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Así eran los pueblos bárbaros que provocaron la caída del Imperio Romano

Así eran los pueblos bárbaros que provocaron la caída del Imperio Romano

El barritus, ensordecedor y desafiante, era una constante en las pesadillas de cualquier legionario romano. Comenzaba como un murmullo imperceptible e iba ganando intensidad hasta que se materializaba en un rugido aterrador, capaz de vencer la resistencia mental de los soldados más curtidos. Se trataba, en efecto, del característico grito de guerra germánico, tan eficaz como arma psicológica, que a partir del siglo IV los romanos decidieron “importar” y hacer suyo. Para entonces, hacía siglos que las hordas germánicas causaban estragos en las fronteras del Rin y el Danubio.

La batalla de Teutoburgo acabó con la masacre de tres legiones de Augusto a manos de los fieros queruscos de Arminio (cuadro de Otto A. Koch). Foto: AGE.

Fue Julio César quien, de un modo un tanto arbitrario, bautizó como galos a los bárbaros residentes al oeste del Rin y como germanos a los que habitaban más allá de su orilla oriental; y sería su sucesor, Augusto, quien hubiese de claudicar ante la feroz rebeldía germana, renunciando a la anexión de aquellos territorios tras la masacre del bosque de Teutoburgo, en el año 9, en la que los queruscos, al mando de Arminio, aniquilaron por completo hasta a tres legiones. En realidad, la frontera renano-danubiana nunca se mantuvo estática. Las incursiones romanas más allá del curso de ambos ríos en dirección al Elba –frontera de la Germania romana con la que soñó Augusto– fueron constantes en los siglos posteriores.

Los germanos eran, sin duda, un enemigo temible, pero más allá de las subjetivas percepciones de los romanos estas tribus nunca tuvieron conciencia de pertenecer a un mismo pueblo o grupo étnico. Algunas de ellas estaban interconectadas a través de vínculos de parentesco, compartían cultos y hablaban lenguas con raíces comunes –aunque en cualquier caso distintas entre sí–, pero más allá de eso jamás existió una “germanidad” sino desde el punto de vista de los cronistas del bando enemigo

En un primer momento, la economía de estos pueblos giraba alrededor del ganado. Los asentamientos eran en su mayoría fugaces y quedaban abandonados con relativa rapidez en función de un modelo de vida un tanto nómada (si bien la arqueología ha documentado algunas aldeas que permanecieron habitadas ininterrumpidamente durante varios siglos). Se erigían en torno a las tradicionales viviendas de madera rectangulares, en un tipo de hábitat bastante disperso en el que prevalecían los asentamientos pequeños y las granjas autosuficientes y aisladas entre sí.

Las diversas tribus germánicas tendieron al nomadismo y tuvieron asentamientos más bien fugaces (en torno a viviendas de madera rectangulares, como la de la ilustración de arriba). Foto: Album.

Una escala social definida

La estructura social de estos grupos era bastante similar y, si bien algunos de ellos tenían reyes en el sentido más tradicional del término, lo habitual era encontrar en la cúspide de la escala un jefe elegido de entre las filas de las familias aristocráticas, cuyo poder venía determinado por su capacidad para reunir en torno a sí y mantener el mayor número posible de seguidores, de guerreros a su cargo, formando un comitatus. Estos séquitos podían llegar a reunir a varias decenas de hombres dispuestos a morir por su líder a cambio de botín y protección, y ocasionalmente a respaldar a un caudillo de carisma excepcional capaz de imponer su autoridad y prestigio en toda la tribu; e incluso, excepcionalmente, de extenderla hasta el punto de ser reconocida por diversas tribus.

Con la aparición de los romanos en la frontera, llegaron importantes novedades. Muchos civiles germanos prosperaron gracias al comercio, vendiendo sus excedentes de grano o carne, además de esclavos –generalmente, prisioneros de tribus enemigas–, a cambio de bienes de lujo como ámbar, pieles, joyería o armas, lo que inevitablemente provocó durante el Bajo Imperio una estratificación social cada vez más y más marcada, palpable en una brecha muy sustancial entre los más pudientes y los más pobres.

Ilustración de guerreros germánicos. Foto: Album.

Preponderancia de godos y francos

A partir del siglo III, fue haciéndose cada vez más frecuente la formación de grandes confederaciones de tribus que serían las grandes protagonistas en el período de las grandes migraciones. Ubicados en los territorios situados al este del Rin y al norte del Danubio, estos nuevos conglomerados de pueblos habrían de convertirse en uno de los grandes antagonistas de un Imperio Romano en horas bajas. Burgundios, vándalos y muy especialmente godos y francos tomaron posiciones y entraron en la Historia de Europa para cambiarla a sangre y fuego. 

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José Luis Hernández Garvi

Los godos, cuya procedencia es aún hoy un misterio (es probable que fueran oriundos de Escandinavia), abandonaron sus ritos paganos a mediados del siglo IV para convertirse al cristianismo. El avance de los hunos desde Oriente los empujó cada vez más a la frontera con Roma, con quien mantuvieron una relación ambigua, saqueando ciudades pero a la vez nutriendo las filas del ejército con sus hombres en edad de combatir. En el año 378 propinaron una severísima derrota al Imperio en la batalla de Adrianópolis, cobrándose incluso la vida del emperador Valente. Poco después emergería la prominente figura de Alarico, que lideró a los godos en una guerra sin cuartel contra las dos mitades del Imperio, cuyo clímax fue el saqueo de Roma en 410 antes de que, definitivamente, la confederación se escindiera en dos mitades que habrían de escribir su propia Historia: ostrogodos y visigodos

Alarico I, rey de los visigodos, entrando en Roma en agosto de 410 (grabado). Foto: Alamy.

Víctimas también del rodillo huno fueron los francos, conglomerado formado por tribus del área situada entre el Rin y el río Weser. La debilidad de Roma en el norte de la Galia fue la semilla sobre la que floreció el éxito y consolidación de esta confederación que, al igual que los godos, combatía a los romanos a la vez que nutría las filas de su ejército, hasta convertirse en los primeros proveedores de hombres en armas de todo el Imperio. Gracias a Childerico y a su hijo Clovis I, los francos cuajaron como una realidad política y militar enormemente sólida, poniendo los cimientos de la dinastía merovingia que habría de cuajar como espina dorsal de un gran Estado tras la caída de Roma.

La amenaza oriental

Mucho más estridente, si cabe, que la amenaza germana fue la atronadora irrupción en escena de los hunos, espoleados por el carisma y la excepcional capacidad de liderazgo de Atila, azote de Roma por excelencia. Provenientes de algún remoto e indeterminado lugar de las estepas asiáticas, estos excepcionales jinetes de ojos rasgados y extraordinaria pericia con el arco representan la imagen del bárbaro por antonomasia. No en vano, muchos historiadores sostienen que fue el desplazamiento de los hunos hacia el oeste –por causas, por otro lado, enteramente desconocidas– el auténtico y único leitmotiv de las invasiones bárbaras. En cualquier caso, y aunque algunos autores los han relacionado con los xiongnu, una tribu nómada que causó estragos en las fronteras del Imperio chino desde el siglo III a.C., no existe testimonio alguno en primera persona acerca de los orígenes de este misterioso pueblo ni de su Historia o su cultura.

Para muchos, los hunos representan la imagen del bárbaro por antonomasia. Arriba, su más carismático caudillo arrasando Italia en un óleo de Delacroix (1798-1863). Foto: Album.

Sólo contamos, naturalmente, con las fuentes romanas, enormemente hostiles hacia Atila y los suyos fundamentalmente por prejuicios xenófobos. Es altamente probable que nada más que la perspectiva de suculentos botines en las fronteras del Imperio Romano impulsara estos movimientos migratorios en dirección a Occidente que, en sí mismos, debieron provocar cambios sustanciales en la rudimentaria organización política y social de estas tribus. Los hunos aprendían el arte de montar a caballo y el manejo del arco compuesto desde muy niños. Aunque sus tácticas de combate de feroz ataque y retirada sorprendían a los romanos, lo cierto es que el Imperio estaba más que habituado a guerrear con sármatas, alamanes y otros guerreros esteparios. Durante la mayor parte del año los hunos, como buenos nómadas, se dispersaban en pequeños grupos formados por varias familias autosuficientes en busca de pastos. La migración hacia el este, así como el ejemplo de otras grandes confederaciones de bárbaros como los godos, modificó probablemente este modelo de vida, que evolucionó dando lugar a un conglomerado mucho más grande de tribus unidas bajo el liderazgo de un líder fuerte y carismático, generando un modelo de sociedad más complejo.

Hunos, brutalidad sin límites

De cualquier manera, las fuentes romanas enfatizan la fealdad tan característica de estos nómadas y su brutalidad sin límites, perfilándolos como seres infrahumanos, perfectos salvajes. Más allá del estereotipo racial, sabemos que los hunos tenían un aspecto singular resultante de la costumbre, referida por Amiano Marcelino, de deformar los cráneos alargándolos artificialmente, lo que, a ojos de los romanos, les confería un aspecto terrorífico. Las conquistas de este pueblo de indómitos guerreros, no obstante, fueron fugaces. Tenían la fuerza para conquistar, pero no la estructura para conservar esas conquistas, y con la muerte de su gran líder Atila la confederación comenzó su inexorable desintegración.

Un desafío muy diferente era el que proponían los persas sasánidas en Asia Menor. A diferencia de los hunos –un conglomerado de pueblos nómadas unidos por vínculos muy frágiles–, el persa era un Estado fuerte, agresivo y muy consolidado, capaz de tratar con Roma de tú a tú. Durante siglos los partos habían sido el gran enemigo de Roma, que había sufrido costosas y humillantes derrotas como la de Carras en 53 a.C., que supuso la aniquilación del ejército de Marco Licinio Craso; pero una nueva era comenzó en 224 con la caída del último rey parto, Artabano V. Fue Ardashir I, un noble de origen persa, quien aprovechó el vacío de poder para poner fin a la dinastía arsácida y ocupar el trono, devolviendo a los persas al vértice de la Historia de Próximo Oriente.

Ardashir I reinó desde 226 a 242 e inició la poderosa dinastía sasánida, que trajo de cabeza al Imperio Romano en Oriente. Arriba, el emperador según un cuadro mongol del siglo XIV. Foto: Getty.

El sólido Estado de los sasánidas

En las décadas y siglos sucesivos los persas sasánidas se revelaron como un enemigo terrible para las armas romanas, mucho más consistente que los partos, frecuentemente inmersos en trifulcas sucesorias internas. Fue durante los reinados de Sapor I y, muy especialmente, Sapor II el Grande (el único rey de la Historia, dicen las crónicas, coronado antes de nacer) cuando los sasánidas vivieron su época de mayor esplendor, ganando el pulso a Roma en la pelea sin cuartel por el control de Mesopotamia. 

El sasánida era un Estado fuertemente centralizado en el que la administración estaba en manos de la Corte y la nobleza sometida a la autoridad del monarca, el rey de reyes. Esa enorme solidez estructural y la talla política y militar de algunos de sus reyes hicieron de este formidable oponente oriental, de estos bárbaros tan civilizados, la peor pesadilla del Imperio Romano y, sin duda, su mayor reto militar. Se trataba de un Estado de base feudal, con el monarca en la cúspide de la pirámide escoltado por la aristocracia, especialmente por los líderes de los siete grandes clanes que proporcionaban las tropas necesarias para la guerra. 

Mientras, en una economía basada fundamentalmente en la agricultura, los campesinos vivían reducidos a la servidumbre, sobreviviendo en condiciones muy precarias en un Imperio que supo enriquecerse gracias a su posición estratégica en la encrucijada de numerosas rutas comerciales. Seda, cristal, ámbar o especias llegaban a Persia desde Oriente, eran manufacturadas en talleres en Susa o Shushtar y distribuidas posteriormente en Occidente, generando ingentes beneficios. La dinastía sasánida se mantuvo en pie hasta mediados del siglo VII, cuando fue borrada definitivamente de la Historia por los invasores árabes.

Los bárbaros de las islas

Las islas Británicas ya fueron una poderosa tentación para Julio César tras su exitosa invasión de la Galia, pero siguieron siendo Terra Incognita para los romanos hasta que en el año 43 las legiones cruzaron el Canal de la Mancha para conquistar definitivamente aquellas tierras y convertirlas en parte del Imperio. No fue un paseo militar, y durante décadas los britanos ofrecieron aguerrida resistencia, muy especialmente bajo el liderazgo de la reina icena Boudica, que lideró la fallida rebelión del 60-61 contra los invasores. 

Boudica –estatua sobre el puente de Westminster– lideró a esta tribu de britanos en una rebelión contra el Imperio Romano en el año 60-61. Foto: Alamy.

En el año 122 la frontera entre la Britania romana y la indomable Caledonia, tierra de bárbaros irreductibles, quedó fijada en el Muro de Adriano y, si bien la asimilación de los britanos al sur del Muro fue relativamente exitosa, los pictos, dueños y señores del norte, fueron siempre un obstáculo insalvable para las legiones. Así llamados por las características pinturas que cubrían su cuerpo, son mencionados como tales por vez primera por Eumenio en el año 297 y, como sucede con otros pueblos bárbaros, es muy poco lo que sabemos sobre su civilización y cultura. Los pictos eran, de hecho, una heterogénea confederación de las tribus que habitaban la remota Caledonia.

Sabemos que eran fundamentalmente granjeros y que se dedicaban a la agricultura y, sobre todo, a la ganadería trashumante. Los animales domésticos eran, en efecto, uno de los elementos cruciales de su forma de vida y economía, y se sabe que eran habituales consumidores de leche. Durante siglos se dedicaron a la piratería, trayendo de cabeza a los habitantes de las ciudades portuarias de la Britania romana. Eran además magníficos artesanos, si bien el elemento más característico de su civilización llegado hasta nosotros son las célebres estelas pictas, la mayoría de ellas posteriores al siglo V, una vez que los romanos habían abandonado las islas y ya había tenido lugar la conversión de las tribus caledonias al cristianismo. A comienzos de dicho siglo las legiones abandonaron definitivamente las islas en pleno derrumbe del Imperio, en dirección a otros frentes estratégicamente más importantes. El vacío de poder fue cubierto por reyes britanos locales como Vortigern, que ante la amenazante agresividad de los pictos desde el norte decidió mirar al continente para pedir ayuda a mercenarios germánicos, fundamentalmente sajones (procedentes de Germania), jutos y anglos (oriundos de Escandinavia).

Las estelas ricamente ornamentadas son el elemento más característico que nos ha quedado de los pictos (en la imagen, una de las de Aberlemno, en Escocia). Foto: Alamy.

De los pictos a los sajones

Los sajones eran viejos conocidos en las islas. No en vano las autoridades romanas se habían visto obligadas a construir una tupida red de fortificaciones (la llamada Costa Sajona) a ambos lados del Canal de la Mancha para contener sus constantes incursiones piráticas. Lo cierto es que llegaron como bandas dispersas de guerreros para combatir a los pictos, pero pronto decidieron quedarse definitivamente. Más allá de alguna oscura y dudosa cita de Heródoto o Ptolomeo, la primera referencia histórica a los sajones data de 356, en referencia a sus frecuentes saqueos costeros, y en 441 son ya citados como conquistadores de Britania. 

Según las crónicas, estos bárbaros de origen germánico no tenían reyes, solamente earldormen, que ejercían el liderazgo en tiempo de guerra pero que en tiempo de paz tenían el mismo poder/autoridad que un aristócrata cualquiera, a pesar de lo cual constituían una sociedad altamente estratificada y dividida en tres castas: los nobles, los ingenui y los siervos. Por lo demás, sus costumbres y forma de vida diferían poco de las de otras tribus y etnias germánicas: no en vano, sabemos que mantuvieron parte de sus tradiciones religiosas paganas originales cuando se instalaron en Britania, ya que el culto a deidades germánicas como Woden o Tiw está documentado en algunas zonas a finales del siglo V. Los sajones, en efecto, acabaron desplazando a pictos y britanos de la escena político-militar en las islas, consolidando plenamente la conquista y sentando los cimientos de los cuatro grandes reinos sajones que estaban por nacer en el siglo VI, germen de Inglaterra: Essex, Sussex, Wessex y Middlesex.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-06-10 05:18:02
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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