Si de algo no hay duda, cuando se analiza con detenimiento la obra de Joaquín Sorolla, es de que es hija de su tiempo. El artista valenciano tuvo una capacidad innata de asimilar nuevas tendencias artísticas y adecuarlas a sus intereses y su gusto pictórico. Esta virtud la desarrolló desde muy niño y estuvo latente hasta su muerte.
Joaquín Sorolla. Foto: Midjourney / Juan Castroviejo.
Sus inicios no fueron fáciles. Nacido en Valencia el 27 de febrero de 1863, pronto quedó huérfano por la epidemia de cólera que asoló parte de la región. Sus tíos maternos, el herrero José Piqueres e Isabel Bastida, se convirtieron en sus tutores. De hecho, empezó a trabajar como aprendiz en la cerrajería que estos regentaban. Cuentan sus biógrafos que ya sus maestros en el colegio veían en él unas cualidades innatas para la pintura. Uno de ellos, Baltasar Perales, escribió que, en lugar de estudiar gramática, se entretenía en borrajear cuantas hojas de papel le venían a la mano. Por ello su tío, a los 13 años, le inscribió en las clases nocturnas de la Escuela de Artesanos de la ciudad. Esta última había surgido en 1868 con el objeto de «dar y fomentar gratuitamente la enseñanza práctica de las Artes y Oficios y la instrucción moral e intelectual de las clases obreras», para «moralizar instruyendo ». Allí comenzó su andadura bajo la supervisión del escultor Cayetano Capuz y el pintor José Estruch.
Para Sorolla, estos primeros pasos fueron fundamentales, como él mismo reconoció en distintos momentos de su vida mostrando su agradecimiento a aquellos que le introdujeron en el arte de la pintura.
Escuela de Artesanos de Valencia. Foto: ASC.
Como suele suceder con los genios del pincel, su destreza fue pronto reconocida por sus maestros con distintos premios a sus dibujos. Algunas de sus primeras obras se conservan todavía en la actual Escuela de Artesanos. Destaca su Estudio de pies (1878). Se basó en unas litografías del método francés de dibujo conocido como ‘Método Julien’, que sabemos que colgaban de las paredes del aula donde se formó. Presenta una línea nítida, segura, diáfana, característica que también puede apreciarse en otra composición coetánea titulada Pareja de árabes (1878). En este caso ilustra un tema oriental, basado en esa búsqueda de exotismo que se dio durante el siglo XIX en Europa y que tiene, entre otros, a Mariano Fortuny (1838-1874) como uno de sus máximos representantes.
Mención especial merece también la copia a carboncillo que Sorolla realizara de La Inmaculada de los Venerables (1676-1678), que Bartolomé Estaban Murillo pintó para el hospital de dicho nombre en Sevilla. No solo es fiel al objeto de estudio, sino que además aporta cierta personalidad con su trazo firme. Por su calidad obtuvo un accésit en la asignatura de dibujo, cuyo premio era una caja de colores con una placa dedicatoria. Fue el inicio de otros muchos reconocimientos, pues, un año más tarde, en 1879, gracias a la acuarela titulada El patio del instituto obtuvo la tercera medalla en la Exposición Regional de Valencia. En 1880, en un certamen similar, su cuadro titulado Moro acechando la ocasión de venganza, en el que resurge el asunto orientalista, logró la segunda plaza de la exposición de la desaparecida Sociedad Recreativa El Iris.
La Inmaculada de los Venerables (1676-1678), por Bartolomé Esteban Murillo. Foto: Museo Nacional del Prado.
Estas dos últimas obras fueron ejecutadas ya como estudiante de la Academia de Bellas Artes de San Carlos, si bien no abandonó las lecciones recibidas en la Escuela de Artesanos y compaginó su formación en ambos centros. Los registros conservados demuestran un expediente académico impecable, principalmente en las materias dedicadas al dibujo y el color, dos pilares fundamentales de su pintura.
Academia de Bellas Artes
Gracias a sus escritos, conocemos cómo fue su educación en esta institución. Definió el espacio como «alegre, soleado, con buen ambiente ». También describió su relación con sus maestros: Salustiano Asenjo (director), Ricardo Franch (grabador), Felipe Farinós (escultor) y Gonzalo Salvà (paisajista). Los vio como «almas muy opuestas entre sí, pero entusiastas». Del primero de ellos destacó su instinto artístico y su carácter flexible ante manifestaciones artísticas por opuestas que fuesen. Además, alabó que intentara potenciar las aptitudes de cada estudiante, protegiéndolo como si fuera su propio hijo. También Sorolla recuerda con mucha añoranza y cariño las largas caminatas con Salvà bajo el ardiente sol valenciano, con el fin de intentar encontrar nuevos efectos de luz y color; actitud muy similar a la que desarrollaron los pintores impresionistas franceses, o también Carlos de Haes (1826-1898), quien introdujo el realismo en el paisaje con sus clases al aire libre promovidas en su cátedra de la Academia de San Fernando.
En este entorno educativo conoció a Juan Antonio García del Castillo, compañero en la clase de dibujo de figura. Esta relación fue clave en su futuro profesional y personal. Su padre, Antonio García, reputado fotógrafo, fue el primero que confió en su valor como artista y le compró diversas obras. Tal vez, de este período, la más destacada sea el Bodegón con frutas. Gracias a esta ayuda, pudo subsistir de modo más holgado. Además, a través de sus charlas comenzó a plantearse nuevos encuadres para sus pinturas, influenciadas por el trabajo como fotógrafo de su valedor, una experimentación que siempre estuvo latente en su producción artística. Tampoco hay que olvidar que Antonio García acabaría convirtiéndose en su suegro, pues en 1884 Sorolla comenzó una relación con su hija, Clotilde, que se formalizó en matrimonio en 1888.
Volviendo al bodegón citado, es sorprendente cómo con tan solo 15 años Sorolla demuestra un estudio tan delicado de la naturaleza muerta, la luz y el modelado de las frutas, derivado de la observación y de un cuidado trabajo con el empaste del pincel.
Nuevos Estímulos
Otros pintores fundamentales en la formación artística del pintor fueron Antonio Muñoz Degrain (1840-1924) y Francisco Domingo Marqués (1842-1920). Sorolla fue un admirador del primero, de su modo de aplicar el color en la obra, de su capacidad de captar la fugacidad del momento en el paisaje. Según él, su «alma romántica atacó con brío los espléndidos espectáculos de la brava naturaleza, creando un arte personal, jugoso ». En agradecimiento a sus charlas y como muestra de su admiración, lo retrató en 1917, un lienzo que se conserva actualmente en la Hispanic Society de Nueva York.
Los amantes de Teruel (1884), de Muñoz Degrain, pintor admirado por Sorolla. Ambos artistas obtuvieron galardones en la Exposición Nacional de 1884. Foto: Museo Nacional del Prado.
Del segundo dijo que fue «el faro que iluminó la juventud de su tiempo», pues «reunía todas las cualidades del artista soñado: temperamento nacido para pintar, educados sus ojos para la visión». Llegó a afirmar: «¡Tanto amé al hombre cuanto admiré al artista!». En la pintura de Sorolla se ve una clara influencia de la luz, de sus colores y destellos solares. Tal vez la influencia más directa pueda verse en su pintura titulada Monja en oración (1883), con la que obtuvo la primera medalla de oro en la Exposición Regional de Valencia de 1883. Esta estuvo inspirada, tal y como ya señalaron sus primeros biógrafos, como Rafael Doménech, en la Santa Clara en éxtasis (1869) de Francisco Domingo Marqués. Se trata de un claro tributo a su amistad y admiración; un ejemplo más de la capacidad que poseía el pintor valenciano de asimilar y personalizar las principales tendencias artísticas que le rodearon.
La obra de Sorolla Monja en oración (1883, izquierda) está inspirada en Santa Clara en éxtasis (1869) de Francisco Domingo Marqués (derecha). Fotos: Fundación Bancaja y ASC.
Tampoco podemos olvidar la influencia que otro insigne pintor tuvo en sus primeros años. Nos referimos a Ignacio Pinazo Camarlench (1849-1916), el último de sus profesores, de quien aprendió, principalmente, el rechazo de los esquemas visuales convencionales y el uso de soluciones novedosas. Esta nueva forma de concebir la estructura de un cuadro, fruto de la influencia de la fotografía y de la pintura de Pinazo, le situó en la órbita de lo que se estaba haciendo en otros lugares de Europa, principalmente en París. Allí, compatriotas de estos artistas como Bernardo Ferrándiz (1835-1885) o José Benlliure (1855-1937) trabajaban en una línea similar, basada en el desarrollo de una pincelada ágil y abocetada, así como en la observación de la naturaleza.
Primeros viajes a Madrid
En 1881 participó por primera vez en Madrid en una Exposición Nacional. Lo hizo con tres acuarelas de marinas, aspecto por el que ya había sido galardonado en Valencia. No tuvo mucha fortuna en esta ocasión, pues este tipo de composición no encajaba con el gusto de los ambientes artísticos oficiales del momento. A finales del siglo XIX los académicos madrileños se decantaban, principalmente, por pintura de historia o religiosa, y consideraban el tipo de obras presentadas por Sorolla un género menor. De todas maneras, este viaje le sirvió para conocer y estudiar detalladamente las pinturas del Museo del Prado, principalmente aquellas de El Greco, Velázquez, Murillo, Ribera o Goya, que tuvieron una influencia fundamental en él.
Más éxito tuvo en 1884, cuando decidió probar de nuevo suerte en la Exposición Nacional, presentando un cuadro de historia. Se decantó por inmortalizar el Dos de mayo y realizó una pieza de grandes dimensiones (5,80 x 4 metros), con la que obtuvo la segunda medalla. Este lienzo muestra su deseo de dotar de mayor realismo y verosimilitud a su pintura. Era un ejemplo de aquello que buscaba la crítica: la exaltación nacional, la heroicidad. Por eso intentó crear una atmósfera creíble. Para tal fin, pintó el cuadro al aire libre, en el corral de la Plaza de Toros de Valencia, utilizando cohetes para analizar el efecto atmosférico de la pólvora e imaginarse cómo fue el levantamiento de las tropas madrileñas ante Napoleón. Es necesario indicar, además, que compartió honores con importantes pintores a los que admiraba, como Muñoz Degrain, que había sido premiado por su conocida obra Los amantes de Teruel (1884), hecho que le llenó de satisfacción.
Con su pintura histórica Dos de mayo, Sorolla obtuvo la segunda medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1884. Foto: Museo Nacional del Prado.
Esos viajes a la capital también le sirvieron para continuar ampliando su círculo de amistades e influencias. Estudió la pintura de historia de Eduardo Rosales (1836-1873), inspirándose en obras suyas como Isabel la Católica dictando su testamento (1864) o La muerte de Lucrecia (1871), y volvió a coincidir con Cecilio Pla (1860-1934), con quien había compartido años en la Escuela de Artesanos de Valencia. Además, entabló relación con Aureliano Beruete, autor de una de las primeras monografías de Velázquez, así como político de alta posición social que se convirtió en uno de los introductores de Sorolla en la alta sociedad de Madrid.
Un año después de obtener el reconocimiento en la Exposición Nacional, continuó explotando su capacidad de crear nuevos encuadres en temas históricos y presentó para el tercer ejercicio del concurso de la Diputación Provincial de Valencia, que ofrecía la posibilidad de un pensionado en Roma, su lienzo El grito del Palleter. Para Francisco Javier Pérez Rojas, esta obra no es más que una segunda parte del Dos de mayo. Se representa el grito patriótico de 1808, la arenga antifrancesa lanzada por Vicente Domènech, llamado el Palleter porque vendía palletes (pajitas para encender fuego) en los escalones de la Lonja de Valencia a los campesinos que allí se encontraban comerciando. Se apela a la conciencia colectiva, a la lucha heroica; es, en esencia, otra exaltación del patriotismo, donde con un encuadre muy novedoso se arrincona la arquitectura y la mayor parte del espacio es ocupado por el pueblo arremolinado alrededor del protagonista del discurso. La obtención de este premio le sirvió para continuar ampliando miras no solo en la capital del Tíber —donde coincidió con pintores de la talla de Francisco Pradilla (1848-1921), José Villegas (1844-1921) y Emilio Sala (1850- 1910)—, sino también en París.
Diálogos entre Sorolla y Velázquez
Así se tituló una exposición realizada entre los años 2009 y 2010 en el Museo Sorolla de Madrid, donde se reflexionó sobre cómo la pintura del sevillano tuvo una importante influencia en la evolución del artista valenciano. Como sabemos, en su primer viaje a la capital sintió fascinación por distintas obras de este que disfrutó en el Museo del Prado, sentimiento que motivó que, cuando construyó su casa en Madrid en 1910-1911, reprodujera los casetones castellanos propios del periodo velazqueño. Este interés por la obra de Velázquez le vino también de forma indirecta por las influencias recibidas a través de artistas a los que admiraba. No en vano, Domingo Marqués fue criticado positivamente en la Exposición Nacional de 1871 por su proximidad al naturalismo velazqueño.
Según el propio Sorolla, lo que buscaba estudiando al genio andaluz, así como a Goya y El Greco, era fijar la realidad, «la verdad de lo pintado», a partir de la mancha pictórica. Por eso realizó numerosas copias de las pinturas de Velázquez, en las que se centra en estudiar la anatomía de cabezas, manos y torsos. Sorolla deseaba entender su factura viril, el dibujo y la paleta sobria. Se fija en el dibujo y la creación de atmósferas; busca la cotidianeidad y la perfección técnica.
Menipo (hacia 1639) es una de las pinturas de Velázquez (izquierda) copiadas por el pintor valenciano (derecha). Fotos: ASC y Museo Sorolla.
Estas copias fueron adquiridas por ilustres figuras como el académico Amalio Gimeno, quien en su discurso de acceso a la Academia las cita como «sus primeros estudios de Velázquez ». Otras tantas las regaló a sus amistades. Reproducciones de las infantas de la corte de Felipe IV, de su Cristo en la cruz y otras obras conservadas en el Museo del Prado fueron claves para convertir a una brillante promesa juvenil de la pintura en un artista maduro, que iniciaba una carrera exitosa.
La paleta del pintor valenciano aglutinó de este modo la elegancia de Velázquez y Rosales, la expresividad de Goya, el orientalismo y virtuosismo de Fortuny, el sentimiento iluminista de Pinazo, Muñoz Degrain y Domingo Marqués, la pincelada suelta del Greco y un largo etcétera de referencias que se gestaron en una década formativa, plagada de éxitos que continuaron en Roma, Francia y Estados Unidos… pero eso ya es otra historia.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-07-18 06:29:39
En la sección: Muy Interesante