Benito Mussolini (1883-1945) tenía un sueño: convertirse en un Augusto moderno y hacer renacer el poder del Imperio Romano. En un principio, Hitler lo admiraba, pero la admiración no era mutua. Parecían amigos, pero la realidad era muy distinta, al menos en 1934. Ese año, un comando nazi asesinó a un aliado de Mussolini, el canciller austríaco Engelbert Dollfuss, representante de la ideología católica conservadora. El fascista italiano se tomó el magnicidio como un engaño y un ataque directo a su persona, así que envió cuatro divisiones a la frontera italoaustríaca.
Si hasta entonces el alemán no era santo de su devoción, ahora ya no se fiaba de él. En público lo llamaba “genio”, pero en privado “loco peligroso”. Y empezó a hacer ruido de sables implantando el servicio militar obligatorio para todos los italianos de 8 a 30 años, llamando a los alemanes “bárbaros” y asegurando a británicos y franceses que estaba de su parte. El recelo de Europa hacia Alemania fue su ocasión para intentar añadir otro país al imperio colonial italiano. En 1935 invadió Etiopía, que sumaba así a las colonias de Eritrea y Somalia. Con esta conquista arruinó el país y lo debilitó militarmente, pero la vendió como un gran éxito, ganó popularidad y se autoconvenció de ser un magnífico líder militar autosuficiente
. Aun así, cuando en septiembre de 1937 el Führer lo invitó a Alemania, empezó a temerle, pues contaba con un ejército más poderoso. Ese año verbalizó que apoyaría a Alemania “hasta las últimas consecuencias”, pero aún no se había firmado una alianza definitiva. Y Hitler vio que no tenía prisa por unirse a él en su siguiente paso para engrandecer el Reich: Checoslovaquia.
El Duce sabía que Hitler quería invadir Polonia y que no podía seguir haciéndose de rogar. Por eso, en mayo de 1939 firmó el Pacto de Acero, que sentaba las bases de un futuro apoyo mutuo en caso de guerra. Solo tres meses después, Hitler firmó un pacto de no agresión con la URSS. Aquel fue un duro golpe para Mussolini, que había forjado su régimen con la promesa de aplastar al comunismo. El Führer ya estaba en condiciones de invadir Polonia, pero el Duce le comentó que prefería retrasar la guerra algunos años. Seguramente el mayor error militar de Mussolini fue creer que Hitler no empezaría la contienda hasta que Italia estuviera preparada. Pecó de ingenuo y pagaría las consecuencias.

El 1 de septiembre, los nazis invadían Polonia y el líder fascista ya podía demostrar el supuesto poderío de Italia. Parecían no preocuparle los aliados, a quienes infravaloraba en público. Calificó a Gran Bretaña de “poder decadente” y aseguró poder hundir su flota en un cuarto de hora. Ni siquiera temía a Estados Unidos, según él incapaz de transformar su economía en una economía bélica. Por supuesto, estaba totalmente equivocado, pues el país que no estaba realmente preparado era Italia, bastante débil y bastante pobre. Aunque hacía tiempo que tenía claro que participaría en la contienda del lado germano, no se lo comunicó a su Ejército hasta principios de abril de 1940, y el 10 de junio de ese año declaró formalmente la guerra al Reino Unido y Francia.
Los Alpes: la primera intervención
Ese mismo mes de junio se evidenció por primera vez la falta de preparación de su Ejército en la batalla de los Alpes. Mussolini estaba convencido de que, con Francia fuera de combate, Gran Bretaña aguantaría solo unos meses. Ansiaba protagonismo, aprovechar la oportunidad antes de que los británicos se rindieran ante los nazis, así que decidió atacar al país galo, incluso contra la opinión del jefe del Estado Mayor, el mariscal Pietro Badoglio, que quería evitar una lucha contra Francia. Y es que los soldados no estaban preparados para el combate; ni odiaban al enemigo, ni sabían qué guerra les esperaba y, lo más importante, tampoco estaban adecuadamente adiestrados.

Aun así, Mussolini hizo oídos sordos y, una semana antes de que Francia firmara el armisticio, desplegó un ataque a gran escala en el frente alpino y unos 86.000 hombres del Regio Esercito cruzaron la frontera. Su objetivo último era terminar con el dominio anglofrancés en el norte de África en favor de Italia y expandir las conquistas italianas hacia los Balcanes –zona de influencia tradicionalmente italiana–, pero se topó con la fiera resistencia de los franceses, que desesperados ante la inminente capitulación combatieron mejor que contra los alemanes.
Pese a pequeños logros como la conquista del puerto de Mentón, a nivel territorial apenas logró nada. En realidad, la derrota francesa fue posible porque el país ya estaba prácticamente ocupado por las tropas alemanas, así que se vio obligado a pedir la paz con Italia. El estreno de Italia en el conflicto había dejado mucho que desear, pero con sus siguientes acciones continuaría evidenciando sus limitaciones.

Mussolini anhelaba ser el hombre que ganara la guerra y todo apuntaba a que lo creía posible. Así lo prueba que en octubre de 1940, en una acción incomprensible, sin que nadie lo esperara y sin ni siquiera poner a Hitler sobre aviso, ordenase atacar Grecia. Tan unipersonal fue la decisión que hasta el jefe de su Estado Mayor se enteró de la invasión por radio. Con ella pretendía recuperar el honor perdido en los Alpes, reducir la presencia inglesa en el Mediterráneo y contrarrestar la influencia alemana en los Balcanes. Es evidente que infravaloró a las tropas helenas, que humillaron a las italianas haciéndoles retroceder hasta Albania en solo un mes.
La batalla por el Mediterráneo contaba con dos actores principales: la Regia Marina, con potentes y modernas unidades de superficie y destacables submarinos, y la Royal Navy, con sus fuerzas divididas por todos los mares. Pese a todo, los británicos tomaron la iniciativa conscientes de sus ventajas: conocían en parte los planes del Eje, contaban con muchas más reservas de combustible que los italianos y sus buques tenían radar, especialmente importante en los combates nocturnos. Pero su mayor baza era que, a diferencia de los italianos, poseían aviación naval y suficiente coordinación con la aviación en tierra. En este contexto, en noviembre de 1940 atacaron de noche a la flota italiana anclada en la base de Tarento. Y a finales de marzo de 1941, lo hicieron de nuevo en otro enfrentamiento nocturno que marcaría un punto de inflexión: la batalla del cabo Matapán, al sur de la península del Peloponeso.
Bajo las órdenes del almirante Andrew Browne Cunningham, la acción combinada de la aviación y de la Royal Navy dio la victoria a los británicos. La Marina italiana quedó seriamente dañada y aún hoy se discuten las polémicas órdenes dadas por su líder, el almirante Angelo Iachino. Dicha tragedia naval fue de tal magnitud que supuso el fin de la hegemonía italiana en el Mediterráneo. Desde entonces se vería obligada a una actitud meramente defensiva, mientras la flota británica se convertía en dueña y señora del Mare Nostrum.
Estaba claro que los italianos no podían con los griegos, así que en abril de 1941 Hitler envió fuerzas al archipiélago para sacar a Mussolini del apuro. Dos semanas bastaron a los alemanes para imponerse y arreglar la “chapuza” que Italia había empezado.

Problemas en la logística italiana
Tras la derrota en Grecia, Mussolini creyó que su presencia en la URSS fortalecería su posición, así que cuando Alemania llevó a cabo la Operación Barbarroja, en junio de 1941, declaró hostilidades a Moscú y mandó allí a la Armata Italiana in Russia (ARMIR). Sus 62.000 soldados, mal equipados y con serios problemas logísticos, fueron derrotados en Stalingrado y otros enclaves.
Con su acción en el Frente Oriental, aparte de cosechar otro fracaso, los italianos dividieron las escasas fuerzas de las que disponían para resistir en el norte de África, donde hubieron de ser nuevamente rescatados. Hitler había enviado al mariscal Rommel para sustituir a Mussolini y en poco tiempo el Eje volvió a conquistar Libia e hizo retroceder a los británicos hasta Egipto.
Pese a su ya delicada salud, Mussolini seguía empeñado en engrandecer sus posesiones en el norte de África, donde confluían intereses diversos. Los alemanes buscaban dominar la zona y cortar la línea de abastecimientos de las tropas británicas en el Canal de Suez, mientras que los aliados necesitaban desesperados una victoria significativa. Y la encontraron en la batalla de El Alamein, librada entre octubre y noviembre de 1942. Trípoli cayó en manos británicas y para la primavera de 1943 ya era evidente que Italia había perdido todo su Imperio colonial salvo una débil cabeza de puente en Túnez.

Cambio de bando
El verano de ese año hubo otro encuentro entre Hitler y Mussolini en el que este último aseguró que el fascismo estaba a punto de terminar porque “nadie podría llevar la antorcha tras su muerte”. Estar ya muy debilitado no le impidió mostrarse extrañamente tranquilo cuando, el 10 de julio, los aliados invadieron Sicilia. Probablemente, fue él el más sorprendido cuando cayeron las primeras bombas sobre Roma.
Con Italia en ruinas, en un intento de frenar la destrucción, el Gran Consejo Fascista acordó sustituir y arrestar a Mussolini. El 25 de julio, el rey Víctor Manuel III le comunicó que la guerra estaba perdida y que Badoglio sería nombrado primer ministro.
Liberación de Italia
Fue él quien el 8 de septiembre firmó un armisticio. Sin embargo, lejos de acabarse, la guerra parecía empezar con la ocupación alemana de Italia. Los nazis controlaban la zona norte y central, y Badoglio, apoyado por los aliados y acuartelado en el sur, declaró la guerra a los alemanes. El hasta hacía poco todopoderoso Mussolini se había convertido en prisionero en su propio país.
Sabía que su única esperanza era Hitler, quien lo liberó y creó para él, el 18 de septiembre de 1943, un Estado llamado República Socialista Italiana o República de Saló. En ese instante pasaron a existir dos Italias: la del rey en el sur, que colaboraba con los aliados, y la de Mussolini, controlada por los nazis, en el norte. Pero aquel era un gobierno títere, el último acto de servidumbre ante Alemania que equivalía a estar en manos del Führer hasta el final. Y algo aún peor, someter a los italianos a males mayores.

Los alemanes no tuvieron escrúpulos a la hora de invadir el país de sus antiguos aliados. Desconcertada por lo que ocurría, la población echó toda la culpa a Mussolini y los partisanos lucharon por la liberación, tanto contra los alemanes como contra los leales al fascismo. Durante dieciocho meses, Italia estuvo sumida en una guerra civil. El 15 de febrero de 1944, los norteamericanos lanzaran casi seiscientas toneladas de explosivos sobre una antigua abadía de Monte Cassino, centro de operaciones de la defensa alemana. Por fin los aliados pudieron abrirse paso y avanzar hacia la capital.
Tras el desembarco de Normandía, los nazis se batieron en retirada y Roma pasó a manos aliadas. Empezaba a olerse la victoria. Mussolini, escondido en el lago de Garda, era apenas una sombra de lo que había sido tras veinte años gobernando Italia. Mientras el 18 abril de 1945 los aliados entraban en Polonia, él huía hacia Milán. Tenía esperanzas de cruzar la frontera austríaca, pero los partisanos lo encontraron y el 28 de abril fue ejecutado junto a su amante y tres ayudantes. Veinticuatro horas después, Hitler se suicidaba en Berlín.

El Duce había llevado a Italia a una guerra en contra de su voluntad, enviando a cientos de miles de soldados a una muerte segura. Tal vez, como señaló el periodista y escritor Indro Montanelli, todo se resume en que “los italianos no querían esta guerra. Nunca han sido grandes soldados porque no ha habido una tradición militar”.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-11-20 11:13:00
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