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¿Conoces alguna de estas grandes batallas entre los pueblos germanos y Roma?

¿Conoces alguna de estas grandes batallas entre los pueblos germanos y Roma?

La llamada caída del Imperio Romano de Occidente fue un proceso largo, que duró aproximadamente dos siglos. Las causas fueron fruto de la conjunción de las debilidades y las crisis internas con la presión cada vez mayor de los pueblos bárbaros, que amenazaban con creciente fuerza las fronteras del Rin y del Danubio. Al final diversos pueblos germánicos terminaron por invadir todo el territorio, lo que llevó a que el Imperio acabase fragmentado en varios reinos independientes, resultado de la fusión entre los invasores y las poblaciones nativas romanizadas.

Los visigodos contribuyeron a la descomposición del Imperio Romano, aunque a veces se coaligaron contra un enemigo común, como en la batalla de los Campos Cataláunicos contra los hunos. Foto: Album.

El principio del fin

Desde el siglo II Roma había tenido que hacer frente a incursiones bárbaras, pero en todo momento las resolvió favorablemente y logró rechazar a los invasores. No fue hasta mediados del siglo III cuando comenzaron las derrotas ante los pueblos germánicos, que anunciaban la decadencia militar romana. La primera importante fue todo un aldabonazo, ya que supuso nada menos que la muerte en combate del emperador Trajano Decio y de su hijo Herenio Etrusco, con quien cogobernaba; era el primer suceso que se daba de este tipo en toda la Historia del Imperio. Sucedió en Abritio, en la actual Bulgaria, al principio del verano del año 251, en una batalla que enfrentó a Roma con los godos, un nuevo pueblo germánico más poderoso y cohesionado que las anteriores tribus que, en coalición con otros, había cruzado el Danubio para saquear las provincias de Tracia y Mesia.

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José Luis Hernández Garvi

Los invasores estaban encabezados por el rey Cniva, quien un año antes había cruzado el río venciendo a los romanos en la batalla de Beroa. Meses después tomaron y saquearon la ciudad de Filipópolis, tras hacer huir a los defensores del campamento engañándolos con una falsa retirada. Debido a la importancia de la incursión, Decio y su hijo marcharon encabezando las legiones y cercaron a los godos en Filipópolis. Ante la amenaza, estos pidieron poder retirarse sin llevarse botín ni esclavos, pero el emperador, en un exceso de confianza y creyendo tener segura la presa, se negó a pactar la retirada enemiga. Decididos a combatir en campo abierto, los godos forzaron la salida por sorpresa y lograron escapar hacia el Danubio. Tras ellos fueron los romanos, alcanzándolos en una zona pantanosa conocida perfectamente por Cniva, quien lo aprovechó para tender una trampa.

Restos del anfiteatro de Filipópolis (hoy Plovdiv) donde atrajeron los godos a Trajano Decio, con diversas argucias. En la posterior batalla de Abritio (año 251) perecieron él y su hijo. Foto: AGE.

Contener lo incontenible

En los primeros compases de la batalla una flecha mató a Herenio; sin arredrarse, Decio arengó a los suyos restando importancia a la muerte de su hijo y llamó a la batalla. Sin embargo, de nada sirvió el valor de los romanos y de su emperador, ya que fueron aniquilados y ni siquiera pudo encontrarse el cadáver de Decio. El nuevo emperador, Treboniano Galo, para conjurar la amenaza de una nueva invasión que cruzase el Danubio, pactó el pago de una cantidad anual.

Pero los godos siguieron con incursiones regulares de saqueo, llegando hasta Grecia y las costas del Egeo. En 267, aliados con los hérulos y otros pueblos, atacaron la Dacia, Iliria, Panonia y las costas del mar Negro tanto por tierra como por mar, en un movimiento que más que una acción de saqueo fue una migración en masa, posiblemente motivada por una inicial presión de los hunos que ya se asomaban a las estepas ucranianas. Todo Oriente estaba amenazado y sólo las grandes ciudades resistían. Aprovechando que las fronteras del Rin estaban tranquilas, el emperador Galieno trasladó las legiones allí destacadas y éstas derrotaron a los godos en la batalla de Naissus (en la actual Serbia) en 268, obligándolos a replegarse tras el Danubio con fuertes pérdidas en hombres y botín. Sin embargo, la Dacia se perdió para siempre y la frontera quedó establecida en el río.

Aprovechando que la guerra prendía en los Balcanes, las tribus germanas de los alamanes atacaron Italia y atravesaron los Alpes, aunque finalmente fueron repelidas, lo mismo que nuevas ofensivas godas. Roma, cada vez más debilitada y en crisis permanente por las guerras civiles, unos menores rendimientos agrícolas y el colapso del comercio, se veía acosada en Oriente por los persas, por los godos en los Balcanes y Grecia y por los alamanes y otros germanos en la frontera del Rin. Por ello, desde el año 270, al emperador Claudio II no le quedó más remedio que pactar con los godos y permitir que se asentasen en Dacia. También se comprometió a pagarles para que no cruzasen el río y, de paso, guardasen la frontera danubiana. Poco después, hacia el año 280, comenzaron a ser incorporados al ejército romano como mercenarios, en calidad de tropas federadas. Con ello Roma reclutaba soldados de refresco que compensaban su problema de reclutamiento, al tiempo que creía tener al enemigo controlado.

Roma trata de reaccionar: Diocleciano

Las fronteras romanas eran cada vez más permeables y de poco servían las fortificaciones y las defensas estáticas del Rin y del Danubio. Los legionarios allí acantonados de modo permanente se habían convertido, de hecho, en campesinos que sólo cogían las armas ocasionalmente. Para contrarrestar la creciente debilidad militar de Roma, a fines del siglo III el emperador Diocleciano creó un nuevo ejército basado en legiones móviles con mayor presencia de caballería, capaces de trasladarse con rapidez a cualquier punto amenazado del Imperio. Así consiguió una fuerza de unos 600.000 hombres que tenía las nuevas características de movilidad, dispersión y control directo por parte del emperador, para evitar rebeliones

Efigie en un busto de mármol del emperador Diocleciano. Foto: Album.

También se impuso la obligación de que la condición militar fuese hereditaria, así como la asignación de cupos fijos de soldados que cada región debía aportar obligatoriamente (en caso contrario, debía pagar para poder contratar mercenarios). Con estas medidas, se reforzó el ejército y se rechazaron las ofensivas que los bárbaros lanzaron al final de esa centuria a través de los valles alpinos. No obstante, los nuevos impuestos necesarios para abordar todas estas reformas arruinaron aún más a la población.

La etapa de Constantino

El emperador Constantino, ya en el siglo IV, profundizó en las ideas de Diocleciano. Reforzó aún más la caballería, aumentó su blindaje, adoptó espadas más largas que copió de los germanos e incrementó más la movilidad de sus legiones. Con ello creó un ejército capaz de acudir tanto a defender las fronteras como a sofocar revueltas internas. Pero, de nuevo, estas reformas fueron en detrimento de las fuerzas fronterizas estáticas que quedaron, en muchos casos, abandonadas a su suerte por falta de presupuesto. Gran parte de las legiones apostadas en las lejanas fronteras o en puntos apartados del Imperio dejaron de percibir sus pagas, por lo que esas unidades se fueron disolviendo, lo que facilitó la penetración bárbara.

Fronteras imperiales, cuyas fortificaciones en el Rin (en la imagen) y el Danubio servían ya de poco. Foto: Alamy.

El resultado es que no se pudo evitar la disminución general de efectivos, lo que obligó a emplear crecientemente fuerzas federadas de germanos al servicio de Roma, un factor que sus sucesores aún incrementaron más a lo largo del siglo IV. Estas unidades se fueron en gran parte romanizando y muchos de los hijos de los jefes bárbaros fueron a estudiar a Roma o Bizancio, produciéndose una simbiosis creciente de culturas y costumbres, así como un cierto equilibrio de poder entre germanos y romanos. Las élites bárbaras se fueron “civilizando” y muchas pasaron a servir como personal político de la Administración romana, pero sin olvidar su identidad. Con este proceso Roma se renovó, pero también perdió sus rasgos propios.

A mediados del siglo IV, la situación parecía estar controlada. El Imperio había abandonado, de hecho, los puntos más alejados y de difícil defensa, como Britania, Siria o la ya mencionada Dacia, para concentrarse en los centros neurálgicos del mundo mediterráneo. También había pactado con los visigodos, que eran la amenaza más peligrosa, para que a cambio de dinero, tierras y alimentos –y de incluir a buena parte de sus fuerzas entre las tropas romanas en calidad de federadas– cesasen en sus incursiones de saqueo. De esta manera podían concentrar sus recursos militares en defenderse de los alamanes y de otros pueblos germánicos, que trataban de sortear los Alpes y el Rin. Sin embargo, era un débil equilibrio y todo podía saltar fácilmente por los aires si un nuevo factor lo alteraba.

Un frágil pacto provocado por los hunos

El elemento que desestabilizó el equilibro fueron los hunos. En el año 370 migraron masivamente hacia el oeste, obligando primero a los ostrogodos y luego, como fichas de dominó, a los visigodos a hacerlo a su vez. El resultado fue que se acabó acumulando al norte del Danubio casi medio millón de godos de las dos ramas, que ante la falta de recursos alimenticios imploraron al emperador Valente que les dejase establecerse al sur del río para dedicarse a la agricultura, protegidos por las fronteras imperiales. Estaban encabezados por el rey visigodo Fridigern, aunque junto a él había otros jefes como el también visigodo Atanarico y los ostrogodos Alateo y Safrax.

Los hunos llegaron de Asia por la estepa ucraniana y, en su lucha contra los ostrogodos, movieron a los bárbaros como fichas de dominó hacia Roma. Foto: José Daniel Carrera.

Tras dudar, Valente accedió, pero a condición de que dejasen en custodia las armas, que prestasen servicio militar a las órdenes de Roma y que los niños quedasen como rehenes. A cambio les prometía tierras y el derecho de ciudadanía. Tras aceptar las condiciones, unos 200.000 emigrantes, entre hombres, mujeres y niños, cruzaron el río en el año 375. Sin embargo, fueron maltratados, mal alimentados y expoliados con tributos abusivos, lo que generó un gran malestar contra los romanos. Las autoridades imperiales, conscientes de que se preparaba una revuelta, trataron de asesinar a Fridigern en un banquete al que lo habían invitado para, oficialmente, entablar negociaciones. Pero la desconfianza de los godos hizo que el atentado fracasase y que el complot quedase al descubierto. La sublevación estalló y, tras recuperar sus armas, los bárbaros aniquilaron a las guarniciones locales y extendieron sus saqueos por toda Tracia y Macedonia. Dueños ya de la ribera sur del Danubio, los godos recibieron refuerzos tanto de los suyos como de otros pueblos germanos (alanos, algunos hunos e incluso desertores de las fuerzas federadas que habían servido en las filas romanas).

Movimientos de bárbaros y romanos antes del gran choque

Valente, que estaba combatiendo en la frontera siria contra los persas, reunió a sus tropas en Armenia y volvió a Constantinopla, mientras enviaba un mensaje de socorro a su sobrino Graciano. Mientras tanto, el emperador había ordenado a sus generales Trajano y Profúturo que iniciasen la reconquista de Tracia. A principios de 378 lograron hacer retroceder a los bárbaros, pero estos seguían siendo superiores y los romanos volvieron a replegarse.

Valente nombró nuevo general en jefe a Sebastián, quien percibió el mal estado físico y moral de sus tropas. Por eso seleccionó únicamente a dos mil hombres a los que llevó a Adrianópolis, en Tracia, y con ellos se dedicó a atacar por sorpresa, en acciones guerrilleras, los campamentos bárbaros y sus líneas de abastecimiento; el objetivo era obligar a los invasores a retirarse por falta de alimentos. Para contrarrestarlo, Fridigern ordenó instalar sus bases en campos abiertos y despejados, para prevenir los ataques guerrilleros de Sebastián. Sin embargo, el general romano siguió actuando con éxito, lo que lamentablemente provocó celos en la corte y que el emperador Valente decidiese participar activamente en la guerra para recoger, también, los laureles de la victoria. 

Tras concentrar sus numerosas pero mal adiestradas fuerzas, partió hacia Adrianópolis, en donde se acantonó. El siguiente paso era marchar directamente a la batalla contra los godos y sus aliados, a los que confiaba en aniquilar. Sebastián, consciente del peligro real que suponía el enemigo, le aconsejó esperar, pero Valente y sus cortesanos rechazaron la opinión viendo en ella más un interés personal del general que una opinión militar. Mientras tanto el rey visigodo, temeroso ante el despliegue romano y tratando de ganar tiempo para reagrupar a sus dispersas fuerzas, envió a un emisario con una propuesta de paz: ofrecía sumisión a cambio de que se le cediese la Tracia como lugar en el que asentarse. Valente, muy seguro de su fuerza, la rechazó.

El desastre de Adrianópolis

El 9 de agosto del año 378, al amanecer, Valente salió de la ciudad al frente de sus legiones confiando en un fácil y rápido triunfo. No se sabe la cifra de efectivos, pero los estudios más recientes hablan de unos 30.000 hombres, que se iban a enfrentar a unos 20.000 germanos. Hacía mucho calor y la marcha se convirtió en una tortura para la infantería legionaria. Tras 12 kilómetros de caminata, al mediodía divisaron en lo alto de una colina el campamento godo que, como era usual, estaba rodeado por sus carros a modo de muralla. Fridigern, por su parte, había preparado haces de leña impregnados en aceite y, al ver a los romanos llegar, les prendió fuego, provocando una espesa humareda que entorpeció el despliegue de las fuerzas al dificultarles la visión, al tiempo que aumentaba aún más el calor ambiental. A duras penas los romanos se fueron preparando para la batalla, pero el rey godo quería retrasar el choque para cansar más a sus sedientos enemigos.

Para entretenerlos envío a parlamentar un acuerdo a un sacerdote, que al poco volvió sin resultados. Súbitamente la caballería goda y de sus aliados, que estaba alejada del campamento, se lanzó por sorpresa y con violencia sobre la romana, que andaba en los flancos tanteando el terreno, y las escaramuzas iniciales se convirtieron en choque abierto. Sus jinetes, mucho más diestros y numerosos, arrasaron por completo a las fuerzas montadas romanas, que huyeron desperdigadas. Algunas unidades que lograron llegar hasta el campamento godo fueron rechazadas en la muralla de carromatos. Aprovechando la confusión, el rey godo lanzó entonces a su infantería, que esperaba fresca y descansada en el campamento, sobre unos legionarios que apenas podían maniobrar y que enseguida se vieron rodeados. Lluvias de flechas y proyectiles de todas clases llovieron sobre sus cabezas, y se vieron además arrollados por la ola de monturas godas que acabaron rodeándolos por completo; enseguida comenzó la matanza. En un último esfuerzo, Valente logró escapar con algunos de sus hombres, pero al anochecer resultó herido.

Final y consecuencias de la batalla

Fue llevado a una cabaña de labradores en la que quedó cercado por los godos, que lo conminaron a rendirse. Al no aceptar, la choza fue incendiada y sus ocupantes murieron abrasados, sin que el cadáver del emperador pudiese ser identificado. Se ha llegado a calcular que Roma dejó más de 20.000 muertos en la batalla: las dos terceras partes del total de su ejército en la región. También encontraron la muerte los generales Sebastián y Trajano y 35 tribunos más. Fue el peor desastre militar romano desde Cannas. El emperador asociado y sobrino de Valente, Graciano, que venía desde Iliria con refuerzos tras vencer a los alamanes, quedó atónito ante el desastre y prefirió emplear sus fuerzas en defender las débiles fronteras.

Valente fue cercado en una choza en su huida de Adrianópolis. No quiso rendirse, los godos prendieron fuego a la cabaña y el emperador murió abrasado (arriba, la escena en un grabado). Foto: Alamy.

El choque supuso un antes y un después en la Historia política y militar del Imperio Romano de Occidente. Adrianópolis fue el principio del fin para Roma y para su forma de guerrear. La caballería demostró sus poderes si era empleada en suficiente número, con armas adecuadas y con arrojo; su movilidad y rapidez se impusieron a la rigidez de las legiones, y las armas arrojadizas a las meras barreras de escudos: la falange había muerto. Pero los visigodos, como el resto de pueblos germánicos, aún no poseían la tecnología para las guerras de asedio, por lo que no pudieron tomar la ciudad en donde estaba el tesoro imperial y se dedicaron a saquear los pueblos y los campos. De hecho, fueron dueños de las zonas rurales de los Balcanes hasta que un nuevo emperador, Teodosio, les ofreció en el año 382 asentarse en la Tracia a cambio de proporcionar soldados a la agotada Roma. Eran de nuevo federados, pero ahora con mucho más poder que el que el desdichado Valente les había negado. Gozaban de una amplia autonomía interna y Roma sabía que ahora no podía violar los acuerdos con ellos.

El resultado fue positivo para ambas partes y los visigodos sirvieron a las órdenes de Teodosio en las distintas guerras civiles del fin del siglo. Destacada fue su participación en la batalla del río Frígido, en la actual Eslovenia, en septiembre de 394, en la que 20.000 de sus soldados lucharon en primera línea contra el usurpador del Imperio Romano de Occidente, Eugenio; murió la mitad de ellos.

Puente sobre el río Frígido, actualmente llamado Vipava (Eslovenia), donde 20.000 visigodos lucharon contra el usurpador del Imperio Romano de Occidente Eugenio. Foto: Alamy.

Pero con la muerte de Teodosio en el año 395 y la división definitiva del Imperio Romano, volvió la guerra. En ese año el rey de los visigodos era Alarico, un militar que había combatido en las filas romanas, experto en utilizar las máquinas de asedio, que conocía bien su cultura y administración y que, además, sabía que el Imperio era un gigante con pies de barro.

Decidido a aprovechar su fuerza para imponer nuevas condiciones al joven emperador de Oriente, Arcadio, se lanzó a saquear de nuevo el sur de los Balcanes y Grecia, llegando a amenazar a la misma Constantinopla. Arcadio no tuvo más remedio que ceder y le dio oro, así como el dominio de las provincias de la costa adriática, para alejarlo de la región y encaminarlo hacia el aún más débil Imperio Romano de Occidente, en donde reinaba el otro hijo de Teodosio, Honorio.

Alarico entra en la ciudad eterna

De esta manera, en 402, se lanzó sobre Italia, pero fue derrotado por los romanos en la batalla de Pollentia. Estos estaban dirigidos por Estilicón, el general vándalo al servicio de Roma, que obligó a Alarico a retroceder hacia Iliria. Pero el Imperio de Occidente se descomponía a pasos agigantados, sumándose las rebeliones internas de sus generales a las constantes incursiones germánicas que cruzaban abiertamente el Rin. La más importante de ellas fue la acontecida en 406 cuando, aprovechando la helada del río, suevos, vándalos y alanos se desperdigaron por toda la Galia llegando hasta Hispania. Este caos lo aprovechó Alarico en 408 y, tras consolidar su poder entre los visigodos, exigió más dinero a Roma para no atacarla. Pero ésta era incapaz de pagar el chantaje y, además, ya no contaba con el hábil Estilicón, que había sido asesinado. De esta manera, el rey godo se presentó ante las murallas de Roma en otoño de ese año, mientras el emperador de Occidente, Honorio, quedaba impotente, refugiado y aislado en Rávena.

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Juan Antonio Antonio Guerrero

Ante la amenaza, el senado romano recogió el oro que pudo y se lo dio a Alarico, prometiéndole más en breve plazo. Al año siguiente volvió a presentarse con nuevas exigencias y al final, en 410 y ante el desinterés de Honorio en acceder a ninguna de sus peticiones, puso sitio formal a la ciudad. Sus 40.000 hombres se prepararon para el asalto de las imponentes murallas levantadas por el emperador Aurelio, pero la Ciudad Eterna no tenía defensores ni comida para resistir. La verdad es que no se disparó una sola flecha y, fuese por rendición, sobornos o simple cansancio por las privaciones, se abrieron las puertas y la ciudad fue saqueada, aunque no hubo excesiva violencia.

La toma de la Ciudad Eterna por los visigodos de Alarico en el año 410, tras un largo asedio, dio paso a su saqueo. Foto: AGE.

La descomposición de un Imperio

El impacto psicológico fue terrible. Sólo los galos, ochocientos años antes, habían logrado tomar la capital, pero ahora todos los romanos se dieron cuenta de que estaban asistiendo al fin de una era. Los signos eran abundantes y evidentes: Honorio, incapaz y encerrado en Rávena; los bárbaros, campando a sus anchas por toda Italia, la Galia, Britania e Hispania, y los pocos gobernadores romanos que aún existían, rebelándose contra el poder central para tratar de hacerse con algunos de los jirones del desmantelado Imperio. Los que aún creían en los viejos dioses romanos decían que todo era un castigo por haber abrazado el cristianismo. Fuera como fuese, el Imperio Romano de Occidente estaba en abierta descomposición, aunque su muerte aún tardaría en certificarse. Sucedió en el año 476, cuando los hérulos y los ostrogodos depusieron al último emperador oficial de Occidente, Rómulo Augusto. Visigodos, ostrogodos, francos, suevos, vándalos, burgundios, alamanes, anglos, sajones y decenas de pueblos más eran ahora los nuevos amos de la Europa occidental.

Xilografía en la que el depuesto último césar romano, Rómulo Augusto, le entrega la corona imperial al caudillo de los hérulos, Odoacro, en el año 476. Foto: AGE.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-06-11 03:52:02
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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