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el conflicto que acabó con cuatro imperios

el conflicto que acabó con cuatro imperios

Dos militares solos frente a frente. Uno representa a Alemania y el otro a Francia. Tras cuatro años de matarse por millones en la guerra que más soldados ha movilizado jamás, ahora la responsabilidad de poner punto final a la masacre se reduce a ellos dos. Ferdinand Foch (1851-1929), francés, comandante en jefe de los ejércitos aliados, y Matthias Erzberger (1875-1921), ministro sin cartera del gobierno alemán desde hace apenas un mes, se encuentran el 11 de noviembre de 1918 a la intempestiva hora de las 02:15 horas de la madrugada en un vagón de ferrocarril en Compiègne (norte de Francia).

Es como si fueran a jugar una partida de cartas, pero ambos saben que están marcadas, y el resultado, más que decidido. A Erzberger, un político del Partido de Centro Católico que se había opuesto a continuar la guerra desde hacía ya más de un año, lo habían enviado desde Berlín con un solo objetivo: “A pesar de mis deseos –relataría más adelante– no me dieron más instrucciones que la de firmar un armisticio a cualquier precio”.

La negociación duró tres horas en las que el militar Foch se mantuvo casi inasequible a cualquier petición del político germano. Sabía que no había razones para ceder, ya que los imperios centrales, con Alemania a la cabeza, estaban completamente derrotados. Hubo, al final de la reunión, algunas concesiones en el número de ametralladoras que deberían entregar los alemanes (inicialmente, 30.000), porque estos querían conservar todas las posibles no para continuar guerreando, sino para sofocar las revueltas bolcheviques y los motines que habían comenzado en el interior de un país derrotado y harto de belicismo.

Cuando ya se acercaba el amanecer, a las 05:12 horas de la mañana, Erzberger dejó de protestar por la dureza de las condiciones y estampó su firma sobre la propuesta de armisticio. Se convino que este entraría en vigor seis horas después. Sería una fecha simbólica, pues se trataba de las once de la mañana del día once del mes once. A esa hora en punto, la guerra habría acabado.

Acuerdo entre Foch y Erzberger
Este cuadro recoge el momento en que se oficializa el acuerdo previamente pactado entre Foch y Erzberger en presencia de las delegaciones alemana y francesa. Foto: Getty.

El final resultó hasta cierto punto rápido. Teniendo en cuenta que los frentes habían estado estancados durante años, sin moverse ni unos metros, podía sorprender que de repente los naipes de la baraja alemana se hubieran desmoronado tan súbitamente, dejando a su negociador sin ases que jugar.

La entrada de Estados Unidos en el conflicto había sido el comodín decisivo que inclinó la balanza. Su aportación de nuevos contingentes de soldados, frescos y bien equipados, acabó con el tenso equilibrio de la guerra de trincheras y mundializó todavía más el enfrentamiento. Con la participación de Estados Unidos se rompía el empate europeo, que parecía eterno, entre ingleses, franceses, rusos e italianos, por un lado, y alemanes, austríacos, búlgaros y otomanos, por el otro (con otros países menores participando en las respectivas coaliciones).

Quizás Alemania, de haber reducido la beligerancia imperialista impuesta por su káiser Guillermo II, habría evitado que los americanos se decidiesen a enfangarse en las trincheras europeas. Desde 1913, Estados Unidos tenía un presidente pacifista, el demócrata Woodrow Wilson (1856-1924), que había sido reelegido en 1916 con eslóganes como “Él nos mantuvo fuera de la guerra”. Ni siquiera el hundimiento del buque Lusitania por los submarinos alemanes el 7 de mayo de 1915, con 128 americanos a bordo, había resultado suficiente para que Wilson declarase la guerra. Exigió a Alemania que detuviese los ataques indiscriminados y ahí quedó todo.

Carátula de la canción The hero of the European war
Carátula de la partitura de la canción titulada The hero of the European war, impresa en Filadelfia en 1916 y dedicada a la figura del presidente Woodrow Wilson. Foto: Getty.

Estrategias para lograr la victoria

Pero en 1917, los submarinos germanos habían vuelto a las andadas en el Atlántico, ya que el Alto Mando consideraba que era la única estrategia que les podía reportar la victoria rápidamente antes de que su situación se colapsara. También en esas fechas, los alemanes habían ejecutado un movimiento diplomático para “americanizar” el conflicto que fue percibido como una amenaza en el patio trasero estadounidense: la propuesta a México de que se sumara a la contienda. Los alemanes les ofrecían “un generoso apoyo financiero” y “ayudar a reconquistar los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona”. En ese contexto, Wilson pidió al Congreso entrar en guerra, lo que se acordó el 2 de abril de 1917.

Alemania había confiado en poder lograr la victoria antes de que los americanos pusieran en marcha toda su máquina de guerra y enviaran unas fuerzas expedicionarias de tamaño significativo, un proceso que requería varios meses y que se calculaba que no estaría completo hasta el final de la primavera de 1918.

Para adelantarse, el mariscal Erich Ludendorff, uno de los dos máximos comandantes alemanes (junto a Paul von Hindenburg), planeó una gran ofensiva para el inicio de la primavera. Conocida confidencialmente como Operación Michael, su objetivo era avanzar desde la Línea Hindenburg, la gran red de trincheras defensivas alemanas en el noroeste de Francia, con el fin de empujar a las tropas británicas hacia el mar y, en último término, tomar los puertos a los que llegaba el tráfico marítimo por el Canal de la Mancha, de manera que impidieran la comunicación y el abastecimiento.

Los rusos se retiran del combate

Esa acción resultaba arriesgada y singular en un conflicto que, hasta entonces, había sido lento y con más importancia de la defensa que del ataque. El factor que ayudó a Ludendorff a tomar la iniciativa fue la retirada de Rusia de la guerra –a principios de 1918–, por decisión del nuevo gobierno bolchevique de Lenin (a quien, previamente, Alemania había ayudado a volver a su país desde el exilio para ponerse al frente de la Revolución). La firma del Tratado de Brest-Litovsk entre las Potencias Centrales y Rusia el 3 de marzo permitió a Alemania trasladar nada menos que cincuenta divisiones del frente oriental al occidental, en un momento en que el país se encontraba al borde del agotamiento de su esfuerzo de guerra.

Tratado de Brest-Litovsk
En esta instantánea posa la delegación ucraniana que rubricó el acuerdo de paz el 9 de febrero de 1918, en el marco de las negociaciones del Tratado de Brest-Litovsk. Foto: ASC.

La ofensiva tuvo lugar durante los meses de marzo y abril de 1918 y dio lugar a varias batallas, la primera la de San Quintín, el 21 de marzo, y la última, la del Avre, el 4 de abril, que pretendía tomar Amiens, una importante ciudad del noroeste francés. Para entonces los planes alemanes ya habían cambiado y, de la pretensión inicial de dirigirse a los puertos del Canal, se había pasado al objetivo de separar a las fuerzas británicas de las francesas.

Sin embargo, ninguno de estos propósitos fue conseguido y, aunque los alemanes conquistaron 3.100 kilómetros cuadrados de terreno (lo cual era mucho para una guerra de trincheras con avances casi nulos), resultaron inútiles en términos estratégicos y un grave peligro, ya que, si se miraba en un mapa, la posición alemana formaba un saliente pico de sierra, metido entre las líneas inglesas y francesas, lo que facilitaba ser atacados. Eso aumentó su número de bajas, que los alemanes no podían reponer con la facilidad con que lo hacían los aliados, que ya contaban con el repuesto de las frescas levas estadounidenses.

Tormenta de ofensivas

El mariscal Ludendorff, que se mostraba optimista sobre lo conseguido, al contrario que Hindenburg, convenció al político alemán de continuar con las operaciones ofensivas antes de que los americanos entrasen plenamente en combate. Realizó hasta cuatro más, una cada mes durante aquella primavera y principio de verano: la Operación Georgette (9-29 de abril, sobre Flandes, todavía con la intención de llegar a los puertos del Canal), la Operación Blücher (sobre la región de Chemin des Dames, cerca de Reims y con la vista puesta en París, del 27 de mayo al 4 de junio), la ofensiva de Noyon (8-12 de junio) y la del Marne (15-18 de julio), esta última con la intención de nuevo de alcanzar París.

Todas estas embestidas fueron repelidas. Dejaron exhausto al ejército alemán, pero no solo eso. También hicieron que se acabara de perder la fe en sus mandos, cuestionando los grandes –pero fallidos– proyectos del mariscal Ludendorff. El reflejo más palpable de la desmoralización era el flujo constante de deserciones, que, por ejemplo en la ofensiva de Noyon, sirvieron para conocer con antelación los planes germánicos, de forma que los aliados pudieron iniciar el contraataque antes que los alemanes la propia operación.

Tras soportar con éxito esta tormenta de ofensivas, ingleses, franceses y sus demás aliados decidieron no limitarse a repeler las agresiones. El 8 de agosto lanzaron su gran contraataque, conocido como la Ofensiva de los Cien Días. Empezó en la misma ciudad de Amiens que tanto protagonismo había tenido al comienzo de la primavera. La batalla que se desencadenó allí resultó decisiva para la suerte de la guerra: el desastre para los alemanes fue inmediato y el propio Ludendorff bautizó las primeras veinticuatro horas de enfrentamiento como “el día aciago del ejército alemán”.

Caballería francesa durante la Ofensiva de los Cien Días
La caballería francesa se dirige hacia el enemigo, en retirada entre los ríos Avre y Somme, durante la Ofensiva de los Cien Días. Foto: AGE.

Fue una de las primeras batallas “de laboratorio”, diseñada con una planificación muy cuidadosa, preparativos meticulosos y actuación coordinada de las diferentes armas por parte del general australiano John Monash, considerado un genio de la estrategia militar. Descolló su manejo de los tanques –que antaño se habían demostrado poco eficaces– como ariete ofensivo. Se utilizaron 450 carros de combate, “la mayor concentración acorazada hasta el momento para una batalla”, según el historiador Michael S. Neiberg.

Los nuevos tanques Mark V británicos, con una gran movilidad y capacidad de giro, causaron estragos, inaugurando una nueva forma de hacer la guerra. Pero fue, en general, la previsión y el análisis de todos los detalles, además del secretismo con el que se llevó a cabo la concentración de las fuerzas que iban a luchar, lo que hizo decir: “En realidad, la batalla de Amiens se ganó antes de que empezara el ataque”.

Con los aliados conquistando una media de nueve kilómetros en toda la línea de ataque, se produjo la rendición de muchos soldados germanos y un considerable impacto moral en sus filas, tan importante casi como el desenlace material. La estrategia alemana quedó reducida a poco más que la defensa a ultranza de la Línea Hindenburg, su inexpugnable raya defensiva durante casi toda la guerra. Pero esta ya no iba a ser suficiente. Presionada con todas las fuerzas aliadas a partir de septiembre, apenas resistiría ocho días, hasta el 4 de octubre.

Soldados franceses durante la Batalla del Marne
Soldados franceses esperando a iniciar el ataque detrás de una zanja, durante la Batalla del Marne. El resultado fue una victoria decisiva de los aliados sobre el ejército alemán. Foto: ASC.

En paralelo, los americanos lideraron el que está considerado como uno de los mayores ataques de su propia historia militar: la ofensiva sobre el río Mosa y la región de Argonne, en el entorno de Verdún, con el objetivo de tomar las defensas establecidas en los cerros de Montfaucon. Participaron 22 divisiones, 324 carros de combate y 840 aviones. En una sola semana, el I Ejército Americano, que suplía su falta de experiencia con un entusiasmo del que carecían sus cansados enemigos, penetró casi 13 kilómetros en el territorio controlado por los alemanes hasta entonces.

La internada demostró a Ludendorff que el frente podía caer en cualquier momento y su reacción fue una escueta y corta orden al Ministerio de Asuntos Exteriores: “Inicien inmediatamente las negociaciones de paz”.

El fin de los Imperios

Hasta cierto punto, los aliados fueron los primeros sorprendidos de que el fin de la guerra se precipitase. El primer ministro británico David Lloyd George creía que podía seguir la guerra hasta 1920. Fue la situación interna alemana, de gran descontento, la que acabó con cualquier voluntad de seguir resistiendo. Mientras Foch y Erzberger negociaban el armisticio en el vagón de tren, el emperador Guillermo II, antaño todopoderoso Káiser, huyó al exilio en los Países Bajos y los socialistas pasaron a controlar el gobierno proclamando la llamada República de Weimar. Para entonces, los aliados de Alemania ya habían dado el paso de aceptar la paz: con diferencia de apenas unos días, primero lo había hecho Bulgaria, luego el Imperio otomano y a continuación Austria-Hungría, que se rindió ante los italianos.

Así, antes de que llegase el temido invierno de 1918, que hubiera estancado de nuevo la situación, la primera guerra global había acabado. Se había llevado por delante cuatro imperios (el alemán, el austríaco, el ruso y el otomano) y las vidas de millones de personas. Laminados los perdedores, los vencedores –que también habían sufrido enormes pérdidas– iban a afrontar las negociaciones de paz con voluntad de ser compensados por las terribles consecuencias que para ellos había tenido el conflicto. Y esto iba a poner el germen de un nuevo problema.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-12-03 11:00:00
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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