del resto de Checoslovaquia, que se produciría en marzo de 1939. Era esa guerra “motivada por un pueblo lejano, por gentes de las que nada sabemos” de la que había hablado Chamberlain en su discurso para lavarse las manos tras los Acuerdos de Múnich.
Un discurso contestado contundentemente por otro de su amigo y rival conservador Winston Churchill, que le sucedería como primer ministro en 1940: “Tuvo usted para elegir entre la humillación y la guerra; eligió la humillación y ahora tendremos la guerra”. Sabias y desgraciadamente proféticas palabras.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-10-18 06:00:00
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