Cada 9 de mayo la Unión Europea se viste de fiesta para celebrar su proyecto de futuro. La bandera azul de las estrellas ondea gallarda, el Himno a la Alegría resuena en una plétora de actos y una cascada de conferencias, artículos o manifestaciones subraya la importancia de la andadura que perdura tras 75 años desde la Declaración Schuman. Faro de esperanza y reto constante.
Afrontamos un momento refundacional, no tanto por temor a un colapso inminente -anunciado erradamente con cierta periodicidad-, cuanto por la necesidad de cuajar en circunstancias que evolucionan a velocidad vertiginosa. ¿Cómo prever las consecuencias del último aldabonazo trumpiano del 2 de abril? Sin caer en alarmismos ni exageraciones, la UE se asoma a dos caminos: el que conduce al abismo de la irrelevancia, y el de la consolidación en peso económico, cultural y de seguridad, fiel a sus valores de dignidad individual y libertad. Cabría dedicar páginas a diseccionar logros y flaquezas: pujanza de su mercado, riqueza de su diversidad, fragilidad de su cohesión política, tibieza en defensa. Pero este 9 de mayo, todo ello quedará desdibujado. No miraremos a Estrasburgo, Bruselas o Berlín. Miraremos a Moscú. El 9 de mayo de 1945 -aún 8 en Alemania por la diferencia horaria- se produjo la rendición nazi (la contienda continuará casi cuatro meses en el Pacífico contra Japón). Para los rusos, el fin de la «Gran Guerra Patria» -como la conocen- es mucho más que un acontecimiento: es reflejo de su identidad y de su relación tormentosa con Occidente.
Durante la Guerra Fría, los desfiles militares en la Plaza Roja (principalmente en conmemoración de la Revolución de Octubre) constituían una afirmación monolítica del sistema comunista, alarde de disciplina bélica que había de traducir la invencibilidad del bloque en su lucha contra el enemigo capitalista. La rememoración del 9 de mayo fue, en cambio, contenida; hubo pocas paradas militares y, tras la disolución de la URSS en 1991 -durante los caóticos 90-, solo el 50 aniversario (en 1995) divergió de este cariz. Tras la llegada de Putin, resurgió como reivindicación de estatus de potencia; a partir de 2008 con armamento pesado. Más allá del espejismo imperial del efectivo zar, para los rusos el triunfo de la Segunda Guerra Mundial les es debido -Stalingrado, Kursk, la marcha sobre Berlín-. Acusan a Occidente de minimizar su papel decisivo y apropiarse del relato: la victoria improbable sin el frente del Este y el sacrificio de 27 millones de ciudadanos soviéticos. Les duele el énfasis del Desembarco de Normandía, en línea de la percepción arraigada entre las élites desde Catalina la Grande: Europa Occidental, con su arrogancia ilustrada, nunca ha asumido la preeminencia rusa y le ha negado su gloria y honor.
En este contexto histórico, incluida la dramática situación de las trincheras ucranianas y con el planeta en vilo por las aberrantes actuaciones de Washington, Vladimir Putin y Xi Jinping demostrarán urbi et orbi unidad en desafío de las ilusiones americanas; mientras Europa -postergada- ve cómo su voz se diluye en un juego de poder que no controla, que la orilla. Excediendo del ritual de añoranza, los tanques relucientes y misiles en exhibición serán una declaración de intenciones.
Es más, a la redondez del tiempo transcurrido y las previsibles efusiones de amistad inquebrantable del emperador chino y el zar ruso, se une la especulación sobre la eventual presencia del Commander in Chief de los Estados Unidos (o una significativa delegación). Según razonamientos clásicos, este rumor carecería de virtualidad alguna. Pero The King nos ha dado ya suficientes sustos como para descartarlo: empecinado en conseguir un alto el fuego al precio que sea y emperrado en alterar el equilibrio entre Rusia y China, podría imaginar un golpe teatral.
La pretensión del Great Dealmaker sobrepasa el cese de hostilidades. Apunta a alcanzar un «Kissinger inverso». En los 70, Henry Kissinger apostó por Pekín con objeto de aislar al Kremlin, explotando las fisuras sino-soviéticas. El sueño trumpiano es seducir a Putin -mediante promesas de comercio, lluvia de capital y alivio de sanciones- para alejarlo de Xi Jinping, su actual aliado «sin límites» en un vínculo antioccidental robustecido día a día. Este 9 de mayo también nos recuerda la lógica de las áreas de influencia, paradigma que choca frontalmente con los intereses europeos. Merece reiteración: Rusia, bajo Putin, ha recuperado -virulentamente- la nostalgia imperial. La «Gran Guerra Patria» no es sólo memoria, sino una vestidura para representar dominio: Ucrania como patio trasero, el Cáucaso como zona de amortiguación, Asia Central como reserva estratégica. La agresión existencial a Kyiv -vamos para cuatro años- es la prueba más cruda de esta visión. Moscú no negocia desde la igualdad; amaga desde la imposición. China, por su parte, extiende su supremacía económica y peso político con menos ruido: el Indo-Pacífico es su tablero, África su cantera, y la Ruta de la Seda sus tentáculos.
Hoy, EEUU no renuncia a su hegemonía; la ejerce de forma errática, oscilando entre la pura doctrina Monroe y el unilateralismo. Su envite con potencias rivales -acercamiento a Rusia- ignora a socios tradicionales como la UE, dejándolos fuera de acuerdos que les afectan. El modelo europeo de multilateralismo y soft power, resulta anacrónico en este reparto de esferas que evoca Potsdam y Yalta. Nuestra economía sigue siendo un titán -aun perdiendo fuelle-, pero nuestra defensa común es un esbozo y nuestra amalgama política un puzle incompleto. Frente a gigantes que no dudan en usar la coacción, la UE arriesga convertirse en convidado de piedra, incapaz de marcar discurso o proteger sus fronteras.
En este nuevo panorama, el resto busca su lugar pragmática y cautelosamente. Brasil, bajo Lula, patronea el Sur Global. Una ambición que no termina de cuajar: aboga por la multipolaridad, pero evita alinearse con Moscú o Pekín y se entiende con ambos. La India de Narendra Modi, magistral, apuesta a dos bandas: en tanto compra petróleo ruso de saldo, estrecha lazos con EEUU y Japón para contrarrestar a China en el Indo-Pacífico. África es un mosaico de dependencias y sus líderes mirando recelosamente un orden que los relega a proveedores de materias primas. Oriente Medio suma más capas. En Turquía, Erdogan coquetea con el Kremlin, mientras se desempeña en la OTAN. Arabia Saudí balancea su alianza con Washington y sus tratos con Pekín. Ninguno parece dispuesto a seguir ciegamente, pero cualquiera sabe que el eje Rusia-China condicionará sus movimientos. Europa debe preguntarse si su compromiso de diplomacia y mercado basta en un mundo donde el hard power vuelve a dictar las reglas.
La cuestión de Ucrania añade una dimensión crítica a este 9 de mayo. Antes de esa fecha, Putin no aceptará cambio fundamental alguno; hacerlo sería ceder terreno simbólico en vísperas de su gran día. El ejército ruso está más agotado de lo que los medios occidentales, obsesionados por el desgaste ucraniano, suelen admitir. Así, un alto el fuego coincidiendo con la efemérides, bajo mediación del 47 presidente de EEUU, se erigiría en trofeo mayor propagandístico para Putin -«paz en nuestro día»- y para Trump -«el deal del siglo»-; con Europa al margen, Ucrania como variable de ajuste sin garantías reales de estabilidad.
Este 9 de mayo, Moscú no solo celebrará la victoria de 1945; proyectará un futuro que nos desafía. La posible presencia de Trump, aunque hoy especulativa, sería la guinda de un espectáculo que nos obliga a ver más allá. Europa no puede permitirse la autocomplacencia.
Así, este 9 de mayo, miraremos a Moscú.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.elmundo.es
Publicado el: 2025-04-11 18:06:00
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