El palacio del Buen Retiro, construido entre 1630 y 1636, fue pensado en un primer momento como una simple ampliación de las estancias que los reyes tenían en el monasterio de San Jerónimo en Madrid, pero poco a poco fue convirtiéndose en una de las iniciativas artísticas más importantes de Felipe IV.
El Buen Retiro en 1637, atribuido a Jusepe Leonardo. Foto: Album.
Ideado por el conde-duque de Olivares como un lugar en el que el rey pudiera descansar de las tareas de gobierno sin necesidad de trasladar a toda la corte fuera de la capital, se requería como un lugar de representación de la monarquía y como una villa suburbana, lo que explica su ubicación en el límite de la capital, entre el convento de dominicos de Atocha, el paseo del Prado y el camino de Alcalá, en un lugar ligeramente elevado, conveniente por lo tanto por la salubridad de su aire y con un enorme jardín, que con el tiempo y múltiples modificaciones evolucionaría hasta convertirse en el actual parque del Retiro. La decoración pictórica del edificio fue espléndida y una parte importante de la misma se conserva en el Museo del Prado, por lo que aunque gran parte del edificio ha desaparecido, todavía es posible hacerse una idea de su esplendor. Basta considerar que en sus estancias colgaron cuadros de Tiziano, Velázquez o Ribera, y que se encargaron obras a algunos de los artistas más importantes de la época como Domenichino, Nicolas Poussin, Claudio de Lorena o Artemisia Gentileschi.
Afortunadamente, la sala más importante del conjunto ha llegado hasta nuestros días. Era la conocida como Salón Grande por sus dimensiones, Salón Dorado por el color de los grutescos pintados por Pedro Martín Ledesma o Salón de Reinos por la presencia de los escudos de los reinos de la monarquía en la bóveda. Se trata de una gran estancia de planta rectangular, ubicada en el centro de la fachada norte, con ventanas en los lados más largos y un balcón corrido por debajo de la cornisa. La presencia de este último se explica por la doble función de la sala, que servía como salón del trono y como teatro de corte hasta la construcción del Coliseo del Buen Retiro.
Nacimiento de San Juan Bautista (hacia 1635), de la italiana Artemisa Gentileschi. Foto: Museo Nacional del Prado.
Decoración palaciega
En los palacios europeos del siglo XVII era habitual usar dos tipos de decoración mural: tapices en invierno, que hacían más fácil calentar las habitaciones, y cuadros en verano. Pero sabemos que la decoración del Salón de Reinos era fija, no estacional, y constaba de doce grandes lienzos en los muros largos, pintados entre 1634 y 1635 por algunos de los mejores artistas presentes en Madrid, como Vicente Carducho, Eugenio Cajés, Félix Castello, Jusepe Leonardo, Antonio de Pereda, Francisco de Zurbarán, Juan Bautista Maíno y Diego Velázquez. Todos mostraban batallas ganadas por los ejércitos de Felipe IV entre 1622 y 1633.
Entre ellos y sobre las ventanas había diez cuadros con los Trabajos de Hércules realizados por Zurbarán, mientras que en los muros cortos se encontraban los retratos ecuestres de los padres del rey, Felipe III y Margarita de Austria en el lado oriental, y el propio Felipe IV junto con su esposa Isabel de Borbón y su hijo el príncipe Baltasar Carlos en el lado occidental, obras de Velázquez que se sirvió de un colaborador para los de Felipe III, Margarita de Austria e Isabel de Borbón.
La cámara de Felipe IV en el Real Sitio del Buen Retiro (1881), de Vicente Poleró y Toledo. Foto: Museo Nacional del Prado.
La ideación velazqueña
El papel de Velázquez en el planteamiento de la sala y su programa iconográfico tuvo que ser fundamental, teniendo en cuenta que era pintor de cámara y que se trataba de un proyecto muy pensado por su protector, Olivares.
El espacio aparentemente es un salón de batallas, y en ese sentido recuerda a ejemplos europeos, como el Salone dei Cinquecento, del florentino Palazzo Vecchio, pintado por Giorgio Vasari, la Galería de María de Médici en el Palais du Luxembourg en París o la decoración de la Banqueting House del Whitehall Palace en Londres, ambos de Rubens. Pero también en la península ibérica existían precedentes como los frescos de la Galería de batallas del monasterio de El Escorial, los de Cristoforo Passini en el castillo de Alba de Tormes o los de Romolo Cincinnato en el palacio del Infantado en Guadalajara.
Pero aquí el programa decorativo es más sutil y aborda diversos temas. Los más evidentes son la enorme extensión geográfica gobernada por el rey de España, representada por los escudos y las batallas, libradas en dos continentes, así como la Unión de Armas, un proyecto fracasado del conde-duque que implicaba la obligatoriedad de socorro militar de los reinos de la monarquía a cualquiera de los otros que lo necesitara. También puede leerse como una celebración del triunfo de la virtud representada por Hércules, héroe pacificador y civilizador que acaba con la discordia.
Hércules separa los montes Calpe y Abyla (1634), de Francisco de Zurbarán. Foto: ASC.
En realidad, el salón se pensó no tanto como un salón de la guerra, sino como uno de la paz, una paz universal que solo era posible, según los ideólogos del programa, bajo la monarquía hispánica, es decir, católica. Esta idea estaba presente en el auto sacramental de Calderón de la Barca con el que se inauguró el edificio, El nuevo palacio del Buen Retiro, en el que se equiparaba a Felipe IV con Cristo y a Isabel de Borbón con la Iglesia, pero también en los lienzos de batallas, pues en ellos no aparece el deseo de conquistar nuevos territorios, sino de mantener aquellos que han sido heredados por Felipe IV, que por lo tanto se defienden de los ataques enemigos o se recuperan para la monarquía.
Al mismo tiempo, se lanzaba un claro mensaje a los aliados de la misma, pues no se explica de otra manera el cuadro de Antonio de Pereda Socorro de Génova, una ciudad que no formaba parte de la monarquía, pero que siempre había estado muy vinculada a ella, y que no fue atacada por un ejército protestante sino por los soldados del rey de Francia. Por otra parte se insistía en el carácter justo y magnánimo del rey, pues algunos de los heridos que están siendo curados en el cuadro de Maíno La Recuperación de Bahía de Todos los Santos se han identificado tradicionalmente con soldados holandeses.
El tema de la estancia no parece ser por lo tanto el contingente de la victoria en el campo de batalla, que habla del esplendor puntual de la monarquía y que ya no tenía sentido en 1635, sino el de la misión trascendente y providencial de la misma como garante eterna de la paz mundial.
En este discurso adquieren todo su sentido los retratos ecuestres que convierten además al salón en una galería de retratos, al incluir los de tres generaciones, desde Felipe III hasta el malogrado Baltasar Carlos, fallecido en Zaragoza en 1646 con tan solo 16 años.
La reina Isabel de Francia a caballo (1628-1636) es uno de los retratos ecuestres encargados a Velázquez para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Foto: Museo Nacional del Prado.
Por eso, también, el Salón de reinos se planteó además como un espacio para la educación del príncipe, que aparece saltando literalmente al campo de batalla europeo para continuar la labor de sus predecesores.
Guerra de pinceles
Pero en el salón la guerra no solo concernía a los países, también a los pintores. Tradicionalmente, se ha sugerido que la participación de tantos artistas y con estilos tan diferentes se debió a que había una cierta premura por acabar el palacio, pero así no se explica por qué únicamente Zurbarán recibió el encargo de pintar los lienzos de Hércules, o Velázquez el de los retratos ecuestres. Lo más probable es que el salón se pensara también como el espacio de confrontación de la pintura entre los artistas de la generación más antigua (Carducho, Cajés, Castello) y los de la nueva generación (Velázquez, Zurbarán, Leonardo, Pereda) o que al menos compartían sus mismas ideas (Maíno).
De hecho, todos los cuadros tienen unas dimensiones parecidas y todos muestran la misma temática, dejando a la inteligencia pictórica de cada artista resolver el problema que planteaba este tipo de obras. La respuesta fue evidente, algunos como Carducho o Cajés recurrieron a planteamientos usuales desde el siglo XVI, mientras que otros fueron capaces de incorporar el gusto imperante en la corte por la pintura de Tiziano y Rubens (Leonardo, Pereda) y otros mostraron una evidente originalidad y una aproximación al tema prácticamente sin precedentes, como Velázquez o Maíno, cuyo cuadro fue el más celebrado por sus contemporáneos. El salón quedaba así convertido también en una galería de pintura contemporánea al reunir, en la forma de tema y variaciones, ejemplos de los mejores pintores activos en la corte de Madrid hacia 1635.
La Torre de la Parada
Una situación ligeramente similar se dio en el caso de la Torre de la Parada, un edificio del monte de El Pardo que fue ampliado por Felipe IV. Su misión era servir de lugar de descanso en las batidas de caza que se celebraban en sus alrededores, pero fue suntuosamente decorado con más de cien lienzos encargados a Rubens y su taller, en los que se desarrollaba un complejo programa iconográfico de exaltación de las fuerzas de la naturaleza mediante la representación de episodios de la mitología clásica y de las figuras de los dioses del panteón romano, inspirados en estatuas clásicas.
La Torre de la Parada en un lienzo de Félix Castelo (hacia 1640). Foto: ASC.
Para completar las representaciones de dioses realizadas por Rubens, Velázquez pintó una imagen del dios Marte, sentado semidesnudo sobre un lecho revuelto, con sus armas a los pies y un gesto melancólico. La obra se inspira tanto en el Ares Ludovisi, obra que conoció en Roma durante su primer viaje a Italia, como en la estatua de Lorenzo de Medici de Miguel Ángel en la iglesia de San Lorenzo de Florencia.
Interpretada tradicionalmente como expresión de hastío por parte de un dios de la guerra maduro y cansado después de yacer con Venus, recientemente se ha sugerido que quizá esa mirada melancólica refleje en realidad el cansancio por las interminables campañas militares que desangraban a Europa en la Guerra de los Treinta Años, en la línea del Marte dormido de Hendrick ter Brugghen (1629) o El centinela de Carel Fabritius (1654). La obra, además, está realizada con una técnica magistral, con una pincelada medida que, con una gran economía de medios, es capaz de sugerir la textura y el volumen de todas las superficies, sean estas la piel del dios, las telas sobre la cama o la panoplia del suelo.
El dios Marte (hacia 1640), Velázquez. Foto: ASC.
Dioses frente a reyes
Velázquez pintó también los retratos de Felipe IV, el cardenal infante don Fernando y el príncipe Baltasar Carlos como cazadores. Figuras que recuerdan quién realizó la ampliación y decoración del edificio, pero también que la caza era vista en la Edad Moderna como un ejercicio preparatorio para la guerra, pues requería las mismas destrezas.
Su representación se integra así perfectamente con la función de la construcción, pero también con la presencia de los personajes mitológicos, a los que superan, pues si estos son con frecuencia moralmente censurables (Apolo persiguiendo a Dafne, Plutón raptando a Proserpina…), el rey, su hermano y su hijo aparecen como paradigmas de la contención y el autocontrol, mirando serenamente al espectador a pesar de encontrarse en un entorno agreste, imponiendo por tanto un cierto orden racional en el caos natural.
Felipe IV, cazador (1632-1634), Velázquez. Foto: ASC.
Velázquez usa en ellos todos los recursos del retrato de corte español, pero adaptándolos a un exterior en el que destaca la atención prestada a los elementos de la naturaleza, las montañas de la Sierra de Guadarrama en el caso de Baltasar Carlos, en cuyo fondo se intuye la presencia del monasterio de El Escorial; los árboles, que tanto en su retrato como en el de Felipe IV, funcionan como doseles que realzan la figura real; o los perros de caza, auténticos retratos de animales con personalidad propia y que añaden otro elemento simbólico a los lienzos. Felipe IV está acompañado por un mastín, animal emblema de la vigilancia, el valor y la fidelidad a su dueño, mientras que Baltasar Carlos aparece entre un perro dormido y un galgo de perfil, completamente alerta. El príncipe, ni excesivamente relajado ni demasiado preocupado, se convierte por tanto en una alegoría de la moderación, un gobernante ideal.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-07-11 05:38:38
En la sección: Muy Interesante