Pintor, dibujante y grabador, Francisco de Goya es una de las figuras más grandes y desbordantes de la historia de la pintura universal, un genio imposible de adscribir a ninguna tendencia estilística concreta. Fue mucho más allá de lo que permiten los encorsetados clichés estilísticos de la historia del arte. Se podría decir que, en cierto modo, fue el padre del impresionismo, del expresionismo, del surrealismo y de otras vanguardias actuales. Desde un punto de vista político, conoció la Ilustración de Carlos III, las intrigas y convulsiones de Carlos IV, la Guerra de la Independencia y la reacción absolutista de Fernando VII, hechos que sin duda le fueron marcando y condicionaron, en parte, su pintura, no solo en cuanto a su temática, sino también respecto al desarrollo de su estilo personal.
La familia de Carlos IV, 1800. Madrid, Museo del Prado. Foto: ASC.
Hacia 1770 se trasladó a Italia para hacer méritos, estudiar arte y mejorar sus posibilidades, según se desprende de su famoso cuaderno de apuntes y notas. Tras su regreso, y por influencia de Anton Raphael Mengs y de su cuñado Francisco Bayeu, recibió el encargo de realizar los cartones para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, una de las etapas más prósperas y optimistas de su vida. En 1786 fue nombrado Pintor de Cámara del rey Carlos III, junto con Ramón Bayeu, y en 1789, Pintor de Cámara de Carlos IV.
Con la sordera que padeció desde el otoño de 1792, su pintura poco a poco se vuelve más expresiva y personal, incluso corrosiva, amarga, dramática y sumamente crítica. Los retratos pierden ese aire ceremonial de su etapa anterior para ganar en naturalidad y penetración psicológica. No obstante, son años de intenso trabajo cortesano. En 1798, por ejemplo, mientras ejecuta los frescos para la ermita de San Antonio de la Florida, realiza retratos de los reyes y su familia, de Godoy o de las majas, entre muchas otras obras.
Vivió sus últimos años en Burdeos, pasó un breve tiempo en París y realizó un fugaz viaje a Madrid, falleciendo en Burdeos el 16 de abril de 1828. El título de su asombroso dibujo Aún aprendo del «Álbum de Burdeos » (Museo del Prado), realizado apenas un par de años antes de su muerte, traduce de un modo increíblemente elocuente la grandeza de espíritu, los sufrimientos, la fortaleza y la coherencia de la vida y obra de Francisco de Goya.
Carlos III, hacia 1765, por Anton Raphael Mengs. Museo del Prado. Foto: Museo Nacional del Prado.
El primer retrato oficial
La llegada al trono de Carlos IV y María Luisa de Parma tras el fallecimiento de Carlos III, acaecido en la madrugada del 14 de diciembre de 1788, se convirtió en un jalón trascendental en la vida y el arte de Francisco de Goya. Inmediatamente después, se inició un procedimiento destinado a crear el retrato oficial del nuevo rey, Carlos IV, que posiblemente se convirtió en una de las efigies reales más conocidas, copiadas, replicadas, versionadas e imitadas.
La necesidad de crear la imagen pública del joven monarca y ofrecer un modelo para su retratística oficial era acuciante ya en las primeras semanas del reinado. Dos semanas después del fallecimiento de Carlos III, el Ayuntamiento de Madrid solicitó algunos modelos a Antonio Carnicero, como el conservado en el Museo Municipal de Madrid, que copia el prototipo del retrato de Carlos III realizado por Anton R. Mengs. Otros pintores, como Francisco Bayeu, se propusieron, sin mucho éxito, componer una imagen que pudiera convertirse en retrato oficial.
Los retratos de Carnicero, acartonados e inexpresivos, o los demasiado convencionales de Maella, fueron superados de inmediato por las versiones de Goya, por el naturalismo y la vivacidad con que supo representar a los reyes, sin que perdieran por ello la elegancia y la majestad debidas a su estatus.
Froilán de Berganza, hacia 1798, por Mariano Salvador Maella. Museo del Prado. Foto: ASC.
Numerosas instituciones encargaron pinturas del monarca, con desigual fortuna. En este contexto, Goya empezó a idear su modelo y a diseñar la que estaba llamada a convertirse en la imagen pública del rey. Sin duda, el trabajo de esbozado de un modelo o matriz era un proceso lento, meditado y reflexivo, puesto que, a partir de una imagen original e individual del joven monarca, muchas otras habrían de pintarse ajustándose siempre al primer ejemplar o prototipo. Ello hacía de la confección de la imagen del rey un proceso complejo en el que artista y modelo podían chocar, ya que el retrato debía satisfacer a partes iguales al rey, que quería ver reflejada su «representación del yo» en el ámbito público, su imagen pública —y por tanto, oficial—, y al pintor, que debía sacar partido de esta tarea en beneficio de su propia carrera.
En efecto, se trató de un proceso meditado, complejo y lento, como cabía esperar. Durante los primeros meses de 1789, Goya estuvo esbozando el retrato oficial; para ello, entre febrero y marzo de ese mismo año Goya fue al nuevo Palacio Real a retratar del natural a los nuevos monarcas, o por lo menos antes del 21 de abril, en que la familia real y su séquito se dirigieron hacia el Palacio Real de Aranjuez. Con estos retratos de Carlos IV y María Luisa de Parma, Goya demuestra su genialidad para interpretar pictóricamente en clave ilustrada los intereses propagandísticos de la monarquía hispana. Reflejó en ellos, con perspicacia y clarividencia, los nuevos requerimientos de sus patronos: encarnar a una monarquía tolerante y comprometida con las reformas sociales y políticas, ideas que quedan reflejadas visualmente en sus expresiones sonrientes y bondadosas. Había que transmitir la idea del buen gobierno, de la cercanía con el pueblo, una actitud esencial dados los acontecimientos revolucionarios que sacudían la Francia de Luis XVI y María Antonieta.
La pintura directa a partir de un modelo vivo, y en estas circunstancias de premura, exigía un dominio absoluto de la técnica y una elevada capacidad de plasmación psicológica, de encaje veloz y de síntesis, propios de una mano muy experimentada. Goya tenía poco tiempo para poder detenerse en detalles formales; al contrario, debía ser capaz de conformar a grandes trazos la fisonomía del monarca —mejorándola si procedía, como se ha apuntado ya— y configurar un retrato que fuese capaz de satisfacerle en el plano artístico y de cumplir con un cometido de tipo propagandístico y social; una imagen que, tal y como también hemos advertido, había de contentar a su vez al monarca y acometer el propósito de proyección virtual de su efigie. Todas estas características complicaban mucho la ejecución de ese primer boceto, lo que determinó la apariencia difusa y veloz de la pintura que constituye el retrato del rey, al tiempo que sirvió como condicionante para que el pintor escogiese el camino de la síntesis formal a través de una factura rápida, altamente expresiva, pero segura y convincente; lo suficiente como para poder trabajar a partir de ella y a posteriori en sucesivas copias: a pesar de la alta capacidad de abstracción sintética no falta detalle alguno, y todo, por nimio que pudiera parecer, aparece perfectamente encajado, en ocasiones con notables cambios de posición.
Era la primera vez que el pintor aragonés retrataba a los nuevos monarcas, pues no consta que los hubiera pintado siendo príncipes. Por tanto, el prototipo originario fue ejecutado entre febrero y abril de 1789 y constituye un magnífico boceto —en el sentido de un apunte general— o prototipo que será la cabeza de serie para todos los retratos de los reyes y grabados posteriores. A partir de estos retratos se realizaron numerosas copias en calco, exactamente iguales en las dimensiones de las figuras y en las que únicamente se modificaban el color de la vestimenta, las dimensiones del lienzo y el aparato que los acompañaba —cortinajes, mesa, corona, etc.—, incluso en los retratos de cuerpo entero. Este primer ejemplar del rey fue propiedad de Manuel de Godoy y de su mujer, María Teresa de Borbón y Vallabriga.
Manuel de Godoy, 1801. Madrid, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Foto: ASC.
Las copias de estos retratos iniciales proliferaron por todos los territorios de la corona; algunas ejecutadas por Goya y su círculo y otras, las más, por otros pintores que se limitaban a copiar la que había sido elegida como imagen oficial. En cuanto a las diversas réplicas que salieron del taller de Palacio, sabemos que en los ornatos que se llevaron a cabo para la proclamación pública de los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, en septiembre de 1789, se mencionan tres parejas de retratos realizados por Goya. Una de estas parejas decoró, efectivamente, la fachada de la casa palacio del Conde de Campomanes, hoy identificada con la conservada en la actualidad en la Real Academia de la Historia. Otra pareja fue encargada a Goya por los trabajadores de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, con motivo de la visita de los monarcas a la ciudad, en agosto de 1789. Se trata de una pareja de retratos actualmente propiedad de la Colección Altadis y que fueron depositados en el Archivo General de Indias, en Sevilla.
Otra réplica, en la que Carlos IV viste casaca azul de terciopelo forrada de raso blanco, ingresó en el Museo del Prado en 1911, procedente del Ministerio de Hacienda, y, desde 1972, se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Zaragoza. También adquirió el Museo del Prado, en 1911, otro retrato que estuvo en la Casa de la Moneda, hoy depositado en el Museo Víctor Balaguer de Vilanova i la Geltrú (Barcelona).
Poco después, el 3 de marzo de 1790, se fecha un pago de la Tesorería General por otro retrato, donde se refleja con toda claridad que se ejecutaron diferentes copias o réplicas del retrato del monarca a partir «del original qe. hizo el mismo Goya».
Retratando la sociedad de su época
La capacidad retratística de Goya era encomiable, y su destreza insuperable. En una carta fechada en 1806 y dirigida a Ceán Bermúdez, el entonces director de la Real Academia de la Historia, don José de Vargas Ponce, le ruega que interceda ante el pintor con el fin de que el retrato que tenía que realizarle «no sea como una carantoña de munición, sino para que lo haga como él lo hace cuando quiere», es decir, que era reconocida, e incluso temida, su destreza y rapidez para el retrato del natural, así como su capacidad para captar la profundidad psicológica de sus retratados, que en ocasiones preferían y deseaban que fueran más elaborados, y más académicos y convencionales, características de las que solía huir Goya, que a menudo incluía rasgos caricaturescos en sus retratos, como una cierta exageración grotesca de la personalidad del retratado.
Sus capacidades plásticas ya le fueron reconocidas a Goya cuando participó en el concurso de la Academia de Parma, en 1771, con su Aníbal vencedor, contemplando por primera vez Italia desde los Alpes. No ganó el premio, pero el tribunal tuvo que admitir, quizá muy a su pesar y como desagravio, que había «observado con placer un fácil manejo del pincel, una cálida expresión en el rostro así como un carácter grandioso en la actitud de Aníbal, y si sus tintas se hubiesen aproximado más a la realidad, como la composición al argumento, habría hecho vacilar la victoria obtenida por el primero».
Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes, 1770. Foto: ASC.
Con los numerosos retratos que se conocen del artista aragonés nos podemos hacer una idea de su polifacética evolución estética y técnica. Pudo estudiar, aprender y asumir las innovaciones de otro de los grandes maestros de la pintura universal: Velázquez, tan presente en las colecciones reales.
El retrato ocupó una importante parte de su producción y fue también su principal fuente de ingresos, como género que en su mayoría respondía al ejercicio de unos encargos determinados. Goya consideraba que estos compromisos no le daban la oportunidad de realizar «observaciones», pues en ellas «el capricho y la invención no tienen ensanches» (carta a Bernardo de Iriarte, 1794). No obstante, su afán experimentador hacía que cada retrato que salía de su mano fuera diferente, como distintos eran los personajes representados; eran experiencias únicas e irrepetibles.
Catálogo de notables
Por sus pinceles pasaron casi todos los grandes próceres de la época. Retrató a todo aquel que tenía un peso en la sociedad, y a toda la aristocracia: el rey Carlos III, la marquesa de Santa Cruz, la marquesa de Villafranca, los duques de Osuna y de Alba, el infante don Luis de Borbón, el conde de Floridablanca — uno de los primeros que pudo retratar, como representante del Antiguo Régimen, con pechera y peluca—, la marquesa de Pontejos, el conde de Altamira, el militar Félix Colón de Larreategui…
La XII marquesa de Villafranca pintando a su marido, Goya (1804). Foto: Museo Nacional del Prado.
A Gaspar Melchor de Jovellanos, ministro de Justicia, lo retrató sin banda ni peluca, con vestiduras sencillas; no posa, sino que aparece sentado en su escritorio, pensativo, con la cabeza apoyada en la mano. El pintor no muestra a un dignatario al uso, sino más bien a una persona reflexiva, cansada. Al mismo Manuel de Godoy, favorito de la reina María Luisa —que logró ascender gracias a la ineptitud y la apatía del rey, pasando de oficial de la guardia a ser amante de la reina, asumir asuntos de gobierno y ser nombrado duque, miembro del Consejo Real, presidente de la Real Academia de Bellas Artes y primer ministro—, Goya le realiza un retrato en 1801, cuando en la guerra contra Portugal se erige en el comandante en jefe de todos los ejércitos; lo inmortaliza recostado en el campo de batalla, vestido con toda pompa, condecoraciones y bandas, mirando las banderas conquistadas. Goya deja de lado su mirada realista para hacerle un homenaje, aunque no sepamos si el pintor oculta su desprecio a tal personaje: el bastón de mando entre las piernas parece aludir irónicamente a los méritos ganados en la cama de la reina.
De forma muy diferente al valido pintó a todos los miembros de la familia real en el célebre cuadro La familia de Carlos IV, que es una de las obras con las que Goya culminó su labor como pintor de cámara al servicio de este monarca, inspirándose en Las Meninas de Velázquez. En abril de 1800, el rey expresó su deseo de retratarse con su familia. Los bocetos conservados de sus protagonistas fueron captados del natural en el Palacio de Aranjuez. Como hemos mencionado, estos rostros tendían hacia una cierta caricaturización, aunque en la obra final Goya logra una idealización de la familia. No por ello el pintor intenta mostrar a un rey más inteligente de lo que era, ni a la reina más bella, pues era una mujer de 48 años que había alumbrado 10 o 12 hijos y, según descripciones de la época, había perdido dientes y lucía unos artificiales poco favorecedores. Sorprende que los monarcas aceptasen o se mostraran indiferentes a los criterios de belleza plasmados por Goya. Al fondo se identifica la obra Lot y sus hijas, historia del Antiguo Testamento en la que las mujeres no reprimen su apetito sexual. ¿Intencionado o casual? El pintor se autorretrata en el grupo de la ilustre familia, erguido, mirando al frente como uno más.
Sobre los miembros de la familia, aunque ostentan sus condecoraciones y lucen vestimentas caras, no hay referencia a su rango; no aparece el trono ni el escudo de armas; más bien diríase que se trata de una familia burguesa que casualmente se ha reunido en el salón. Es posible que el cuadro deseara transmitir un cierto mensaje de política exterior, pues los monarcas borbones franceses ya habían sido decapitados. En brazos de la reina aparece doña María Isabel, a quien quiso casar con Napoleón en un intento de fortalecer el poder de la familia. Con la caída del emperador en 1814, Fernando VII —que, de carácter asustadizo y violento, aparece retratado el segundo por la izquierda— ostentará el poder. Con su gobierno se abolirán todas las reformas, empujando a España a la decadencia y a un Goya ya anciano al destierro. Con esta obra, se consagró como uno de los más grandes retratistas de la historia.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-08-01 04:00:00
En la sección: Muy Interesante