18 de abril de 1934. Ernst Röhm entra en la sala y se hace un inmediato silencio. El fornido líder nazi, con la cara surcada de cicatrices de guerra, ha convocado una rueda de prensa para diplomáticos y corresponsales extranjeros en el edificio del Ministerio de Propaganda, en Berlín. Röhm dirige las Sturmabteilung, más conocidas como las SA: las tropas de asalto nazis.
El violento y a menudo anárquico grupo ha pasado en trece años de estar compuesto por un puñado de resentidos veteranos de la Primera Guerra Mundial a convertirse en un cuerpo gigantesco con millones de hombres. Es una fuerza brutal, armada e influyente, que solo un año antes ha resultado decisiva para la toma del poder por Hitler.
Un frágil equilibrio de poderes
Para sorpresa de los asistentes, Röhm empieza a criticar a algunos de los estamentos e instituciones que dirigen el país y habla de los enemigos internos que amenazan al nazismo. De pronto alza la voz, casi gritando: “¡Las SA son la verdadera revolución nazi!”.

Se oyen algunos aplausos aislados de miembros de las SA al fondo de la sala, mientras los periodistas toman notas y los demás permanecen en silencio, atónitos. Una y otra vez, el régimen ha proclamado que los líderes de la revolución nazi son Hitler y el partido. ¿Ha hecho Röhm lo impensable y está desafiando a su Führer?
Cuando Hitler recibe noticias de la rueda de prensa, no se sorprende. Sabe por personas de su confianza que, en círculos restringidos, Röhm se refiere a él como un traidor que está destruyendo la revolución. En general, las SA siguen mostrándole lealtad a Hitler, pero solo ha pasado un año desde su nombramiento como canciller y el equilibrio de poderes todavía es frágil. Para él es esencial tener a todos los grupos armados que hay en Alemania bajo control. Su guardia personal, las SS, le es fiel, y lo mismo puede decirse de la recién creada Gestapo, pero las SA siguen ciegamente a Röhm.

El ejército se mantiene neutral en este conflicto y, en principio, le ha jurado lealtad al anciano presidente Von Hindenburg. En mayo, Hitler se gana secretamente el apoyo del cuerpo de oficiales del ejército, que recela del poder cada vez mayor de los Camisas Pardas. A la vez, la Gestapo empieza a preparar documentos que demuestran que hay líderes de las SA conspirando contra Hitler, el ejército y Hindenburg.
La decisión más difícil
Noche del viernes 29 de junio de 1934. Hitler se pasea nervioso por una habitación de hotel en Bad Godesberg, un suburbio de Bonn, donde ha convocado a una serie de asesores entre los que destaca el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels. El Führer le da vueltas al plan que, desde hace meses, tiene en la cabeza: deshacerse de Röhm con un rápido golpe de mano y que las SA pasen a depender de las SS.
Las SA van a estar de permiso todo el mes de julio. En Berlín, Goebbels ha duplicado el número de patrullas de las SS y, a lo largo de todo el país, estas, la Gestapo y algunos miembros clave del ejército se encuentran en estado de alerta. En la pequeña ciudad de Bad Wiessee, cerca de Múnich, Röhm y el resto de dirigentes de las SA han cogido habitaciones en un hotel en el que Hitler ha convocado una reunión para el día siguiente. Todo ha sido planeado al detalle. Lo único que falta es que el Führer tome la decisión, pero, para irritación de Goebbels, sigue caminando ensimismado sin decir palabra.

Se trata de una decisión muy difícil: sacrificar a quien fuera su mejor amigo. Röhm ha permanecido junto a él desde los primeros tiempos; incluso tomó parte en el Putsch de Múnich. Pero al Führer le desagradan su abierta homosexualidad y las salvajes orgías a las que se entregan muchos dirigentes de los Camisas Pardas.
Pasada la medianoche, llegan noticias de que las SA se están manifestando por las calles de Múnich y de que pretenden llevar la algarada a Berlín al día siguiente. Es la ‘prueba’ de un inminente golpe de Estado. Hitler, frenético, maldice, les llama traidores y “veneno para Alemania” y, por fin, acaba escupiendo su sentencia: “Nos vamos a Múnich. Y después, a Bad Wiessee”.
Primera parada: Múnich
Madrugada del 30 de junio. A las cuatro, Hitler y su séquito aterrizan en el aeropuerto de Oberwiesenfled, cerca de Múnich, y se dirigen rápidamente al centro de la ciudad escoltados por guardias de uniforme negro y seguidos por un camión de soldados. Le cuentan que esa noche los matones de las SA se han dedicado a emborracharse y arrasar las calles, pero que a esa hora ya se han calmado. El Führer monta en cólera, ese tipo de anarquía le pone furioso. La caravana se dirige directamente a las oficinas del ministro del Interior, donde el dirigente de las SA de mayor rango en Múnich, August Schneidhuber –jefe de policía de la ciudad–, se encuentra ya bajo arresto.

Temblando de ira, Hitler salta del coche, entra en el edificio y, una vez tiene delante a Schneidhuber, empieza a arrancarle las charreteras del uniforme a la vez que le insulta y le llama traidor; pero este, un héroe de guerra muy condecorado, no se achanta y le grita al Führer: “¡Quíteme sus sucias manos de encima!”. Hitler ordena que lo encierren y los soldados se lo llevan prácticamente a rastras.
Schneidhuber es el primero de una serie de antiguos aliados cuyas vidas se van a ver radicalmente alteradas en el curso de los días posteriores. El reparto de poder en el Partido Nazi está a punto de cambiar; el futuro de Alemania, a punto de decidirse. Rodeados de guardaespaldas y colaboradores, Hitler y Goebbels se ponen en marcha en dirección a Bad Wiessee.
Comienza la purga
Siete de la madrugada. Todo está en calma en el Hotel Hanselbauer, junto al lago Tegern. Los oficiales de las SA duermen la mona, tras una de esas juergas decadentes que Hitler tanto desprecia. Röhm ha encargado un banquete especial para las 11:30, que es cuando debe aparecer el Führer –en cuyo honor se ha preparado un menú vegetariano–, y su guardia personal se ha marchado en un camión el día anterior. Nadie ve ni oye, por tanto, la llegada de los vehículos, que estacionan frente a la entrada principal.
Un primer grupo de miembros de las SS, armados y vestidos de negro, se cuela en el hotel con discreción; otro lo rodea sigilosamente por detrás. En unos segundos, se han asegurado de que nadie pueda abandonar el lugar. Es entonces cuando aparece el coche de Hitler.

A una orden suya, se desata el infierno. Los soldados de las SS tiran la puerta abajo y toman el hotel, recorren los pasillos apartando a golpes a las camareras y llevándose por delante todo lo que encuentran a su paso. Se oyen voces y gritos, pero los asaltantes no hallan resistencia: entran violentamente en las habitaciones y sacan de la cama a rastras a los hombres, a medio vestir y con los ojos rojos. Hitler avanza rodeado de guardaespaldas hasta la habitación de Röhm. Tras llamar varias veces a la puerta, este abre. “¿Ya estás aquí?”, le pregunta sorprendido a Hitler, dirigiéndose a él informalmente como acostumbra.
Su viejo amigo le mira con frialdad, directamente a los ojos, y le apunta con una pistola. Luego entra en el cuarto y, a gritos, lo acusa de traición. Röhm, de pie, desnudo de cintura para arriba, con la cara hinchada por la falta de sueño, no entiende nada y trata de protestar. “Ernst –le interrumpe Hitler–, quedas arrestado”.
Entretanto, los soldados se llevan detenidos al resto de dirigentes de los Camisas Pardas. A uno de ellos, Edmund Heines, lo sorprenden en la cama con otro hombre, su chófer. La reacción no se hace esperar: le pegan un tiro allí mismo, por lo que se convierte en la primera víctima mortal de la purga. A Röhm se lo llevan de vuelta a Múnich, donde lo encierran en la prisión de Stadelheim.

La lista de la muerte
La Noche de los Cuchillos Largos –tal como se la llamará luego– ha empezado. El cuartel general de las SA en Múnich, conocido como la Casa Parda, es rodeado por camiones de soldados. Al tiempo, los altos mandos que llegan en tren para participar en el banquete del Hotel Hanselbauer son detenidos en la estación por las SS y conducidos directamente a Stadelheim.
A las diez de la mañana, Hitler acude a la sede del partido en Múnich, donde coge el teléfono y dice una sola palabra: colibrí. Al otro lado de la línea se encuentra Hermann Göring, que sabe que ese es el nombre en clave –Operación Colibrí– de lo que está por venir. La Gestapo ha confeccionado una lista de enemigos del régimen y, con tan escueto mensaje, Hitler da luz verde para acabar con todos ellos y saldar así antiguas deudas.

En Berlín, el sanguinario Reinhard Heydrich, número dos de las SS, tras recibir la orden de Göring envía mensajes a los ejecutores que esperan repartidos por toda Alemania: comienza la cacería. A lo largo y ancho del país, patrullas de la muerte compuestas por dos o tres personas rastrean a sus víctimas con implacable eficiencia.
En las oficinas del partido, Hitler y su secretario, Rudolf Hess, reciben información de las operaciones y van tachando de la lista los nombres de los sentenciados. Todo transcurre en un ambiente de frialdad hasta que aparece un nombre conocido: el ya mencionado Schneidhuber, exjefe de la policía muniquesa. Hess palidece –es un viejo amigo suyo–, se acerca al Führer y le susurra algo al oído. Pero Schneidhuber ha insultado gravemente a Hitler durante su arresto, por lo que este niega con la cabeza y lo tacha de la lista.

Masacre en la escuela de cadetes
En Berlín, la Operación Colibrí se lleva a cabo con despiadada precisión. Primero, las SS rodean el cuartel general de las SA y lo toman sin encontrar resistencia. Hermann Göring llega a los pocos minutos. Recorre a paso ligero el edificio mientras va señalando a distintos hombres de forma expeditiva: “¡Arrestadlo! ¡Arrestadlo! ¡Arrestadlo!”.
Göring hace detener a un total de 150 dirigentes de las SA, que son conducidos a la Escuela de Cadetes de Lichterfelde, al sureste de Berlín, donde los encierran en el sótano. Poco después, llaman a cuatro de ellos, que son conducidos al patio de la escuela y situados contra un muro de ladrillo rojo. Un guardia les va rompiendo uno a uno la camisa y dibujándoles un círculo con carbón alrededor del pezón izquierdo.
Los demás detenidos siguen los acontecimientos desde una ventana del sótano. A unos cinco metros de los condenados, se encuentra el pelotón de fusilamiento, compuesto por ocho miembros escogidos de las SS. Los hombres se preparan, apuntan y disparan. La ejecución es horriblemente sangrienta y en el muro quedan pegados trozos de carne humana arrancada por los proyectiles. Luego, les toca el turno a los cuatro siguientes. Así siguen, de cuatro en cuatro, hasta que la pared queda completamente cubierta de sangre y restos humanos.
Al cabo de unas horas, el número y la violencia de las ejecuciones son tales que los verdugos empiezan a encontrarse indispuestos y deben ser sustituidos. Los prisioneros están desconcertados; muchos no saben por qué se les condena. Algunos piensan que son víctimas de una conspiración contra el Führer y gritan «¡Heil Hitler!» antes de morir.
El destino de Röhm
Domingo 1 de julio. El último hombre de la lista de la muerte debe enfrentarse al destino que le ha reservado el Führer. En la prisión Stadelheim de Múnich, se abre la puerta de la celda 474. Theodor Eicke, comandante del campo de concentración de Dachau, entra y le da una pistola a su viejo compañero de armas Ernst Röhm, que aún se encuentra medio desnudo y mira el arma confundido. La pistola tiene una única bala, que el prisionero debe usar para acabar con su vida.
“Si Adolf quiere matarme, que venga él mismo a hacer el trabajo sucio”, dice Röhm, desafiante. Eicke abandona la celda y, diez minutos más tarde, vuelve con otro miembro de las SS. Röhm sigue allí de pie, a pecho descubierto. Los oficiales desenfundan y apuntan y el antiguo líder de las SA apenas consigue balbucear “Mi Führer, mi Führer” antes de ser cosido a balazos.
En siniestro contraste con la matanza que aún no ha terminado, Hitler está dando una fiesta en los jardines de la Cancillería, en Berlín. Recién afeitado y vestido con una camisa blanca sobre la que luce una banda con la esvástica, rodeado de elegantes mujeres, el Führer no para de sonreír: realmente, se ha quitado un peso de encima.

Mientras, a lo largo de toda Alemania y siguiendo órdenes de las SS, sus oponentes son apaleados, torturados y asesinados en secreto hasta el amanecer del lunes 2 de julio. Los crímenes van mucho más allá de la minuciosa lista de Hitler: los líderes locales aprovechan la ocasión para saldar cuentas pendientes y eliminar a viejos rivales.
Dos semanas después, Hitler convoca a los miembros del Reichstag en la Ópera Kroll, donde va a dar un discurso retransmitido por radio en directo a todo el país. Es la primera vez que habla en público después de ordenar los asesinatos en masa y debe justificarlos ante el pueblo: “La vida que el jefe de las SA y los otros líderes habían empezado a llevar era intolerable. Hice matar a los culpables. Y si me reprocháis que no haya acudido a los tribunales, lo único que puedo decir es que, en este momento, yo soy el responsable del destino del pueblo alemán. […] Todos tienen que saber que, desde ahora y para siempre, quien alce su mano contra el Estado encontrará una muerte segura”.
Los asistentes se levantan y responden con una interminable ronda de aplausos. El triunfo es absoluto. Adolf Hitler se ha asegurado el apoyo incondicional del ejército y de los supervivientes de las SA. Sus rivales han sido masacrados y cualquiera que tenga la fantasía de rebelarse ya conoce la fuerza del puño de hierro del Führer. Justo un mes después de la matanza, el 2 de agosto, fallece Hindenburg y Hitler se nombra a sí mismo jefe del Estado.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2025-04-12 06:30:00
En la sección: Muy Interesante