El 13 de diciembre de 1918, un trasatlántico botado diez años antes en Alemania llegaba al puerto francés de Brest. Era un viaje paradójico el suyo, pues no trasladaba tropas del Káiser. Muy al contrario, la nave, fabricada en los astilleros de Bremen pero llamada SS George Washington, transportaba nada menos que al comandante en jefe del ejército cuya decisiva participación había llevado a una derrota sin paliativos a Alemania. Ese ocupante no era otro que el presidente estadounidense Woodrow Wilson.
Que el inquilino de la Casa Blanca tuviera que utilizar una nave originalmente germánica −requisada tan solo un año antes por su gobierno, al sumarse a la guerra, para utilizarla en el transporte de soldados− dice mucho sobre la escasa y reciente preparación de Estados Unidos para las obligaciones internacionales, en la guerra y en la paz. Tan poca era la implicación de los norteamericanos más allá de sus fronteras que ese viaje de Wilson era el primero de la historia de su país que un presidente en ejercicio realizaba al continente europeo.

París y los “Catorce Puntos”
El motivo de su visita era participar en la Conferencia de París para fijar las condiciones del final de la guerra. Y la causa de tanta implicación personal fue que el presidente se sentía en la obligación de jugar un papel relevante para intentar conseguir una paz estable, ya que era él quien había definido con más precisión un programa para ese fin con su famoso discurso de los “Catorce Puntos”, pronunciado en enero de aquel mismo año ante el Congreso de Estados Unidos.
En esos puntos preconizaba una doctrina para poner fin a los grandes problemas que habían conducido a la confrontación. Los principios más destacados de ese ideario, pronto bautizado como “idealismo wilsoniano”, eran el derecho de autodeterminación, la extensión de la democracia (y con ella del capitalismo) y el intervencionismo internacional de las grandes potencias para convertirse en garantes de la paz (en oposición al aislacionismo). El mandatario estadounidense llegaba con una propuesta estrella para potenciar este último punto y con él todos los demás: la creación de una Sociedad (o Liga) de Naciones.

Pero el idealismo de Wilson no iba a encontrar en Europa tanto apoyo y simpatías como habían concitado sus soldados durante la guerra. Topó pronto con el escepticismo y la resistencia por parte de los otros dos grandes países vencedores, Francia y Gran Bretaña, que habían luchado con Alemania desde el principio y veían el escenario de posguerra de forma distinta; en especial, este era el caso del primer ministro francés, Georges Clemenceau, deseoso de garantizar que Alemania nunca más le pudiese causar problemas, para lo que buscaba su debilitamiento.
El líder francés mantuvo, así, agrios enfrentamientos con su homólogo estadounidense. En una de las reuniones le dijo que sus “excelentes intenciones” demostraban que desconocía “el fondo de la naturaleza humana”. Para los franceses, no era fácil olvidar lo sucedido: “América no ha asistido de cerca a esta guerra durante los tres primeros años –decía Clemenceau–; nosotros, en ese tiempo, hemos perdido un millón y medio de hombres”. Esto, sostenía el galo, había creado en su país “un sentimiento profundo de las reparaciones que se nos deben”.
La cuestión de las reparaciones
Francia convirtió el asunto de las reparaciones en un puntal de sus exigencias, pero también otros de los 27 países participantes: Italia (la cuarta gran potencia de la conferencia), Bélgica (cuyo territorio había sido otro gran escenario de sangrientas batallas) o Australia (que aportó muchos soldados, diezmados en episodios como el de Galípoli) pretendieron resarcirse de los daños de guerra, y no solo de una forma simbólica sino tangible, mediante concesiones territoriales y cobro económico.
Francia quería que le fuera restituida Alsacia-Lorena, Italia ansiaba controlar la costa dálmata (actual Croacia, que hasta la guerra había estado en manos de los austrohúngaros), Bélgica tenía aspiraciones coloniales en África y Australia ansiaba quedarse con Nueva Guinea. Otros participantes, como Nueva Zelanda o Sudáfrica, también querían su trozo del pastel.

Punto y aparte era la posición británica, defendida en la conferencia por su primer ministro, David Lloyd George. Este declararía al final de la Conferencia estar razonablemente contento de su papel “teniendo en cuenta que estaba sentado entre Jesucristo y Napoleón”. Caricaturizaba así el rol pacificador jugado por el presidente americano Wilson y el de defensor a ultranza de sus intereses nacionales llevado a cabo por Clemenceau. Aunque lo cierto es que a Gran Bretaña también le interesaba debilitar a Alemania, tanto en lo militar –su nueva y poderosa flota había amenazado su primacía en los mares– como desmontando su proyecto colonial en África y el sudeste asiático.
Y aunque Lloyd George abogó por reducir las reparaciones a pagar por Alemania, no se opuso demasiado a ellas, algo que llegó a provocar la dimisión de un notable miembro de su delegación: John Maynard Keynes, hoy considerado el economista más importante del siglo XX.
Realismo frente a populismo
En cuanto Keynes había conocido la situación económica en que se encontraba Alemania en el tramo final de la contienda, hizo sus cálculos y llegó a la conclusión de que le resultaría imposible hacer frente a los grandes pagos a todos y cada uno de los aliados por los daños causados. Keynes se horrorizó, además, de ver cómo entre los gobernantes aliados se iba aposentando la idea de que tenían un “derecho absoluto” a reclamar el coste íntegro de la guerra a Alemania.

Más adelante Keynes, en un importante libro titulado Las consecuencias económicas de la paz, culparía al interesado populismo de los políticos, expresado en lemas como “hacer pagar a Alemania”. Un ejemplo fue el Primer Lord del Almirantazgo, Eric Geddes, que en un discurso electoral en diciembre de 1918 habló de “exprimir a Alemania como un limón, y un poco más” y propuso quedarse con todo el oro, la plata, las joyas, y vender sus obras de arte y bibliotecas para que hiciera frente a las indemnizaciones.
El texto de Keynes puede ser leído hoy como una predicción: “Si apuntamos deliberadamente al empobrecimiento de Europa Central, la sed de venganza, me atrevo a predecir, no claudicará. Nada podrá retrasar por mucho tiempo la guerra final entre las fuerzas de la Reacción y las convulsiones de la Revolución”.
Versalles castiga a Alemania
Tras centenares de reuniones y debates inacabables, el resultado de la Conferencia se concretó en el Tratado de Versalles, un acuerdo marco que resumía las condiciones para la paz de los vencedores, firmado el 28 de junio de 1919. También, en hasta cinco tratados posteriores rubricados en los siguientes años, que dispondrían la nueva organización territorial en cada una de las regiones del planeta cuyos habitantes habían perdido la guerra.

El montante del pago exigido a Alemania fue estratosférico: nada menos que 132.000 millones de marcos de oro (su moneda hasta el principio de la guerra). La cantidad tuvo que ser renegociada en varias ocasiones en los años posteriores ante la imposibilidad de los germanos de cumplir con los plazos impuestos y provocó diversas crisis durante los años 20, como la ocupación de la rica cuenca minera del Ruhr por parte de franceses y belgas tras no cobrar lo debido. Prueba de la inabordable carga que era esa deuda es que el rico país germano tardaría casi un siglo en pagarla completamente: no se saldó en su totalidad hasta una fecha muy reciente, el año 2010.
Un nuevo mapa del mundo
Territorialmente, Alemania fue también diezmada: se la privó de casi 100.000 kilómetros cuadrados (sobre algo más de 500.000 totales antes de la guerra). Uno de los primeros apartados del Tratado estaba dedicado a las “fronteras de Alemania” y el cambio más significativo era la restitución a Francia de la región de Alsacia-Lorena, que había estado en disputa entre germanos y galos desde la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII y con la que se habían hecho los alemanes tras su victoria de 1871 en la guerra franco-prusiana. El Tratado preveía volver a las fronteras de 1870.
Pero, siendo la pérdida más significativa, no fue ni mucho menos la única: el norte de Schleswig-Holstein pasó a Dinamarca tras un plebiscito; la mayor parte de la región de Prusia Oriental fue entregada a Polonia y algunas poblaciones concretas a Bélgica. Con Checoslovaquia, Austria y Luxemburgo se regresó a las fronteras vigentes hasta el día del inicio de la guerra en 1914. Además, varios importantes territorios quedaron bajo administración internacional, aunque cedido su mando cotidiano a alguno de los países vencedores: la rica región industrial del Sarre fue entregada a la explotación económica francesa y las ciudades portuarias de Danzig y Memel, en el Báltico, quedaron como ciudades libres bajo autoridad polaca.
En ultramar, el Imperio colonial alemán fue completamente finiquitado. Sus grandes posesiones en el continente negro se repartieron entre los ganadores: la mayor de ellas era el África Oriental Alemana, que se entregó al Reino Unido en la zona que pasó a conocerse como Tanganica (actual Tanzania), a Bélgica en lo que hoy es Ruanda- Burundi y a Portugal en el pequeño Triángulo de Kionga, fronterizo con los anteriores. Otro importante cambio de manos fue el de África del Sudoeste (actual Namibia), que pasó a engrosar la Unión Sudafricana, país que había consolidado las colonias británicas del sur del continente. Otros dos territorios de importancia en el continente negro que se redistribuyeron fueron Togolandia (a Gran Bretaña) y Camerún (a Francia). Y la Nueva Guinea Alemana pasó a ser administrada por los australianos.

Si Alemania quedó disminuida, otros imperios directamente desaparecieron. El primero fue el austrohúngaro, cuyo final quedó oficializado por el Tratado de Saint Germain-en-Laye, firmado el 10 de septiembre de 1919, aunque en las postrimerías de la guerra ya se había producido la secesión de territorios como Checoslovaquia, Hungría (cuyas fronteras se pactaron en el posterior Tratado de Trianon) o Rumanía. En los Balcanes se formó el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, precedente de Yugoslavia. En cuanto a la propia Austria, fue tratada como un país enemigo y obligada a pagar unas reparaciones de similar entidad a las alemanas.
Bulgaria, que también había sido aliada de los derrotados Imperios Centrales, tuvo que aceptar las condiciones de la paz por el Tratado de Neuilly-sur- Seine, firmado el 27 de noviembre de 1919. Redujo su ejército, aceptó pagar cuatrocientos cincuenta millones de dólares y perdió su salida al mar Egeo, al ceder Tracia Occidental a Grecia. No es extraño que el tratado sea conocido entre los búlgaros como “la segunda catástrofe nacional” de su historia (la primera es su derrota en la guerra balcánica de 1913).
Wilson, entre el rechazo y el Nobel
El Imperio otomano −que a principios de siglo gobernaba desde Egipto y la península Arábiga hasta Mesopotamia− fue desmantelado para siempre por el Tratado de Sèvres (10 de agosto de 1920) y por los posteriores “mandatos” establecidos por la Sociedad de Naciones sobre varios de sus territorios en Oriente Medio, que eran una especie de colonias de las que gozaron Inglaterra y Francia. Se trata de territorios hoy tan controvertidos como Siria, Palestina y Mesopotamia.

Dichos mandatos se crearon en la mayoría de casos de la nada y sus fronteras fueron trazadas con escuadra y cartabón. Siria quedó bajo administración francesa, mientras que Palestina y Mesopotamia fueron asignadas a Gran Bretaña. Los nuevos Estados luego se demostrarían como artificiales y están en la base de los problemas que hoy todavía siguen aflorando en aquella región, como las guerras de Irak y Siria.
Quizás el logro más destacable de los diplomáticos que participaron fue la creación de la Sociedad de Naciones, objeto de una comisión aparte dentro de la cumbre parisina, que el propio Wilson quiso presidir. Propiciaba algunos avances notables en la gobernanza internacional para evitar cualquier nueva guerra, el más importante de los cuales era la obligación de los Estados miembros de respetar y preservar la integridad territorial de otros miembros frente a cualquier agresión.
Esta aspiración acabaría por ser demasiado para los compatriotas del idealista Wilson. Cuando el trasatlántico lo llevó de nuevo a casa, se encontró con una pertinaz resistencia parlamentaria a aprobar lo que en Washington muchos consideraban como una obligación contractual para guerrear en defensa de cualquiera de los 42 países integrantes de la nueva entidad. El Senado denegó la ratificación y Estados Unidos nunca llegó a entrar en la Sociedad de Naciones, aunque Wilson ganó el Premio Nobel de la Paz en octubre de 1919 por su idea. Paradojas de la historia y una demostración de las dificultades para crear un verdadero gobierno internacional. Su ausencia se haría patente, con toda gravedad, dos décadas después.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-12-31 04:59:00
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