El bárbaro era para los griegos (inventores del vocablo) y los romanos (que lo extendieron aplicándolo a sus muchos y diversos enemigos) aquel hombre o mujer ajeno a la civilización. Por supuesto, esa civilización no era sino la suya: la helénica o la latina. No se concebía que pudiera existir otra al mismo nivel más allá de sus fronteras. Para ellos, el resto del mundo eran bárbaros.
Esta diferencia, por tanto, en origen tenía una dimensión cultural (la etimología del término está relacionada con quien habla mal una lengua), pero luego, por asimilación, “bárbaro” sirvió para designar a los extranjeros en general y, a partir de las guerras entre griegos y persas, a los enemigos de los helénicos, particularmente a los más duros y resistentes.
Jerjes: realidad y leyenda
Entre los reyes persas a los que se atribuye una mayor fiereza y crueldad destaca Jerjes I (519-465 a.C.), aunque su imagen con atributos perversos y bárbaros es una moda bastante reciente, alimentada por el éxito del cómic –y la película– 300. La visión general de los persas entre los grandes cronistas helénicos no era, ni mucho menos, la que hoy asimilaríamos a unos bárbaros.

Uno de los antecesores de Jerjes, Ciro II el Grande, fue admirado y puesto como ejemplo de gobernante ideal por el famoso historiador Jenofonte en su libro Ciropedia, una biografía ficcionada que podría compararse a El Príncipe de Maquiavelo. Y Jenofonte sabía bien de lo que hablaba, pues había sido mercenario de otro rey persa, Ciro el Joven, en una guerra civil contra un rival, tras servir en la cual protagonizó un épico retorno a Grecia (la llamada Odisea de los Diez Mil).
Cierto es que Jerjes fue quien más amenazó a Grecia con un intento de invasión de la península que condujo a la mítica Batalla de las Termópilas (480 a.C.), en la que utilizó al regimiento de los Inmortales. Estos, bautizados así por Heródoto, eran un cuerpo de élite formado por 10.000 soldados cuyo número siempre se mantenía constante, ya que cada fallecido era reemplazado de inmediato por un sustituto: de ahí el nombre. Los persas tenían otras unidades temibles para sus enemigos, como la de los melóforos, formada por mil lanceros que constituían la guardia personal del rey y que eran escogidos entre los Inmortales.
Galos, el pánico de Roma
Pero sería con los romanos cuando el calificativo de bárbaro alcanzase a los pueblos a los que tradicionalmente quedó asociado en la historia antigua: galos, germánicos, godos y hunos. No fueron los únicos, pues bárbaros también eran para los romanos incluso nuestros cántabros, que opusieron durísima resistencia a las tropas de Octavio Augusto; tanto que, después de un mal augurio, decidió seguir la campaña a una prudente distancia en Tarraco mientras eran sometidos.
Los galos fueron de los primeros bárbaros en ser temidos por Roma. Su fama se originó con las incursiones de Breno, caudillo de los galos senones, quienes, tras cruzar los Alpes en el siglo IV a.C., se instalaron en el este de Italia, en una zona que sería llamada Ager Gallicus (Campo Galo). Desde allí asolaron varias regiones y, cuando los romanos intentaron frenarles, se encontraron superados por sus huestes en la Batalla de Alia.
Breno saqueó Roma y sus notables debieron pagarle mil libras de oro para frenar su ímpetu destructor. Se cuenta que mantuvieron una disputa sobre la exactitud de los pesos usados para calcular la cantidad de oro. Entonces, Breno desenvainó la espada y la puso encima de las balanzas, pronunciando la famosa frase “Vae Victis!” (“¡Ay de los vencidos!”), que ha pasado a la posteridad para indicar que los vencedores no se apiadan de los derrotados.
El pánico a Breno y los galos resonó durante la historia posterior de Roma. Cuando Julio César se convirtió en gobernador de los territorios romanos en la Galia y decidió ampliarlos enfrentándose a sus diversas tribus, iba a comprobarse de nuevo la ferocidad de estas. Un nombre destacaría enseguida: el del líder arverno Vercingétorix. En la obra maestra de Julio César, La guerra de las Galias, explica la táctica de tierra quemada urdida por el caudillo galo que tantas dificultades causó a las tropas romanas, situándolas al borde de la derrota.

Los galos no solo eran temibles guerreros, sino también gentes de rudo carácter. A los romanos les sobrecogió el discurso que otro jefe arverno, Critognatos, pronunció durante el decisivo sitio de la ciudad de Alesia, en el que los galos estaban al borde de la inanición. Hubo discusiones entre ellos sobre mantener la lucha o abandonarla. Critognatos era partidario de resistir a cualquier precio, a pesar de las penalidades, y en su alocución llamó a “hacer como nuestros antepasados en las guerras contra los cimbrios y los teutones”. Según explicó, “ellos mantuvieron sus vidas nutriéndose de la carne de aquellos cuya edad los hacía inútiles para la guerra”. La alusión al canibalismo repugnó a los romanos.
En cualquier caso, el propio Vercingétorix no siguió el consejo de Critognatos y finalmente se rindió a cambio de que César respetara la vida de los alesios, lo que matizaría este presunto salvajismo galo.
Terror en las selvas del Rin
Los germánicos, que opusieron una resistencia mucho mayor y continuada en el tiempo que los galos, son tachados de mucho más brutales que estos. Ya el propio César se refiere al rey suevo Ariovisto −que cruzó en varias ocasiones la frontera del Rin para ocupar territorios galos− como un gobernante arrogante y cruel, que tomaba como rehenes a los hijos de los líderes de los pueblos sometidos y les infligía todo tipo de castigos.
La fama de la fiereza y del carácter sanguinario de los germánicos iría en aumento entre los romanos a medida que su expansión les llevase a internarse hacia el norte, en las selvas más allá del Rin. El momento cumbre se alcanzaría durante la Batalla del bosque de Teutoburgo, en el año 9, uno de los desastres más inapelables que sufrieron las hasta entonces prácticamente invictas legiones romanas en tierras occidentales.

Las desafortunadas circunstancias de la batalla consternaron a los latinos: el cabecilla germano que les derrotó, Arminio, pertenecía a una importante familia de la tribu de los queruscos y había sido dado como rehén a los romanos, quienes le habían proporcionado una educación del más alto nivel con la esperanza de transformarlo en un líder favorable al Imperio. Lejos de ello, Arminio aprovechó lo aprendido para utilizarlo contra sus educadores.
Tras organizar en secreto la conspiración de varias tribus, el caudillo escogió el momento y el terreno que más podían perjudicar a las legiones que tan bien había podido estudiar. A punto de comenzar el otoño, cuando los romanos ya hubieran tenido que estar instalando sus cuarteles de invierno, los arrastró a una expedición de castigo que parecía prometer un fácil saqueo. Fueron convocadas nada menos que tres legiones. Llevadas hacia un terreno boscoso, lleno de ciénagas fangosas, sus hombres perecieron aplastados por proyectiles lanzados desde elevaciones y sin apenas poder plantear batalla en campo abierto.
El castigo no fue menos terrible para los legionarios capturados (su general, Publio Quintilio Varo, se había suicidado). Les sacaron los ojos, les cortaron las manos y les cosieron la boca. Esto último, según relata el historiador Floro, llevaba a los germanos a burlarse de ellos: “Por fin, víbora, has dejado de silbar”. El final de sus mandos fue todavía más duro, ya que, según Tácito, tribunos y centuriones fueron sacrificados en altares en el propio bosque.
Estos relatos, que hasta hace unos años podrían haber parecido producto de la exageración, han sido corroborados por una monumental investigación arqueológica realizada en el lugar de la contienda que, utilizando los últimos adelantos tecnológicos, ha revelado detalles estremecedores: ha permitido documentar centenares de casos de aniquilaciones individuales de soldados que huían, o localizar por fotoluminiscencia grupos de cuerpos amontonados, pasados por las armas sin contemplaciones. En ellos se distinguen los restos de madres aún abrazadas a sus niños (las concubinas que acompañaban a los legionarios con sus hijos naturales).
Los godos que mataron al emperador
Tardarían varios siglos los enemigos de Roma en infligirle a esta derrotas de similar calibre y tan crueles, y serían otros bárbaros, habitantes de una frontera distinta, la oriental, los responsables. Las oleadas de emigrantes que durante el siglo IV se fueron acercando hasta el Danubio iban a demostrar una gran ferocidad en batalla, en particular dos pueblos: los godos y los hunos.
Los godos presionaron sobre Roma, en la frontera este del río Danubio, precisamente porque ellos a su vez eran empujados en sus límites orientales por los hunos, que migraban desde sus orígenes nómadas en Mongolia y el norte de China. La intención de muchos godos de integrarse en el rico sistema político y social romano, y la consiguiente resistencia del Imperio, llevaría a la Batalla de Adrianópolis en el año 378. Fue un acontecimiento terrible para Roma, en el que los godos, liderados por el temible Fritigerno, arrasaron a las legiones y se cobraron una víctima inusual: el propio emperador, Valente, que cayó en el campo de batalla y cuyo cuerpo nunca fue encontrado.

Las descripciones de los godos, divulgadas hasta los confines del Imperio Romano, no harían sino incrementar el miedo hacia esos bárbaros de gran ardor guerrero. El historiador Jordanes, por ejemplo, escribió: “Marte ha sido siempre adorado por los godos con crueles ritos y los cautivos eran asesinados como sus víctimas. Creían que el dios de la guerra tenía que ser apaciguado con el derramamiento de sangre humana. En su honor, los brazos arrancados de los enemigos colgaban de los árboles”.
Atila, el azote de Dios
Media centuria después, en el siglo V, el temor romano se volvería, multiplicado, hacia el soberano del pueblo que había sido capaz de atemorizar a los sanguinarios godos. Ese era Atila, rey de los hunos. Sobre ellos escribe su contemporáneo Amiano Marcelino, militar e historiador romano: “Sin duda, tienen la forma de los hombres, aunque sean toscos, y son tan resistentes que no requieren fuego ni alimentos con buen sabor, sino que viven de las raíces de las hierbas en los campos, o de la carne medio cruda de cualquier animal, que simplemente se calientan rápidamente colocándola entre sus propios muslos y la espalda de sus caballos”.

Jinetes y guerreros incansables (por su ascendencia nómada, proveniente de las estepas de Asia central), los hunos encontraron una forma de vida en el cobro de tributos al debilitado Imperio Romano oriental del siglo V. Cuando Atila accedió al trono de forma compartida con su hermano Bleda, su reino ya era enorme al este del Danubio.
En los siguientes años se dedicó primero a afirmar su poder (poniendo sitio a Constantinopla y cobrando una fuerte recompensa por levantarlo) y luego a engrandecer sus dominios aprovechando una petición de ayuda de Honoria, la hermana del emperador occidental Valentiniano, a la que habían prometido en matrimonio con un senador contra su voluntad. Atila tomó la solicitud como una oferta de matrimonio a él mismo y, utilizando esta excusa, se lanzó sobre la Galia encabezando a temibles pueblos bárbaros que para entonces eran sus vasallos, como los ostrogodos, los hérulos, los alanos y los burgundios. Su imbatibilidad le llevó a ser conocido como “el azote de Dios”.
En el año 452 atacó Italia, aunque se detuvo en la orilla del Po, sin llegar a invadir Roma, después de una reunión con el papa León I, que tal vez lo convenció de no seguir adelante. Una versión que también circuló es que temió de forma supersticiosa correr la misma suerte que otro mítico guerrero bárbaro, el visigodo Alarico, que había protagonizado el primer saqueo de Roma en 410 para acabar muriendo ese mismo año. En cualquier caso, Atila no ganó mucho tiempo, ya que murió unos meses después, durante la celebración de una de sus bodas, por una hemorragia nasal (al menos esa fue la versión oficial). Un final muy poco glorioso para el más temido de todos los bárbaros.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-12-22 05:00:00
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