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Aires impresionistas de cambio, cuando la ‘otra pintura’ desafió a la Academia

Aires impresionistas de cambio, cuando la 'otra pintura' desafió a la Academia

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Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

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Con una libertad hasta entonces desconocida en el uso del color y la luz, el impresionismo consiguió hacerse un hueco en la historia del arte a finales del siglo XIX. Aunque en los siglos anteriores se rastrean elementos impresionistas, no es hasta el último tercio de dicho siglo cuando consigue abrirse hueco en la historia del arte. Un siglo que careció de uniformidad desde el punto de vista artístico y que vio así cómo triunfaban diversos movimientos, como la pintura clasicista, la romántica, la realista o la social. Sin embargo, fue el academicismo el que logró convivir con todas esas corrientes e imponerse a ellas hasta que llegó el impresionismo y lo ‘desbarató’ todo.

El juramento de los Horacio (1784), de Jacques-Louis David, paradigma del clasicismo. Foto: ASC.

La pintura academicista defendía el canon clasicista que imponía la Academia de Bellas Artes, creada por Luis XIV en 1648. Esa pintura academicista –que en España no se llamó así, ya que la historiografía suele catalogar a dichos pintores como neoclásicos o románticos– seguía la estela que habían marcado los modelos artísticos anteriores. Es decir, “defendía la búsqueda de la belleza ideal y, por lo general, en sus obras primaba el dibujo sobre el color”, explica Amaya Alzaga, doctora en Historia del Arte y profesora de la UNED.

Principios del Clasicismo

Eso se debe a que la carrera canónica de los pintores en Francia implicaba una formación en la Academia de Bellas Artes a imitación de la institución romana de San Lucas. Y la Academia defendía una enseñanza de los principios teóricos y las técnicas artísticas acordes con los del clasicismo y la belleza ideal. Además, estos estudios permitían a los alumnos, tras unos años de formación, presentarse al llamado Prix de Rome, una beca que les garantizaba completar su formación en Italia. Y no solo eso. Una vez que comenzaban su carrera, solían concurrir al Salón (así llamado porque las obras se exponían en el Salon Carré del Palacio del Louvre), que era el acontecimiento social del año en la ciudad. Para los artistas, la exposición del Salón era crucial, pues en aquellos tiempos apenas había marchantes (Theo van Gogh era uno de los pocos) ni galerías, y exhibir su obra allí era la única manera de darla a conocer, de establecer una reputación como artista y de llamar la atención de los mecenas de la alta burguesía, la aristocracia y el Estado.

La exposición en aquel Salón les permitía mostrar sus obras y optar a uno de los premios del jurado, lo que implicaba la compra del cuadro por parte del Estado y aparecer en las críticas artísticas de los periódicos: sobresalir. Por otra parte, entre los candidatos para el jurado del Salón solo figuraban los miembros de la Academia de Bellas Artes, los alumnos del establishment educativo de la Academia o de la Escuela de Bellas Artes y los de los talleres afiliados a ella.

El monopolio que la Academia tenía, en consecuencia, sobre las compras estatales implicaba la adaptación por parte de los artistas a los temas y el estilo del Salón. Se plegaban a la jerarquía académica imperante, en la que primaba la gran pintura de historia, que abarcaba temas propiamente históricos aunque también mitológicos y alegóricos, en detrimento del retrato, de la pintura de género, del paisaje y del bodegón, denostados.

El nacimiento de Venus (1863), Cabanel. Foto: ASC.

“Por norma general y de acuerdo con las enseñanzas de la Academia, se valoraba el dibujo, el desnudo y la pincelada apretada, para que los lienzos dieran la impresión de estar muy terminados. Se veía con buenos ojos la imitación idealizada de la naturaleza, a través del canon de la Antigüedad”, aclara Alzaga.

Naturaleza idealizada

Ello influyó en la forma de representar los paisajes. Si bien, con anterioridad al impresionismo se practicó el género del paisaje, que en el siglo XIX fue cultivado por artistas neoclásicos y románticos y por los pertenecientes a la llamada Escuela de Barbizon, “la pintura academicista, cuando apostaba por los paisajes, buscaba por encima de todo la armonía y el equilibrio de una naturaleza idealizada. De ahí que esos paisajes fuesen prácticamente literarios e interpretaciones idealizadas del mundo visible”.

Entre los pintores que destacan por haber representado ese tipo de paisajes figuran John Constable o Jean-Baptiste-Camille Corot. Ambos, que empezaron a aplicar extensas manchas de color, están considerados, según Alzaga, precursores del impresionismo.

La esclusa (1824), Constable. Foto: ASC.

No fueron exactamente paisajes impresionistas tal y como entendemos ese movimiento, ya que Corot pintó en su mayoría paisajes arcádicos, en gran parte imaginados, como poemas místicos de una Antigüedad atemporal ideal. Pero la importancia que concedió a la luz, al igual que lo habían hecho otros pintores del pasado como Rembrandt o Vermeer, sí sería adoptada después por la filosofía impresionista”, sostiene.

Encargos públicos

Esos paisajes, como el resto de obras vinculadas al academicismo, estaban respaldados por el gusto conservador de la clientela de la época. Y es que en el siglo XIX, la función primera de la pintura era ser admitida por los estamentos oficiales y adquirida por el Estado y, cómo no, contentar el gusto de una clientela burguesa cada vez más en alza que, por encima de todo mediante el arte, buscaba decorar sus acomodadas casas y demostrar su posición social. De esa forma, los artistas podían optar a encargos públicos; artistas entre los que destacaron Thomas Couture, Alexandre Cabanel, William Bouguereau y Jean-León Gérôme en Francia. En España, aunque no se habla propiamente de pintura académica o academicista, si hubiera que citar a algún representante de ese estilo serían José Aparicio y Federico de Madrazo.

Respecto a las principales obras de la pintura academicista, en esa lista deberían estar Los romanos de la decadencia (1847), de Thomas Couture; Hombre desnudo sentado (1855), de Hippolyte Flandrin; El nacimiento de Venus (1879), de William Bouguereau; El nacimiento de Venus (1863), de Alexandre Cabanel, y Pollice verso, de Gérôme. Ahora bien, pese a ser la triunfadora y el paradigma del gusto oficial durante casi todo el siglo XIX, “la pintura academicista es hoy una corriente artística denostada y prácticamente olvidada frente a los avances del naturalismo y del impresionismo. La historiografía se ha referido a este arte como arte pompier”, matiza Alzaga.

Pollice verso (1872), Jean-Léon Gérôme. Foto: ASC.

Cambios e individualismo

Por otro lado, a aquellos autores previos al impresionismo hay que sumar muchos otros que no han sido considerados propiamente academicistas. Porque el siglo XIX, desde un punto de vista artístico, fue una época en la que, además de no haber uniformidad, se sucedieron cambios a gran velocidad y triunfó el individualismo.

Todo esto explica que convivieran junto al academicismo diferentes corrientes y movimientos artísticos. Así, durante las primeras décadas del siglo, el paradigma de la pintura clasicista en Francia fue Jacques-Louis David (1748-1825). De hecho, la obra que terminó en Roma en 1784, El juramento de los Horacios, supuso el arranque de la nueva tendencia hacia el artificio, el pathos y la teatralidad en la pintura. Las figuras, modeladas como esculturas y en las que predominaba la línea, se disponían, graves y majestuosas, como en un relieve romano, bañado por una luz fría. Este cuadro supuso, en plena era de la razón, la vuelta al ideal del Renacimiento.

Romanticismo y Realismo

Además, en paralelo al clasicismo davidiano, cuyo último gran representante en Francia fue Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780- 1867), se desarrolló el movimiento romántico, cuyos máximos exponentes fueron Théodore Géricault y Eugène Delacroix, que evidencian intereses comunes con el arte de Francisco de Goya. De los tres, Delacroix fue el que puede considerarse más puramente romántico, en el sentido estricto del término, por representar escenas remotas, desde bíblicas hasta mitológicas pasando por orientalistas, y por permitir un claro triunfo del color sobre el dibujo.

La variedad artística del siglo XIX no acaba aquí. Y es que a mediados de siglo irrumpió con fuerza una personalidad fundamental, Gustave Courbet (1819-1877), considerado cabeza y máximo exponente del realismo. Su obra, calificada desde un principio como un canto a la fealdad y ajena a la belleza canónica, perseguía una meta social en el arte en línea con los postulados anarquistas y socialistas de su amigo el filósofo Pierre-Joseph Proudhon. “Su rechazo a acometer temas históricos y su afán por plasmar el presente le hicieron abordar escenas cotidianas, como funerales o el trabajo de los picapedreros, en un formato monumental, tradicionalmente otorgado a las grandes gestas heroicas”, explica Alzaga.

El taller del pintor (1855), de Courbet, ilustra cómo se realizaban antes los cuadros: en interiores con modelos. Foto: ASC.

Rechazado en 1855 por parte del jurado de la Exposición Internacional de París, Courbet inauguró un pabellón en el que, con el título de Pabellón del Realismo, expuso 43 de sus obras. “Aquel pabellón defendió como si de un manifiesto se tratase sus postulados pictóricos: el realismo entendido como la materialidad de los objetos visibles, pintados a una escala mayor y con una gama de colores saturada que les concedía un significado religioso, heredero lejano de la pintura de Rembrandt y del Siglo de Oro español”. Su influencia resultará más o menos patente en la pintura de algunos impresionistas como Manet y Cézanne.

A estos movimientos hay que unir también la pintura social. Y, probablemente, las figuras más sobresalientes sean Honoré Daumier, creador de un imaginario de personajes comparable al de Pieter Brueghel o Francisco de Goya, de tintes satíricos, y Gustave Doré.

Vagón de tercera clase (1862-1864), de Honoré Daumier, pintor social y caricaturista que pudo influir en la primera etapa de Monet. Foto: ASC.

Las reglas de todas estas corrientes artísticas fueron sacudidas, y no poco precisamente, por el impresionismo, para el que la representación de la realidad solo era viable a través de una atmósfera inundada de luz.

La antesala del Impresionismo

Ahora bien, el antecesor más inmediato del impresionismo fue, según recuerda la historiadora, Édouard Manet (1832-1883). Aunque no puede ser considerado un impresionista en sentido estricto, su cuadro El almuerzo sobre la hierba, expuesto en el Salón de los Rechazados en 1863 y blanco de todas las burlas para los espectadores burgueses, a la postre revolucionó el arte y resultó ser de gran influencia para los impresionistas

Almuerzo en la hierba, de Édouard Manet (1863), que causó una gran indignación en el Salón de 1863. Foto: Getty.

Sure Roe, autora de Vida privada de los impresionistas, describe cómo surgió el cuadro. Dolido por la reacción negativa del jurado del Salón a su Bebedor de absenta, “un domingo por la tarde del verano de 1862 (…), Manet iba paseando junto al río en compañía de Antonin Proust y se fijó en un grupo de mujeres que se estaban bañando. ‘O sea’, masculló, ‘que preferirían que yo les pintara un desnudo, ¿no? Pues muy bien, les pintaré un desnudo. (…) Lo voy a pintar otra vez [ya había copiado el Concierto campestre atribuido, primero, a Giorgione y ahora a Tiziano], con un ambiente transparente, como esas mujeres de ahí. Supongo que luego me harán picadillo. Me dirán que ahora estoy copiando a los italianos en vez de a los españoles. Pues bueno, que digan lo que quieran’”. El resultado fue el bello y enigmático El almuerzo sobre la hierba. Todo un revulsivo para las miradas y conciencias de la época.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-05-31 04:54:33
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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