El año que viene se cumplirán diez años de la publicación de Patria, una novela que ubicó a Fernando Aramburu en la cima de la literatura española y que impactó a millones de lectores de todo el mundo con un abordaje íntimo, y a la vez descarnado, de la dimensión humana del conflicto vasco y de la actuación de la organización terrorista Eta. Patria no solo fue un suceso literario, sino un fenomenal llamado de atención sobre los extremismos ideológicos y la deshumanización a la que suelen conducir los fanatismos. Casi una década después, el País Vasco respira una atmósfera de paz, pero el mundo lidia con otros peligros, otras guerras y otras amenazas.
Habla de “los intelectuales” sin incluirse. Sin embargo, tiene una mirada lúcida y comprometida sobre las complejidades del mundo actual. “No creo en la actitud del ermitaño que se retira a su jardín cerrado. Me asomo todos los días a lo que ocurre en mi país y en el mundo. Y hay días en los que se me baja el ánimo”, confiesa.
Aunque siempre ha tenido un ojo atento en la geografía vasca en la que nació y vivió hasta su primera juventud, el escritor reside desde hace cuarenta años en Hannover (Alemania). Durante años ejerció la docencia, y eso lo lleva a sentirse cerca de los jóvenes. Advierte, sin embargo, sobre un matiz inquietante: “Nacieron y vivieron siempre en democracia, y entonces no saben lo que es la dictadura. La juventud tiene una tendencia natural al cambio y a dejar su propia huella. ¿Pero el cambio hoy sería suprimir la democracia? Eso nos llevaría al totalitarismo”, alerta.
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En ‘Patria’ usted describe los peligros del fanatismo y la ideologización extrema en el contexto del País Vasco. ¿Hay otros fenómenos actuales en los que observe un riesgo similar?
Sí, claro. Este es un tema fundamental, pero no solo en mi literatura sino en mi vida de ciudadano que convive con los demás sobre la base de criterios morales. Yo estoy muy agradecido con una lectura juvenil, la de El hombre rebelde, de Camus, a quien debo el fundamento moral con el que no solo practico la literatura, sino que además me ayuda en la convivencia cotidiana en el plano privado. Y de ahí nace el rechazo a la ideología como justificadora de la agresión. Esto por fortuna lo percibí desde joven, cuando estuve, como tantos muchachos, expuesto a la propaganda en una sociedad conflictiva en la que se cometían atentados sin parar. A mí me salvó de caer en la violencia una idea de moral. Esto es, un conjunto de normas prácticas que ayudan a la convivencia pacífica y que exigen el respeto a los demás. Y he visto que a menudo la ideología, que no consiste en ideas generadas por quien las cultiva, sino que son adquiridas, se usa como justificante para lavarse previamente la conciencia y tener las manos libres para hacer daño. Y para mí esto es inaceptable.
Cuando escribo literatura no teorizo, como hago ahora en una entrevista, pero procuro mostrarlo en mis novelas y mis cuentos. A veces hago descripciones crudas de la violencia, con la secreta esperanza de que la injusticia, el abuso resulten desagradables; arriesgando incluso a que mis libros se conviertan en lo que algunos consideran excesivamente duro. Por eso agradezco tanto a Camus que me enseñara a valorar más al ser humano concreto que a las convicciones políticas, religiosas o de cualquier tipo.
¿Cree que las sociedades aprenden de sus propias tragedias o tienen más bien la inclinación a repetir sus errores?
No estoy seguro de que aprendamos. Quizás algunas cosas sí, pero no existe una máquina capaz de medir el aprendizaje que podamos hacer. Pero sí tengo un punto optimista en este asunto: creo que la historia de la humanidad es la de un camino civilizatorio que parte del simio bruto original que ignoraba la justicia, la paz y que se manejaba exclusivamente con las leyes de la naturaleza, que favorecen al más fuerte, para atravesar siglos y milenios que nos han conducido, poco a poco, a sociedades basadas no en la ley natural sino en el derecho. Y en ese sentido, es innegable que el ser humano, a fuerza de guerras, de tragedias, de matanzas, ha ido evolucionando hacia un ser alfabetizado, que conoce la justicia, la paz, el derecho. Todas estas son invenciones humanas, al fin y al cabo. A la naturaleza le da igual si nos matamos o no. Pero nosotros queremos formar sociedades igualitarias, democráticas, con todos los defectos que puedan tener. Queremos caminar por la calle sin que nadie nos agreda y llevar a nuestros hijos a un colegio. Todo esto supone un progreso impresionante, aunque a veces hay retrocesos, por supuesto.
En ‘Dilema’, uno de los cuentos de ‘Hombre caído’, aparece la verbalización del odio en el plano de la vida privada. ¿Qué siente cuando ve que la palabra odio salta hacia el discurso público, como ocurre ahora en muchas sociedades?
Creo que hay un uso interesado del concepto del odio por parte de quienes tienen poder o aspiran a él. Parece que buscan justificar algún tipo de represión o de censura, calificando como discursos de odio a aquellos con los que disienten. De hecho, suena como a veredicto. Esto lo percibía con frecuencia cuando yo participaba de las redes sociales, de las que me he salido por una cuestión de salud mental. Creo que el odio requiere de un ingrediente cultural muy espeso para gobernarlo, para dominarlo; para no traducirlo en acciones.
¿Por qué decidió irse de las redes sociales?
Como novelista, me siento obligado a meterme en todos los rincones y conocer al mayor número de personas. Entonces no quise quedar al margen de las corrientes de la época y estuve en Facebook, en Instagram, y más activo en Twitter, antes de que cambiara de nombre… Hasta que me cansé. Me robaba mucho tiempo. Además, en un momento, después de Patria, me vi expuesto a que muchas personas desconocidas que actúan con seudónimo me injuriaran sin razón, solo porque yo no formaba parte de su onda mental. Entonces, una vez que supe cómo funcionaba ese mundo, me salí.
¿Cuál cree que es el rol de los intelectuales hoy en las sociedades democráticas?
Yo lamento que los intelectuales y, en general, las personas que observan y examinan con inteligencia la vida colectiva, estén desaparecidos o por lo menos opacados por la ligereza de las redes sociales. Aquellos intelectuales de referencia que tuvimos en décadas pasadas, ahora mismo están muy omitidos; hay que buscarlos, hay que acudir a sus libros para llegar a sus opiniones y sus análisis. Su labor me parece fundamental. Esto no quiere decir que haya que estar de acuerdo con ellos. Pero, aunque no compartamos sus conclusiones, siempre nos ayudarán a situar los problemas en un determinado contexto, a nombrar determinados fenómenos que quizá percibimos, pero de una manera parcial, o que no sabemos nombrar. Estas voces que antes tenían un peso social muy potente ahora han sido sustituidas por el chismorreo incesante de las redes. Como además hay un chorro constante de información, cualquiera opina de cualquier cosa, sin datos, sin un fundamento intelectual. Yo echo en falta esa voz de los intelectuales.
Vive en Alemania desde hace muchos años. ¿Qué nos puede decir de la experiencia del desarraigo y de la condición de inmigrante, que hoy atraviesa a millones de personas en el mundo?
Efectivamente, fui un inmigrante en su día. Pero no lo fui a la manera de aquel que llegaba a una ciudad alemana con una maleta de cartón y se pasaba los siguientes 30 o 40 años de su vida en una fábrica. No soy, en ese sentido, representativo de nada ni de nadie. Yo me desplacé muy joven a la República Federal de Alemania porque conocí a una ciudadana alemana con la cual, afortunadamente, todavía convivo. Y además yo tenía estudios universitarios y obtuve un puesto de trabajo relativamente pronto. Sería, entonces, una desfachatez compararme con el inmigrante que llega desde otra cultura, y de países con graves problemas, con el deseo de sobrevivir y de darles un mejor futuro a sus hijos.
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Pero la circunstancia de haberme establecido en un país distinto de aquel en el que nací, viví mi infancia y mi adolescencia, sí ha sido determinante en mi trabajo literario y también en mi visión de las cosas. Soy un hombre centrífugo; no soy un hombre que se agarra a unas señas de identidad y no quiere salir de ellas, sino que con cada libro que leí, con cada viaje que hice y cada película que vi, de alguna manera cuestioné esa identidad que yo adquirí, en gran parte por ósmosis, por el hecho de haber nacido en un sitio. Creo, desde la perspectiva que dan los años, que fue positivo cambiar de lugar y observar mi país nativo desde una óptica un poco lejana.
Ha dicho que Europa sufre cierta pérdida de vitalidad, y que está muy atravesada por la incertidumbre y el miedo al futuro. ¿Cómo podría explicarnos ese diagnóstico?
La sociedad europea de las últimas décadas ha hecho una cosa increíble en la historia de la humanidad, que es crear un espacio común con un grado de civilización muy alto. Los ciudadanos europeos han acudido al encuentro mutuo: es maravilloso pasar de un país a otro sin someterse a un control de aduanas, pagar con la misma moneda en las panaderías de España y en las cafeterías italianas, ver que nuestros hijos van a estudiar de un país al otro. El problema, si se puede decir así, es que nos hemos habituado al bienestar. De hecho, tenemos unos ejércitos “de chicha y nabo”, como se dice, mientras que otras naciones se han armado y en muchos casos ejercen algún tipo de tiranía que impone una férrea disciplina en su población. Nosotros, los europeos, nos hemos dedicado a cultivar la cultura, la gastronomía, la paz, después de siglos de guerras. Todo eso es sencillamente magnífico. ¿Cuál es el problema? Que todo esto nos ha debilitado, en el sentido militar y económico. Es lo que pasa cuando uno vive bien y tiene sus necesidades cubiertas: engorda, se amodorra. Y esto ocurre también en nuestra literatura, en nuestro cine. No tenemos campos de batalla. Hay pobreza, sí, pero muy poca. Y, además, quien esté desprotegido recibe ayuda estatal. De ahí que hayamos perdido un poco de vitalidad creativa. ¿Qué vamos a romper, si las cosas funcionan? Y ahora que estamos rodeados de guerras, como la de Ucrania, o la de Siria, todo eso nos ha encontrado un poco lentos de reacción, un poco torpes.
Sería algo así como el costo oculto y no deseado de la prosperidad…
Claro, pero además hay otra cosa: en la Unión Europea todo es por consenso, y eso suele llevar mucho tiempo. Es muy civilizado, porque no queremos imponer nada a nadie, pero entonces quedamos un poco desconcertados frente a atropellos como el de Rusia, por ejemplo. Ahora llega el señor Trump y dice que hay que invertir más dinero en defensa, cuando nosotros estábamos todos en paz. En lugar de invertir en cañones estábamos invirtiendo en colegios, en carreteras, pero el mundo va para otro lado…
Varios países de Europa asisten a un resurgimiento de los nacionalismos, y en Alemania hay un movimiento al que se le define como neonazi. Los populismos de uno u otro signo crecen. ¿Cómo evalúa esto?
Es, sin duda, un fenómeno general que merece ser estudiado con mucho detenimiento; no se puede despachar con unas pocas denominaciones, como fascismo, nazismo, etcétera. Creo que hay que estudiarlo a fondo para tratar de comprender por qué hay un creciente número de ciudadanos que hoy apoya estas posturas en sociedades democráticas. Creo que hay cierto cansancio con la democracia, particularmente entre los jóvenes, aunque a mí no me gusta nada arremeter contra la juventud. Pero vamos a decir que hay un sector de la sociedad que está un poco descontento con el sistema, precisamente porque perciben cierta debilidad con respecto a países como China, la India, la propia Rusia, que en algunos aspectos parecerían adelantarse. Si vemos la producción de tecnología o la expansión de los automóviles eléctricos, por ejemplo, parecería que nos estamos quedando un poco atrás. Eso, por un lado. Pero por otro, los que conocimos la dictadura creo que estamos en mejores condiciones de apreciar la democracia que aquellos que nacieron en ella, no han luchado por obtenerla y tampoco saben bien lo que supone vivir bajo la bota de un tirano.
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Muchas sociedades ven una amenaza en la inmigración y tienden a cerrarse…
Porque ese es el otro elemento que explica estos fenómenos populistas: hay una especie de reacción a la globalización. No soy especialista, pero sí un testigo de mi época. Hay un sector de la población que considera que se está cuestionando su identidad, que no ve como una renovación de su identidad el hecho de que se derriben fronteras y nos fundamos con otras naciones. Entonces hay un movimiento de reacción para cerrarse en lo que se considera genuino o puro. Y una parte cada vez mayor de la población ve que todo aquello que considera parte esencial de su identidad está en peligro ante la llegada de seres humanos de otros lugares del planeta con otro color de piel, otras religiones, otras culturas. Esto lo aprovechan los partidos populistas para aumentar su clientela. Y el hecho de que estas tendencias populistas estén presentes en casi todos los países demuestra que hay razones de fondo que debemos tratar de conocer bien. No son fenómenos aislados, sino que hay allí algo que determinará, seguramente, la política mundial del siglo XXI.
LUCIANO ROMÁN
La Nación (Argentina) – GDA
Fuente de TenemosNoticias.com: www.eltiempo.com
Publicado el: 2025-06-22 00:08:00
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