El 16 de enero de 1979, Mohammad Reza Pahlaví, sah de Irán, en el trono desde hacía cuarenta años, abandonó el país con su familia para tomarse “unas vacaciones”. No era la primera vez que huía, pero en esta ocasión las potencias occidentales no solo no hicieron nada por mantenerlo en el poder, sino que se negaron a acogerlo en sus territorios, por lo que Pahlaví se vio obligado a vagar como un paria por el mundo en busca de un lugar en el que poder tratarse el cáncer que le estaba consumiendo.
Solo un año antes, en una visita a Teherán, el presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, le había dedicado un encendido elogio: “Debido al gran liderazgo del sah, Irán es una isla de estabilidad en una de las áreas más conflictivas del mundo”. ¿Qué había ocurrido entre esas dos fechas? Irán había pasado de ser el gran aliado y socio de Occidente en la zona a convertirse en un polvorín ante el que nadie sabía cómo actuar y que dio lugar a un fenómeno completamente nuevo: la revolución islámica.

La “isla de estabilidad” bendecida por Carter resultó no ser tal, sino una dictadura férrea, megalómana y sangrienta. Irán era por entonces uno de los principales productores mundiales de petróleo, pero esto nunca se utilizó para conseguir el bienestar de la población, que sufría escandalosas desigualdades, sino para convertir a Irán en un fabuloso comprador de armas a Estados Unidos y crear una superpotencia militar capaz de hacer frente a sus vecinos, en particular Irak.
El país, por otra parte, se había occidentalizado a pasos acelerados en unas pocas décadas, tanto durante el reinado del padre del sah, que –por poner un ejemplo– prohibió el velo islámico y obligó a los hombres a afeitarse la barba, como a partir de la llamada Revolución Blanca (1963), una modernización impuesta a la fuerza que, si bien introdujo cambios como la emancipación de la mujer y la contención del autoritarismo de los clérigos chiíes, provocaba un enorme malestar en grandes capas de una sociedad muy tradicional y profundamente religiosa.

Lo que la occidentalización no trajo, sin embargo, fue democracia. Reza Pahlaví gobernaba como un monarca absoluto apoyado en el ejército y los ubicuos servicios de seguridad del Savak, que recurrían de forma habitual a detenciones, asesinatos y torturas. A comienzos de 1978, la decepción por la falta de apertura política del régimen y la persistencia de la injusticia social, junto al malestar de los sectores islámicos, crearon el caldo de cultivo para que sectores completamente distintos se unieran en la oposición al sah.
Un régimen que se tambaleaba
El hombre que supo canalizar todo ese descontento fue un anciano y austero clérigo iraní, prácticamente desconocido en Occidente, que llevaba catorce años exiliado en Irak (según se decía, alimentándose solo de yogur, ajos y cebollas): el ayatolá Ruhollah Jomeini. Jomeini había sido expulsado en 1964 por su irreductible oposición a la modernización de Irán y nunca había dejado de fustigar al régimen desde el país vecino.

La chispa que encendió la insurrección fue un artículo periodístico publicado en enero del 78 en el que se le calumniaba y ofendía gravemente (se le acusaba de estar a sueldo de los británicos y se sugería que era homosexual). Esto provocó una súbita espiral de violencia: hubo una primera protesta que acabó con varios muertos y fue seguida de otras que se saldaron con nuevas víctimas.
Así se inició un círculo vicioso de disturbios, huelgas y muertes que continuó durante meses hasta llegar a los gravísimos incidentes de finales del verano del 78: el incendio provocado del Cinema Rex –477 muertos, autoría desconocida– y el Viernes Negro (8 de septiembre), en el que la represión policial dejó un número de víctimas que aún hoy se discute (entre 88 y varios cientos).
A estas alturas, el régimen se tambaleaba y el sah se movía contradictoriamente entre la represión –brutal, pero no tanto como pretendían los halcones de su gobierno– y gestos tales como la arbitraria detención de algunos de sus más leales partidarios (e igual de contradictorios eran los consejos –o instrucciones– que le llegaban de la Administración americana).
El enigma Jomeini
En octubre, el ayatolá Jomeini fue expulsado de Irak –Sadam Husein le ofreció al sah matarlo, pero este se negó para no hacer de él un mártir– y se instaló en una localidad cercana a París, donde se convirtió en la cabeza visible de la insurrección ante el mundo entero. Nadie sabía, por entonces, qué pretendía realmente aquel hombre; según algunos, implantar una verdadera democracia en Irán; para los más pesimistas –y clarividentes–, imponer un retroceso de 1.000 años y devolver el país a la Edad Media.

A finales de 1978, la presión llegó a ser tal que, en un mensaje televisado en noviembre, el sah hizo acto de contrición, aseguró que abrazaba la revolución iraní y prometió enmendar los errores del pasado. Poco después, nombró un nuevo primer ministro, Shapur Bajtiar, un moderado proveniente de la oposición. Pero para todo esto ya era tarde y, en enero, abandonado por sus antiguos aliados occidentales, que consideraban su caída inevitable y no veían con especial preocupación a Jomeini porque pensaban que nunca se inclinaría del lado soviético, Reza Pahlaví partió hacia el exilio.
Fue entonces cuando Jomeini decidió regresar. Se hizo acompañar de 200 periodistas para garantizar que el avión no sería derribado y el 1 de febrero aterrizó en Teherán, donde fue recibido por cinco millones de personas en estado de éxtasis (se decía que su imagen se había aparecido en la Luna y le aclamaban como a un mesías); tal era el fervor, que en el trayecto desde el aeropuerto tuvo que ser rescatado por un helicóptero.

Entretanto, Bajtiar había tomado una serie de medidas democratizadoras: disolución del Savak, liberación de presos políticos, orden al ejército de permitir las manifestaciones, promesa de elecciones libres, ofrecimiento a los revolucionarios de formar un gobierno de unidad nacional… Además, había invitado cordialmente a Jomeini a volver al país. La respuesta de este no pudo ser menos conciliadora: declaró que “le echarían a patadas” y, haciendo uso de la autoridad que le confería ser descendiente del profeta Mahoma, nombró su propio gobierno, encabezado por Mehdí Bazargán –también un demócrata moderado, profundamente religioso–. A los iraníes les ordenó obedecer a Bazargán so pena de incurrir en blasfemia.
Siguieron diez días de duros enfrentamientos entre ambas partes. Bajtiar fue quedándose sin apoyos hasta que perdió el fundamental del ejército, que se declaró “neutral” –lo que implicaba entregarle el poder a Jomeini–, y tuvo que huir bajo una lluvia de balas. Salió de Irán disfrazado y se refugió en París, donde en 1991 sería asesinado por agentes iraníes.
Conquista del poder
A lo largo de 1979, Jomeini fue tejiendo la red de cuerpos e instituciones que sostendrían su poder absoluto. Ya antes de su regreso, en enero, se había creado en París el Consejo de la Revolución Islámica, verdadero centro de decisión que actuaba por encima del primer ministro de turno (Bazargán, en este caso). En febrero se instauraron los Tribunales Revolucionarios Islámicos, que emitieron sentencias de muerte, ejecutadas sin contemplaciones, desde el primer día.
A finales de marzo, el país pasó a llamarse República Islámica de Irán mediante un referéndum en el que votó afirmativamente el 98% del cuerpo electoral y, en abril, se creó la Guardia Revolucionaria, encargada de castigar –también sumariamente– cualquier comportamiento público o privado que desobedeciese los dictados de los mulás.
Ese invierno empezó a prepararse una nueva Constitución, que dio lugar a diversas tensiones debido a la orientación cada vez más autoritaria y teocrática impuesta por Jomeini. Se clausuraron varios periódicos críticos, entre ellos el de mayor circulación del país, Ayandegan, y Jomeini atacó con extrema virulencia a los sectores liberales y de izquierdas que le habían apoyado y ahora pedían una asamblea constituyente. La norma la redactó, en su lugar, una asamblea de expertos en la que los clérigos chiíes eran una aplastante mayoría (55 de 73 miembros).
En un último golpe de suerte para Jomeini, el único ayatolá demócrata que por su popularidad podía hacerle frente, Mahmud Taleghani, murió en septiembre de un infarto. La Constitución, aprobada en referéndum a comienzos de diciembre, consagró de esta manera la autoridad del Líder Supremo –Jomeini– y el Consejo de Guardianes por encima de cualquier otro poder del Estado.

La crisis de los rehenes
Un mes antes, el 4 de noviembre, Jomeini había recibido un regalo que no esperaba: la ocupación de la embajada de Estados Unidos por un grupo de estudiantes islámicos, que tomaron 52 rehenes americanos. La primera reacción del ayatolá, que no sabía nada del plan, fue desalojarlos, tarea que le encargó al ministro de Exteriores, Ebrahim Yazdi. Poco después, sin embargo, comprendió que podía sacar partido de la situación y dio marcha atrás. Los estudiantes habían pensado en una acción simbólica que durase como mucho un par de días, pero Jomeini les ordenó que se quedaran allí indefinidamente.

El resultado más inmediato fue la dimisión de todo el gobierno, con Bazargán y Yazdi a la cabeza, que asumieron con este gesto la responsabilidad de no haber podido impedir ni resolver un conflicto diplomático de incalculables consecuencias. De este modo, Jomeini acabó de un plumazo con cualquier rastro de moderación en el gobierno iraní.
La crisis de los rehenes tardó en resolverse 444 días y se convirtió en el gran quebradero de cabeza de la Administración Carter y en su tumba electoral frente a Ronald Reagan. También emponzoñó las relaciones entre Irán y Estados Unidos hasta hoy mismo. A lo largo de los meses, hubo distintos intentos de negociación. La primera reivindicación iraní –no concedida– fue la entrega del sah para su procesamiento y más que probable ejecución en Irán (se le había permitido la entrada en Estados Unidos para recibir tratamiento contra el cáncer).

A los tres meses, Estados Unidos aplicó sanciones económicas y congeló los fondos iraníes en bancos americanos. A los seis, a la vista de la falta de avances, el presidente Carter ordenó una arriesgada operación de rescate que terminó en catástrofe (dos helicópteros se estrellaron en el desierto y hubo seis muertos).
En septiembre de 1980, hubo un principio de acuerdo que se frustró por el inicio de la guerra con Irak. Sadam Husein quiso aprovechar la debilidad de su vecino y se lanzó a una invasión con la aprobación tácita y el apoyo logístico secreto de Estados Unidos. Al final, fue la propia guerra lo que obligó a ceder a Irán, que necesitaba el levantamiento de las sanciones y la devolución de los fondos congelados para comprar armas. Pero, para entonces, Carter ya había perdido las elecciones. Jomeini, además, se cobró una última venganza: retrasó la liberación de los rehenes hasta minutos después de la toma de posesión de Reagan.
La guerra Irán–Irak duró ocho años, causó un millón de muertos entre ambos bandos y resultó devastadora, pero no fue la única calamidad que se abatió sobre el pueblo iraní. Una de las grandes víctimas de la revolución islámica fue la mujer, que, después de haber alcanzado un cierto nivel de libertad e independencia en las décadas anteriores, se vio recluida de nuevo en un chador y sometida a la autoridad de los hombres hasta en los más minúsculos detalles de la vida.

Especialmente simbólico fue el caso de Farrokhrou Parsa, médica, primera mujer en ser ministra en Irán (Educación) y defensora de los derechos de las mujeres, que fue en 1980 metida dentro de un saco y fusilada por “expandir la prostitución”.
Sangriento hasta el fin
Porque la crueldad del nuevo régimen y su líder parecía no tener límites. A mediados de 1981, ya con todo el poder en sus manos, Jomeini lanzó una brutal represión contra sus antiguos aliados de izquierdas. Entre ese año y 1984, hubo más de 12.000 asesinatos de opositores y 140.000 encarcelados, en su gran mayoría estudiantes universitarios y de secundaria. Y en 1988, con la guerra contra Irak dando sus últimos coletazos y él mismo a las puertas de la muerte, se repitió una operación similar, esta vez con miles de asesinados entre los presos políticos que permanecían en las cárceles.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2025-01-27 05:00:00
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