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Las tortugas pueden ser sensores de la radioactividad ambiental, según un estudio reciente

Las tortugas pueden ser sensores de la radioactividad ambiental, según un estudio reciente

Los quelonios, el grupo de animales que incluye a las tortugas, los galápagos y las tortugas marinas son uno de los grupos de reptiles vivientes más antiguos que todavía habitan nuestro planeta. Su historia evolutiva se extiende más de 200 millones de años, lo que les ha permitido adaptarse a los hábitats más diversos: tierra firme, lagos, océanos…

El característico caparazón óseo de las tortugas les ha servido como una protección contra los depredadores, pero a biólogos y paleontólogos les da la posibilidad de poder detalles como conocer la especie, conocer la edad de la tortuga e incluso distinguir entre individuos.

Pero pueden tener una utilidad más: el lento pero constante crecimiento de las placas que componen su caparazón podría permitir a los científicos su uso como un sensor de las condiciones ambientales, de tal manera que el crecimiento de este a lo largo de la vida de la tortuga podría ayudar a reconstruir cronológicamente el registro de las condiciones ambientales de los lugares en los que ha habitado la tortuga.

Una tortuga marina. Créditos: Wikimedia Commons

A partir de los años 40 del siglo XX, el rápido desarrollo de los programas nucleares -especialmente del norteamericano- comienza a suponer un problema ambiental en algunos lugares del planeta. Desde la extracción del uranio a las pruebas nucleares, pasando por los procesos de enriquecimiento, estos suponían una liberación de elementos radioactivos al medio, algo que se acelera especialmente con el inicio de la Guerra Fría.

Los atolones como un entorno perfecto para las pruebas nucleares

¿Podrían las tortugas ayudarnos a conocer mejor cómo fue la liberación de la radioactividad al medio? Hagamos un viaje hasta el océano Índico, concretamente al atolón de Enewetak, situado en las islas Marshall y descubierto -esto es un apunte de historia reciente- por el explorador español Álvaro de Saavedra en 1529, poco tiempo antes de su fallecimiento. Este atolón está compuesto por 41 islas que rodean un lago central con una profundidad media de 50 metros.

Atolón de Enewetak, visto desde el satélite Landsat 8. Cortesía de USGS/LANDSAT

Durante mucho tiempo, los atolones fueron uno de los lugares preferidos para realizar las pruebas nucleares por distintos motivos: El primero, y quizás más evidente, es porque suelen estar situados en áreas remotas y lejanas de los grandes núcleos urbanos, lo que reduce el riesgo de someter a la población a la radiación y a los radioisótopos liberados por estas pruebas, pero, además, el hecho de que estén tan aislados -si me permiten la expresión, en “mitad” del océano- facilita un mayor control de quienes entran y salen de la isla, lo que facilita la vigilancia en un entorno muy sensible al espionaje.

Por otro lado, la forma y cierre de los atolones permite que las pruebas nucleares submarinas tengan cierto grado de contención, ya que el agua puede ayudar a contener la explosión y los límites del atolón frenar, al menos en parte, la liberación de elementos radioactivos mucho más allá de estos.

De 1948 a 1958 se realizaron un total de 43 pruebas nucleares en Enewetak, dejando una fuerte impronta en el entorno: la presencia de isótopos radioactivos en el agua, la contaminación de los sedimentos del fondo del lago del atolón e incluso la destrucción de una de las islas que lo formaban durante una de las pruebas más importantes de todo el programa atómico: la del primer prototipo a escala completa de un arma termonuclear, cuyo nombre en clave puede que les suene: Ivy Mike.

Vista del “hongo” nuclear provocado por la detonación de Ivy Mike. Créditos: Wikimedia Commons

Hoy día, tomar medidas de la radiación ambiental es relativamente fácil, incluso en áreas remotas -más allá de las complicaciones logísticas- y, de hecho, hay estudios recientes sobre la radioactividad que ha quedado en los atolones tras las pruebas nucleares pero estas representan una escasa ventana temporal y espacial. Como, entonces, ¿podríamos intentar estudiar los niveles de isótopos radioactivos en otros momentos distintos a los que pudimos medir directamente? Quizás el caparazón de las tortugas tenga la respuesta.

Las tortugas como herramientas de medida de la radioactividad ambiental

Nos cuentan en un artículo publicado recientemente por Conrad et al. (2023) que en el año 1978 se recogió la placa del caparazón de una tortuga marina del interior del estómago de un tiburón tigre que había sido pescado en la isla de Enewetak. En el momento de su muerte, esta tortuga era relativamente joven y, por lo tanto, habría nacido tras el final de las pruebas nucleares en este atolón.

Los científicos midieron un enriquecimiento importante en uranio-235 —el isótopo capaz de sostener una reacción nuclear en cadena y, por lo tanto, importante en la fabricación de armas nucleares— lo que sugiere que esta tortuga probablemente se alimentó en el entorno del atolón, algo que coincidiría con los patrones de migración que conocemos hoy para este tipo de tortugas.

Vista de dos de los cráteres que quedaron marcados en el atolón tras las pruebas nucleares. Imagen tomada por el satélite Sentinel 2 del Programa Copernicus de la Unión Europea.

El caso concreto de este atolón es importante también por otro hecho: la liberación de los isótopos radioactivos no solo se produjo durante las pruebas nucleares, sino que los radioisótopos que quedaron atrapados en los sedimentos fueron, paradójicamente, parcialmente liberados durante las operaciones de limpieza, pero también por la construcción de la cúpula de Runit, un sarcófago nuclear construido a finales de la década de los 70 para albergar una parte de los residuos nucleares que procedentes de la limpieza del atolón.

Este estudio, que no solo se centra en el atolón, revela también un dato perturbador: en una de las tortugas estudiadas —en este caso de una zona de los Estados Unidos relacionada con la fabricación del armamento nuclear—, han podido observar como elementos contaminantes podrían pasar de la madre a los hijos, algo que tiene que hacernos ver que hay un efecto no solo directo sobre los propios individuos que han vivido en el momento de la contaminación radioactiva, sino que puede tener un efecto de transmisión generacional sobre las tortugas -y, probablemente, sobre otros animales- pudiendo provocar enfermedades o problemas en el desarrollo.

En el futuro, los otolitos de los peces podrían ayudarnos también a estudiar la variación de algunos contaminantes en el ambiente gracias a su crecimiento progresivo. Créditos: FWC Fish and Wildlife Research Institute/Flickr

Estos hallazgos ponen de manifiesto como podríamos usar las tortugas como un sensor ambiental capaz de registrar cambios ambientales a durante largos periodos de tiempo, puesto que, como dijimos antes, las tortugas son animales longevos y, además, prácticamente podemos encontrarlas en todos los ambientes de nuestro planeta.

Pero, además, podría abrir la puerta a estudiar con detalle el efecto de aquellas acciones puestas en marcha para remediar la contaminación y comprobar su efectividad a lo largo del tiempo, algo que en ocasiones es difícil de monitorizar de una manera continua, pero cuyo impacto si podría quedar registrado en el caparazón de las tortugas.

Referencias:

  • Cyler Conrad, Jeremy Inglis, Allison Wende, Matthew Sanborn, Nilesh Mukundan, Allison Price, Travis Tenner, Kimberly Wurth, Benjamin Naes, Jeanne Fair, Earl Middlebrook, Shannon Gaukler, Jeffrey Whicker, Jamie L Gerard, Washington Tapia Aguilera, James P Gibbs, Blair Wolf, Tonie K Kattil-deBrum, Molly Hagemann, Jeffrey A Seminoff, Timothy Brys, Rafe Brown, Katrina M Derieg, Anthropogenic uranium signatures in turtles, tortoises, and sea turtles from nuclear sites, PNAS Nexus, Volume 2, Issue 8, August 2023, pgad241, https://doi.org/10.1093/pnasnexus/pgad241

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-06-11 10:27:48
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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