Las entradas y salidas de Pokrovsk son un reflejo de la disparatada realidad que enfrentan sus moradores. El viaje se inicia cuando cae la noche, aprovechando que el número de drones con visores nocturnos es inferior todavía a los que actúan a la luz del día. Pese a ello, la espera obliga a camuflarse debajo de la foresta. El vehículo llega a las 21:30 y sus ocupantes comienzan presurosos la descarga. «¡Rápido, rápido!».
El pitido del detector de drones acrecienta la tensión. «¡Hay un FPV [un aparato kamikaze] que se dirige hacia aquí! ¡Dispersaros!». La alerta provoca una estampida general. 24 horas antes, uno de los militares había aleccionado al visitante: «Si ves que corremos, corre».
La consigna es buscar viviendas con las puertas abiertas y recluirse en el interior, alejándose del vehículo, que suele ser el objetivo de los aviones no tripulados (AUV). Uniformados e informadores huyen en mitad de la absoluta oscuridad que domina las noches de Pokrovsk. El ruido de los pasos sobre los cristales rotos -esa señal perenne en los conflictos- y las explosiones que retumban en las cercanías conforman la banda sonora de la estremecedora experiencia.
Tras varios minutos de incertidumbre, otra orden: «¡Rápido, al coche!». Hay que saltar literalmente al interior del todoterreno, que arranca preso del frenesí y comienza una carrera todavía más irracional entre los esqueletos de edificios. El soldado que porta el detector de drones sigue mirando el aparato con ansiedad. No cesa de pitar. El conductor cambia de rumbo con volantazos que provocan el derrape del cuatro por cuatro. La señal del localizador de los AUV persiste. El responsable del grupo da un frenazo, esconde la pick up bajo un árbol y todos vuelven a huir con la premura de quien teme por su vida. Una vez más, hay que esconderse dentro de una casa abandonada. Esta vez, la espera se extiende durante más de 20 minutos. Finalmente, el temido soniquete del cachivache se extingue.
La patrulla reanuda su periplo. El trayecto permite apreciar cómo los ucranianos han recurrido al ingenio para intentar minimizar el riesgo. Han colocado mallas elevadas sobre la ruta que cubren una parte limitada del camino, justo a la entrada de la villa. Un esfuerzo insuficiente. El reportero cuenta una larga docena de carcasas de automóviles que no superaron esta ruleta. Permanecen arrumbados en los laterales de la carretera. Algunos son simples amasijos de metal achicharrado. Hay otro del revés, con los neumáticos mirando al cielo. El mayor número de ellos se encuentra en torno a las vías del tren. «Esta es la parte más peligrosa», aclara otro uniformado. Aquí mismo quedó varada una camioneta, con el capó hundido por la arremetida del AUV.
Pokrovsk es sólo un recuerdo de aquella población que servía como retaguardia en el frente del Donbás, en el este de Ucrania. Los avances rusos hacia un enclave en el que llegaron a vivir más de 60.000 personas comenzaron en el verano del año pasado. Ahora, las tropas de Moscú se encuentran a poco más de tres kilómetros del núcleo urbano. La pugna por el control de este enclave se ha convertido en la batalla más simbólica y sangrienta de estos últimos meses, como antes lo fue la de Bajmut o Avdiivka. Los analistas del think tank Instituto para el Estudio de la Guerra anticiparon hace meses que el objetivo de Moscú es cercar la población. «Pokrovsk se convierte en un infierno», afirmaba recientemente el programa de televisión local TSN.
El destino final del todoterreno es una posición avanzada de operadores de drones de la 68.ª Brigada de Cazadores. Un subterráneo de un edificio de varias plantas donde el terceto que componen Lyopa (sólo dan su primer nombre), de 29 años; Max, de 32; y Kazhan, de la misma edad, ha instalado sus precarias dependencias: una amalgama de colchones, baterías y aparatos no tripulados, que permanecen apilados en cajas de cartón como si fueran pizzas, que se van abriendo conforme se usan. De una de las paredes cuelgan tres de esos artilugios. En la escalera hay casi otra decena listos para su utilización.
A diferencia de Bajmut o Avdiivka, Pokrovsk es la primera gran confrontación bélica dominada por los AUV y, en especial, por los nuevos aparatos que recurren a la fibra óptica, lo que ha disparado su mortal eficacia. Los rusos fueron los primeros en introducir esta innovación a finales del año pasado, pero los ucranianos la copiaron a los pocos meses.
«Nosotros empezamos a usarla en Pokrovsk en febrero y ellos en noviembre del año pasado», indica Lyopa.
El chaval, que ejerce como jefe del trío, es un experto en ensamblar los aparatos. No tarda más de 15 minutos. Es como si fuera una especie de Lego. Con una pequeña llave inglesa, Lyopa coloca las aspas en la estructura, adjunta la bobina de fibra óptica y finalmente corona el aparato con un envase de plástico fabricado por una impresora 3D, relleno de metralla y explosivo.
«Mira la insignia que han grabado en el explosivo», indica Lyopa, señalando un dibujo de un pene impreso sobre el artefacto.
Son las 23:15 y el objetivo de la unidad de drones es un grupo rival ruso, que ha sido localizado en el frente. Pokrovsk asiste a un singular duelo entre pilotos de drones como antaño ocurría entre los francotiradores. Un reflejo del giro histórico que se está generando en el campo de batalla, donde cada día los robots -y los que los guían- adquieren una preeminencia más significativa frente a las armas convencionales.
Los rusos también son conscientes de ello y, según los uniformados ucranianos, han enviado a esta localización a la misma unidad de élite que fue decisiva para que Moscú recuperara el control de la región de Kursk. «Se llaman ‘El día del Juicio Final’ y son los que están destruyendo tantos coches en las últimas semanas», explica Lyopa.
La presencia de estos expertos pilotos en Pokrovsk ha sido confirmada por otros representantes del ejército ucraniano, que han incidido en la enorme significación que tiene su despliegue en esta línea del frente. «Cuando aparece esta unidad tan eficaz en algún lugar, indica que esa posición se está volviendo un objetivo estratégico para el enemigo», precisó el comandante Vitaliy Lytvyn, en una reciente entrevista con la publicación ucraniana Pravda.
Para unidades como la de Lyopa, el objetivo más preciado es precisamente golpear el refugio de uno de los equipos adversarios. Sus enemigos piensan lo mismo. Hace una semana, tras ser localizados, un avión lanzó tres bombas de 500 kilos -las aterradoras CAB- sobre el edificio de cinco pisos donde estaban ocultos. Les salvó la fortuna. Los explosivos hundieron el inmueble contiguo. Los soldados exhiben un vídeo de los resultados del ataque que permite imaginar la montaña de cascotes que habría sepultado su posición si los artefactos se hubieran desplazado unos pocos metros. El incidente les forzó a buscar un nuevo escondite, el que ocupan ahora mismo.
Lyopa y Kazhan salen durante unos breves minutos del edificio para colocar el AUV y alargar el cable de fibra que se conecta al mando que opera Max. El experto hace despegar el aparato, que se eleva entre las torres de pisos y la arboleda. En cuestión de minutos, se encuentra atravesando la línea de confrontación. Pasa por encima de trincheras, líneas de dientes de dragón, fosas antitanque, y una llanura horadada por decenas de agujeros que recuerdan a la superficie lunar. «Pokrovsk parece un queso gruyer», bromea Max.
Parecen imágenes sacadas de un videojuego. Pero aquí la muerte es real. La cámara capta los instantes finales de la operación: el aparato se acerca a una zona de floresta donde, poco a poco, aparece un búnker perfectamente mimetizado. La transmisión se interrumpe cuando el AUV se precipita en el interior y explota.
La euforia por el logro del ataque se disipa cuando reciben las últimas noticias de sus compañeros. El coche de abastecimiento que seguía al que trasladó a los periodistas ha sido alcanzado por una granada lanzada por un dron ruso. Afortunadamente, después se sabrá que no hubo heridos.
Durante horas, esa es la misma rutina. Kazhan saca una caja tras otra. Lyopa arma los drones y Max los pilota. La noche no interrumpe las acciones. Sólo hay que cambiar la cámara y colocar una de visión nocturna. El grupo sólo pone fin a los ataques bien entrada la madrugada. Unas horas de sueño y vuelta a empezar.
Anton, ingeniero de construcción, muestra cómo se monta un dron FPV con cable de fibra óptica, en Járkiv.
Max se ha despertado de buen humor. No cesa de cantar con el visor puesto mientras se acerca al primer objetivo de la mañana: un tanque ruso. A las 10:37, la cámara del aparato descubre su emplazamiento. Está oculto bajo los árboles y cubierto con una red de camuflaje. Lo último que se ve es el cañón del blindado. Los gritos de alborozo duran muy poco. Los observadores de otra unidad han visto que los daños no son definitivos. El tanque ha vuelto a disparar.
El trío lanza de inmediato otro AUV. Esta vez su trayecto se interrumpe a varias decenas de metros del vehículo acorazado. «¡Puta!», exclama Lyopa. Lo han derribado a tiros. Tendrán que usar otros dos más para terminar destruyendo el blindado. Pero las matemáticas de los soldados ucranianos no dejan duda. Acaban de eliminar una máquina de guerra que costaba más de un millón de euros con con drones cuyo precio total no llega a los 4.000.
Las grabaciones que ha tomado el comando ucraniano en las últimas semanas son un recorrido por el nuevo horror que ha incorporado el uso de AUV. Una de ellas muestra a una pareja de soldados rusos ocultos en tuberías de la canalización. El aparato se aproxima, gira hasta colocarse en la entrada y es entonces cuando se escucha la voz de los operarios que lo conducen. «¡Ah, hijos de puta! ¡Buenos días!», gritan antes de que el dron explote en el interior del conducto. La última imagen que se ve es la de uno de los rusos intentando vanamente protegerse el rostro con los brazos.
Otro de los vídeos permite ver a varios uniformados rusos intentando esquivar otro AUV, guareciéndose bajo un árbol. Un tercero sale corriendo intentando acercarse a la pareja, pero estos le disparan «para evitar que delate su posición», relata Max.
Mientras ucranianos y rusos luchan por el control de Pokrovsk, cerca de 2.000 civiles se aferran a lo que resta de ciudad, según la cifra que maneja Vadym Filashkin, responsable provincial.
Recorrer las calles de Pokrovsk es caminar entre la devastación: entre trozos de fachadas, metales y demás despojos arrancados de los domicilios por la furia bélica. Hay zonas donde los restos de las casas han cubierto el pavimento. Otras que muestran enormes socavones del tamaño de pequeñas piscinas. Los bloques de apartamentos reventados o quemados son una constante. Algunos han sido aplastados literalmente por los bombardeos aéreos, que han dejado una pila de escombros donde antes se erigían ocho plantas de viviendas.
Decenas de árboles yacen cruzados sobre el asfalto, y hay una sucesión de tumbas excavadas en los parques. Los cementerios improvisados son otra señal que alerta sobre el clímax de un conflicto. Aquí, en Pokrovsk, las ambulancias dejaron de llegar hace mucho.
«Víctor Belinov. Nacido en 1952 y muerto el 4 de abril de 2025», se lee en la sepultura que han excavado junto a los columpios de un antiguo recinto de juego infantil. Kostyantynovich Tsetkov también falleció el 4 de abril. Su enterramiento está colocado junto a otro adornado con una guirnalda de flores plásticas.
«Hace dos meses que murió una pareja. Se asfixiaron en el subterráneo por el humo de la estufa. ¿Quién iba a venir a enterrarlos? Fuimos nosotros, los vecinos, los que les dimos sepultura en el parque«, recuerda Larisa Andrivna, de 77 años.
La anciana se obstina en malvivir en una precaria vivienda, donde las cortinas suplen las vidrieras que saltaron por los aires. Dice que se alimenta con comida de gato. Tiene cuatro mininos, que se han instalado en la cocina. Cuando arrecia el «ruido» -así se refiere a los bombardeos- baja hasta el sótano, donde ha colocado un colchón. La electricidad o el agua corriente son lujos del pasado. En Pokrovsk se iluminan con velas o linternas, y se transita a pie o en bicicleta.
Svitana, de 55 años, es otra de esas personas que han entregado su suerte al destino. Camina pausada, ajena al estampido de las bombas. Se ríe cuando el periodista declina su ofrecimiento de pasear entre las ruinas. «Hay un lugar aquí cerca donde puedo recargar el teléfono. Tienen un generador. ¿No quieres venir? ¿Tienes miedo, no?», proclama con una profunda sonrisa.
Según ella, los enterramientos en los jardines comenzaron a principios de año, cuando los servicios de evacuación se convirtieron en una rareza. «Yo veo pasar los cohetes por la ventana de mi cocina y me digo: ¿qué puedo hacer?», asevera resignada mientras reanuda su caminata.
Para divisar las zonas más alejadas -donde llegar a pie semeja ser un dislate- es necesario recurrir a los propios drones del grupo de Lyopa. Las cámaras muestran un bloque de viviendas cubierto por una enorme humareda. Algunos pisos están ardiendo. En el centro se aprecia la estructura arrasada de lo que fue el hotel Druzhba, el que solía acoger a los periodistas, arrasado en agosto de 2023 como anticipo de la catástrofe que se avecinaba. El responsable de la administración militar de Pokrovsk, Serhiy Dobryak, estimó en marzo que, para esa fecha, ya habían sido destruidas o dañadas un 80 por ciento de las viviendas locales. El hospital local se encuentra entre lo que ahora son paredes y escombros. Fue atacado con una decena de CAB.
Un civil se baja de un taxi marcado con trozos de tela blanca para evitar ser blanco de drones rusos.
El área del mercado central y la antigua estación de autobuses todavía registra la presencia de viandantes que se desplazan a paso rápido tras abastecerse con la escasa comida que todavía se puede adquirir. Los locales han organizado su propio sistema de asistencia, contratando a conductores de taxi de la población, que se desplazan hasta la cercana aldea de Bilytske para llenar sus coches con lo que pueden acaparar. Son fáciles de identificar porque todos han marcado sus viejos automóviles de la era soviética con trapos blancos, asumiendo que así no serán atacados por los drones.
Larisa Andrivna recurre a ese sistema para recuperar parte de su pensión, que recoge el chófer. Unos exiguos 3.000 grivnas (unos 64 euros). «El taxista se queda con 1.000 grivnas», relata.
«Aquí éramos pobres, pero vivíamos en silencio. Hasta que vinieron a ‘liberarnos'», comenta con ironía, aludiendo a las tesis rusas de que están arrasando el Donbás -la región del este de Ucrania a la que pertenece Pokrovsk- para «salvar» a su población de los ucranianos.
Para algunos, la batalla de Pokrovsk es el enésimo capítulo de un mismo guión, escrito en Moscú, que no comenzó en febrero de 2022 sino en 2014. Esa fue la fecha en la que el capellán Oleg Takachenko inició su interminable peregrinaje de una localidad a otra de Donetsk, perseguido por la maquinaria bélica rusa.
Tarachenko tuvo que huir de Sloviansk cuando fue capturada en 2014, al inicio de la operación apadrinada por Rusia. Se trasladó a Marinyinka, donde construyó una panadería en 2016, a pocos cientos de metros de la línea del frente. Él se instaló no lejos de allí, en Vulhedar. Hasta que le sorprendió el inicio de la ofensiva general rusa en 2022, que asoló ambas localidades.
La última vez que se encontró con el reportero había mudado su fábrica de pan a Pokrovsk, pensando que estaba lejos del campo de batalla. La tuvo que abandonar en septiembre pasado. «Quedó totalmente arruinada en marzo. Bombardearon la zona con siete CAB», relata en Sloviansk, la última etapa del ajetreado recorrido que ha mantenido en los últimos años.
Cuando se le recuerda que los rusos han anunciado que su propósito final es apoderarse al menos de todo el Donbás -Sloviansk incluido-, Takachenko opta por refugiarse en la fe.
«Creo en los milagros, y los ucranianos ya demostramos en 2022 que éramos capaces de hacer lo imposible», comenta.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.elmundo.es
Publicado el: 2025-05-19 16:52:00
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