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¿Quiénes fueron los sasánidas, el gran enemigo romano en Oriente?

¿Quiénes fueron los sasánidas, el gran enemigo romano en Oriente?

El reino parto se había hecho con el control del antiguo Imperio de los persas aqueménidas que había destruido Alejandro Magno. Desde el siglo I a.C. era una barrera infranqueable para la expansión romana hacia Oriente, habiendo llegado a derrotar y matar al general Craso en la batalla de Carras, en el año 53 a.C. Pero, a principios del siglo III, las guerras civiles que se desataron en su seno –junto con la presión de Roma– lo llevaron a su fin. Ello permitió el resurgimiento como imperio de los persas, que hasta ese momento habían quedado reducidos a una simple provincia vasalla de los partos y ubicada en la orilla norte del golfo Pérsico. 

Altorrelieves sasánidas de Kermanshah, Irán. Foto: Alamy.

Con los años, se convirtieron en una temible potencia que amenazó las fronteras orientales del Imperio Romano. Curiosamente, desde ese momento ambos Estados vivieron situaciones paralelas durante siglos: los dos estuvieron permanentemente amenazados por invasiones bárbaras y desgastados por constantes luchas intestinas. Obviamente la debilidad del uno fue aprovechada por el otro para atacar, pero en muchas ocasiones se vieron en la necesidad de pactar para poder hacer frente a sus respectivas amenazas..

Los orígenes del Imperio sasánida y la rivalidad con Roma

En el año 211 subió al trono Ardashir I, el primer rey sasánida (el nombre de su abuelo, un sacerdote considerado origen de la dinastía, era Sasán), que extendió sus conquistas a buena parte del actual Irán. Poco después, en 228, acabó con el último rey parto, Artabano IV, en la batalla de Ormuz, conquistando así toda Partia y dando lugar al Imperio sasánida, que se decía heredero de los antiguos aqueménidas. Para asegurarse la cohesión de la población, abandonaron las creencias helenísticas que habían abrazado las élites partas e implantaron como religión oficial el zoroastrismo, que era mayoritario entre el pueblo, acabando con la tolerancia religiosa existente hasta entonces respecto a maniqueos, judíos y cristianos. A cambio y agradecida, la poderosa casta sacerdotal apoyó en bloque a la nueva dinastía. 

Zoroastro fundó el mazdeísmo o zoroastrismo, religión oficial del Imperio sasánida que desató grandes hostilidades contra el cristianismo. En la imagen, un templo dedicado a él en Irán. Foto: AGE.

Al mismo tiempo, se emprendió una agresiva política exterior basada en el sueño de recuperar los dominios de Darío. Primero se expandieron hacia el este, hasta el río Indo y el actual Afganistán, alcanzando casi las fronteras chinas. No les costó mucho debido a que sus enemigos eran pocos y estaban fragmentados en tribus nómadas, pero estas conquistas fueron concebidas, sobre todo, como un colchón defensivo que protegiese al reino contra las frecuentes incursiones que desde la estepa solían realizar en oleadas otros nómadas, más que como una anexión en toda regla. 

Las ansias expansionistas verdaderas estaban orientadas hacia el oeste, en un claro afán de desquite de las derrotas que, siglos antes, les habían infligido los griegos. Además, era en el oeste en donde existía la posibilidad de un rico botín, pues las ciudades romanas eran muy populosas y contaban con una importante riqueza agrícola y comercial. La consecuencia fue que, a partir de ese momento, estalló una tensión bélica entre el mundo grecolatino –con el Imperio bizantino como heredero– y Persia mucho más intensa que la que se había dado anteriormente con los partos. Este estado de guerra o tensión permanente fue, además, muy distinto del que sufría Roma en sus fronteras europeas.

Captura y muerte del emperador Valeriano

En éstas tenía que hacer frente a hordas de pueblos que trataban de invadir sus fronteras; eran tribus fragmentadas, a las órdenes de distintos jefes, que migraban en masa sin apenas planes y que no formaban Estados políticos organizados. En contraste, la Persia sasánida constituía un vasto Imperio con una estructura de poder compleja, una administración competente, un ejército muy cualificado y un refinamiento cultural equiparable al de la propia Roma. Sin duda, se trataba de un enemigo completamente distinto a los germanos, y en principio más peligroso.

El segundo rey sasánida, Sapor I (en el camafeo luchando contra el emperador Valeriano), conquistó Armenia, invadió Siria y saqueó Antioquía. Foto: Album.

Aprovechando las derrotas romanas ante los visigodos, el nuevo rey persa Sapor I, que había subido al trono en 240, atacó en Mesopotamia en el año 253 y derrotó a las legiones en la batalla de Barbalissos, lo que le permitió avanzar hacia Siria para retirarse seguidamente con abundante botín. En un paso más, en 254 ocupó definitivamente Armenia, reino tapón al sur del Cáucaso que se interponía entre ambas potencias, y el este de Siria. Fueron años en los que los romanos y los persas lucharon constantemente en una guerra de desgaste arrebatándose y recuperando territorios de modo ininterrumpido (Armenia fue el territorio preferido en la disputa).

Dos años después, el emperador Valeriano se trasladó a Oriente para tratar de restablecer las fronteras y expulsar a los persas. Las escaramuzas fueron constantes y la ciudad siria de Dura Europos, a orillas del Éufrates, sufrió hacia el año 257 duros asedios y combates que enfrentaron a ambos ejércitos con suerte diversa. Decidido a dar un golpe definitivo, Valeriano marchó al frente de su ejército, unos 60.000 hombres, pero fue derrotado y humillado en la batalla de Edesa, en 258. Gran parte de sus hombres fueron aniquilados y él cayó preso.

Ruinas de la ciudad seléucida de Dura Europos, en Siria, que fue devastada en el año 257 en el marco de la guerra entre el emperador Valeriano y el rey persa Sapor I. Foto: Alamy.

Diocleciano y el Tratado de Nísibis

Las fuentes romanas hablan de traición y engaño por parte del enemigo, que aprovechó arteramente unas conversaciones de paz, y aseguran que el emperador fue asesinado; las persas, en cambio, narran que fue deportado a Persia junto con el resto de romanos (senadores y altos cargos incluidos) y que falleció en cautividad. Parece ser que muchos de los prisioneros fueron empleados en la construcción de obras públicas. Para inmortalizar la victoria, Sapor I ordenó realizar inscripciones en las paredes de las montañas más inaccesibles, a imitación de los aqueménidas. Ciertamente, la victoria persa hubiese podido ser más grave para Roma, pero las reservas que ésta había dejado en Palmira –Estado vasallo de los romanos– junto con las de sus aliados amenazaban las líneas de abastecimiento de Sapor I en caso de que intentase profundizar en Asia Menor, por lo que prefirió regresar a sus bases de partida. Persia no tenía fuerza para llegar al Mediterráneo, ni tampoco Roma para alcanzar y dominar Mesopotamia.

La guerra entre ambas potencias derivó así en un constante y mutuo desgaste en el que se disputaban el control de Armenia y del curso de los altos Éufrates y Tigris. Además, ambos imperios tenían también que dominar sus rebeliones internas y defenderse ante otros enemigos, por lo que debían dispersar energías en otros frentes. En 284 subió al trono imperial romano Diocleciano y, tras volver a pelear reiteradamente por Armenia, envió contra Persia a su general Galerio, que fue derrotado hacia el año 295. El Emperador en persona, que estaba en Egipto, acudió y, en conjunción con Galerio, atacó a los sasánidas hasta lograr una sonora victoria en Satala, Armenia. 

El rey persa Narses, que vio cómo toda su familia y su harén caían en manos romanas, no tuvo otro remedio que pedir la paz. Gracias al tratado de Nísibis, Roma recuperó terreno, se establecieron relaciones comerciales y hubo paz durante cuarenta años. Sin embargo, Persia no estaba dispuesta a resignarse y aceptar como definitivo un tratado que había supuesto la toma por parte de Roma de un rosario de ciudades y la construcción de fortificaciones que impedían el acceso del Imperio sasánida hacia el oeste.

Diocleciano en persona derrotó a Narses (en un relieve del siglo IV) y lo forzó a firmar el tratado de Nísibis, muy ventajoso para las aspiraciones romanas en Armenia. Foto: AGE.

De Constantino el Grande a Juliano

Cuando el emperador Constantino el Grande se convirtió al cristianismo, la situación cambió. Gran parte de la población del oeste de Mesopotamia era cristiana y, hasta ese momento, había sido más o menos tolerada por las autoridades persas. Pero con la adopción de la nueva religión por parte de Roma, pasaron a ser vistos como potenciales aliados suyos. En consecuencia, el rey Sapor II los persiguió con saña y, a la muerte de Constantino en 337, se reanudó la guerra

Roma adoptó una estrategia defensiva basada en reforzar las fortificaciones en las ciudades ubicadas en puntos clave, dejando la iniciativa a los persas. El conflicto derivó, de nuevo, en una dinámica de desgaste, siendo otra vez Armenia y la cuenca norte del Éufrates los campos de batalla, sin que hubiese ningún choque decisivo. Destacó el sitio de Amida por parte de los persas pero, aunque la ciudad acabó cayendo en sus manos, el alto precio en bajas pagado por los dos bandos hizo que la guerra no experimentase una escalada.

En 361 subió al poder en Roma el emperador Juliano. Decidido a acabar con la amenaza persa, se lanzó a una ofensiva en toda regla que tenía como objetivo la conquista de la capital enemiga, Ctesifonte. Dicen fuentes contemporáneas suyas que estaba influido por el recuerdo de Alejandro Magno, a quien trataba de emular. También era evidente que necesitaba una gran victoria que le diese prestigio y lo consolidase en su poder, por lo que fueron más los motivos políticos de orden interno los que lo movieron en su decisión. 

En marzo de 363 inició la campaña encabezando una expedición de casi 70.000 hombres; una flota descendía por el Éufrates como apoyo. Pero, para su sorpresa, los persas apenas ofrecieron resistencia a su penetración y se retiraron practicando una política de tierra quemada y de acoso a sus comunicaciones, lo que dejó a los romanos con problemas de abastecimiento. Sin muchas dificultades llegó a las puertas de la capital, pero se encontró con obstáculos para establecer un sitio en toda regla por falta de suministros y de suficientes máquinas de guerra. Era evidente que había avanzado de modo imprudente y confiado y sin haber logrado forzar una batalla. Por ello, y en contra de la opinión de muchos de sus generales, decidió regresar por otra ruta en la que pudiese encontrar víveres.

El precio de la guerra (y de la paz)

La retirada fue penosa: el hambre, la sed y los mosquitos hicieron estragos en la moral de los romanos, que además se vieron privados de los barcos que Juliano mandó incendiar por considerar que ya no le eran útiles. Esta situación la aprovecharon los persas que, reagrupados, comenzaron a hostigar con sus arqueros montados a las legiones hasta que presentaron batalla en Maranga, donde los romanos fueron derrotados y Juliano murió. Los restos del ejército eligieron nuevo emperador, Joviano, cuya preocupación fue salvar lo que quedaba de sus fuerzas. Aprovechando esta situación, Sapor II impuso unas duras condiciones de negociación que le permitieron reconquistar todo lo perdido a manos de Diocleciano, incluyendo la estratégica ciudad de Nísibis.

Juliano, llamado el Apóstata por su intento de vuelta al paganismo, lanzó una gran campaña contra los persas en el año 363 en la que él mismo perdió la vida en combate. Foto: Prisma.

Años después, el emperador Valente –que también encontraría la muerte, en lucha contra los godos, en la batalla de Adrianópolisvolvió a la guerra. Ambas potencias se disputaron de nuevo Armenia, aunque a fines del siglo IV se alcanzó la paz. Roma estaba en ese momento centrada en defenderse de los germanos y no podía permitirse una nueva guerra en Asia. En el año 420, ya con la división del Imperio consumada, volvieron a desatarse las hostilidades por tensiones religiosas entre cristianos y seguidores de Zoroastro, pero dos años después se restableció la paz, pues ambas partes tenían en los hunos un enemigo común contra el que debían defenderse. Veinte años más tarde volvió la amenaza de guerra, pero el Imperio Romano de Oriente la solventó pagando a los persas para mantener la paz, práctica que ya venía utilizando desde hacía un siglo en Europa para desviar las incursiones germánicas hacia el descompuesto Imperio Romano de Occidente.

Equilibrio entre Bizancio y Persia

A fines del siglo V, ya sólo quedaba Bizancio como heredera de la vieja Roma. Persia también había sufrido invasiones de pueblos de las estepas y tensiones internas, que Bizancio aprovechó para reconquistar terreno. Con la llegada al trono de Justiniano en 527, las armas le sonrieron. El rey persa, Cosroes I, firmó con aquél la llamada “paz perpetua”, pero poco después volvió la guerra. En tiempo de Cosroes I aparecieron los turcos como nómadas provenientes de Asia Central, con los que los bizantinos firmaron una alianza antipersa: ¡quién iba a decirle a Bizancio que estaba alimentando a su posterior verdugo! El equilibrio militar entre ambos Estados, alternando treguas y guerras (todo ello mezclado con revueltas, conspiraciones y tensiones internas en el seno de ambos imperios), se mantuvo hasta casi el final del siglo VI.

Mosaico de Justiniano, protagonista del periodo de máximo esplendor del Imperio bizantino. Foto: ASC

El nuevo rey sasánida, Cosroes II, que subió al trono en 590, fue derrocado por sus rivales y, curiosamente, sólo pudo pedir refugio y protección en Constantinopla. Su emperador, Mauricio, lo aprovechó y, a cambio de apoyarlo en su lucha por recobrar el trono, pidió la paz y concesiones territoriales. Una vez más, necesitaba imperiosamente estabilidad para poder luchar contra los germanos que amenazaban los Balcanes.

La gran ofensiva de Cosroes el Victorioso

El plan fue inicialmente un éxito y tropas persas fieles a Cosroes II y bizantinas lucharon conjuntamente y con éxito contra los usurpadores persas. Pero todo se truncó cuando Mauricio fue asesinado en 602 por el general Focas y, entonces, Cosroes II se sintió libre del compromiso contraído y declaró la guerra. En 611, tras liquidar a pequeños reinos árabes que eran aliados de Bizancio y aprovechando las divisiones internas existentes tras el asesinato de Mauricio, lanzó una gran ofensiva. Sus éxitos fueron abrumadores y en pocos años dominó todo el norte de Mesopotamia, Siria, la costa palestina, la misma Jerusalén (de donde se llevó la Vera Cruz), Egipto y toda Anatolia, llegando incluso a asediar la misma Constantinopla. 

Cosroes II, rey de los sásanidas (en una pintura mural), aprovechó que Focas mató al emperador Mauricio y se hizo con el poder para declarar la guerra a Bizancio una vez más. Foto: Album.

Por fin los sasánidas, emulando a los aqueménidas, habían llegado a las costas mediterráneas dejando en el empeño al Imperio bizantino casi sin territorios en Asia, y se quedaron a las puertas de la victoria total. Especialmente cruel fue la devastación que Cosroes II causó en Siria y Palestina, destruyendo puentes, caminos, ciudades, regadíos y todo tipo de infraestructuras. Había reconstruido el Imperio de Darío I y fue llamado por ello Cosroes Parviz (Cosroes el Victorioso).

La última gesta de Heraclio

Pero, en una curiosa repetición histórica y esta vez sí que emulando a Alejandro Magno, el nuevo emperador bizantino, Heraclio, decidió en 622 llevar la guerra al corazón de Persia. A sus soldados los motivó aludiendo a la “guerra santa” con el objetivo de recuperar Jerusalén y la Vera Cruz y, efectivamente, las tropas lo siguieron con entusiasmo. Parece ser que el avance se hizo desde varios puntos de la costa de Asia Menor tras haber desembarcado en ellos. Él mismo salió en barco de la sitiada Constantinopla y, tras cruzar el mar Negro, puso pie en Armenia y descendió hacia el sur para devastar Mesopotamia

Los persas tuvieron que abandonar el sitio de la capital y regresar a su retaguardia hasta que, en 627, ambos ejércitos se enfrentaron en Nínive; Persia fue derrotada y su capital, Ctesifonte, sitiada a continuación. La nobleza persa, ansiosa de terminar con la guerra, mató a Cosroes II al año siguiente y firmó la paz: todos los territorios conquistados volvieron a Bizancio y la Vera Cruz fue devuelta, lo que le dio una gran popularidad al Emperador bizantino en toda la cristiandad. Se había vuelto al equilibrio entre ambas potencias, aunque ninguna de las dos sabía que todo estaba a punto de cambiar radicalmente con la aparición de los árabes musulmanes.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-06-13 03:38:52
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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