El pintor valenciano Joaquín Sorolla es internacionalmente reconocido por sus marinas, pero su obras es mucho más completa desde el punto de vista estilístico y temático. A continuación se realiza un recorrido cronológico por algunas de sus pinturas más destacadas, abordando las diferentes etapas de su carrera artística, desde sus inicios y su etapa formativa, cuando comenzó a recibir los primeros premios y reconocimientos, pasando por la etapa del realismo social, su faceta como retratista y, evidentemente, sus escenas de playas mediterráneas y bañistas, con las que se ganó el sobrenombre de ‘pintor de la luz’.
1. Un árabe examinando una pistola (1881)
Realizado cuando tenía 18 años, este óleo se inscribe dentro de la tendencia orientalista puesta de moda en el siglo XIX por Eugène Delacroix, y asumida en España por Mariano Fortuny y José Villegas. A pesar de la relación de la obra con el estilo de Fortuny, se patentiza también la influencia robusta de Velázquez (los tonos marrones, los utensilios de barro y cerámica, el suelo en volantizo, el dibujo claro y perfecto de la figura realzado a base de diferentes colores…).
Un árabe examinando una pistola, Sorolla (1881). Foto: Album.
La influencia de Pinazo —su estilo esbozado y nervioso—, a quien comenzó a tratar este mismo año, puede observarse también en el margen inferior de la túnica, que es una maraña de pinceladas blancas y ocres que indican perfectamente la rotura de la tela.
2. Bacante (1886)
Tremendamente abocetado, moderno donde los haya, este cuadro —dedicado en el ángulo superior derecho al pintor Emilio Sala y realizado en Roma, durante su beca de la Diputación de Valencia— demuestra la maestría del Sorolla joven. Es todo un alarde de valentía frente al adocenado y medido arte académico y preciosista de finales del siglo XIX.
Aureliano de Beruete cuenta que Sorolla, al llegar a Roma a primeros de 1885, conoció a los artistas que formaban la colonia española: Padilla, Villegas, Sala…, quienes le influyeron en los estudios de desnudos que como pensionado debía realizar y que era un género con el que había tenido una relación muy escasa durante su formación en Valencia. No obstante, en esta obra es clara la influencia de maestros españoles ya fallecidos por entonces como Fortuny y Rosales, cuyos lienzos La odalisca y La mujer tendida repite casi fielmente en una obra similar a esta, Bacante en reposo. Tanto fue su interés por el desnudo y la anatomía humana del natural que llegó a sustituir los envíos obligatorios del primer año, que comprendían copias del Antiguo, por dibujos de desnudo, algo que no fue bien recibido por el jurado académico valenciano al no ajustarse a sus exigencias.
Bacante, de Sorolla (1886). Foto: AGE.
3. El beso de la reliquia (1893)
Poco dado a los temas religiosos, esta obra se funde cronológicamente con las de su etapa social. Y así creemos que hay que comprenderla: más que una pintura de devoción, se trata de un «retrato» de la realidad social de esa España finisecular anclada en el atavismo religioso. El lienzo presenta el momento en que un grupo de personas —en su mayoría mujeres y niños— acuden a besar la reliquia que les tiende un sacerdote. La acción transcurre en una capilla de la antigua iglesia de San Pablo, actual Instituto Luis Vives de Valencia. En ella destacan los elementos barrocos de los muros, los pavimentos cerámicos y los altares característicos del siglo XVIII. La instantánea del momento se plasma con la sabia utilización de la luz, el color y la pincelada suelta.
Aquí el ejemplo de Velázquez se deja entrever en la perspectiva, la forma de relacionar las figuras con el espacio que las rodea y la construcción del espacio.
Con El beso de la reliquia (1893) Sorolla obtuvo, entre otros galardones, la Primera Medalla en la Exposición de Arte Español de Bilbao de 1894. Foto: ASC.
En el Museo de Bilbao, donde se encuentra, explican: «El beso de la reliquia pertenece a una época en la que aúna sus diferentes formaciones y empieza a elaborar su estilo, que, como en este caso, le reportó éxitos notables: medalla de tercera clase en el Salón de París, la misma mención en 1894 en la IV Internacional de Viena y después, primera medalla en la Exposición de Arte Español de Bilbao».
4. ¡Aún dicen que el pescado es caro! (1894)
Con frecuencia, cuando contemplamos una obra pasamos por alto su título, pero estos, sin embargo, arrojan mucha luz a la hora de su comprensión. Aquí estamos ante uno claramente denunciativo. Y es que la escena no puede ser para menos: enmarcado en el ambiente duro y áspero de una barcaza, un pescador herido, moribundo, es atendido por dos compañeros.
iAún dicen que el pescado es caro! es el cuadro más famoso de los pintados por el joven Sorolla implicado en los asuntos sociales, un género que había desbancado al historicista y que entonces estaba en plena vigencia en los ambientes artísticos madrileños, en los que el valenciano quería lograr sus primeros reconocimientos. El asunto, que debió de resultarle muy cercano dadas las duras vivencias de los trabajadores más humildes de su Valencia natal, es para el Museo del Prado «una de las escenas más emocionantes de la pintura española del realismo social de fin de siglo». Con este lienzo, Sorolla revalidó de nuevo la primera medalla obtenida en la Exposición Nacional de 1892 con Otra Margarita.
¡Aún dicen que el pescado es caro! (1894) constituye un ejemplo clave del realismo social de Sorolla. Foto: ASC.
Dentro del rigor formal del naturalismo más estricto propio de sus obras juveniles, con un dibujo firme y descriptivo, especialmente definido en las figuras y algo más libre en el entorno, el valenciano logra una composición de gran equilibrio y un audaz planteamiento espacial, con un gran escorzo en primer plano que adentra al espectador en la escena.
5. Madre (1895)
Homenaje al nacimiento de su hija Elena, el ideal estético de Sorolla da un giro radical en esta obra respecto a las anteriores: evoluciona hacia una simplificación en la que la luminosidad del blanco —realizada con colores que no son precisamente blancos— y el gris pálido preludia sus obras realizadas al aire libre en las soleadas y alegres playas valencianas.
Clotilde, su mujer, reposa en la cama tras el parto de su hija menor, y las cabezas de ambas emergen entre las ropas de cama y las almohadas. En este cuadro, tan minimalista, en el que solo las cabezas de ambas y la mano de Clotilde son los elementos figurativos, sobresale la habilidad del pintor para describir la cualidad de la luz: se trata de una penumbra fresca y serena que configura una escena de descanso, felicidad y ternura tras el alumbramiento. Tanto la composición como el encuadre y el tratamiento pictórico son absolutamente modernos (muy próximos al modernismo catalán de Ramón Casas).
Madre (1895). Sorolla retrata a Clotilde junto a su hija Elena, recién nacida. Foto: ASC.
La economía de medios, el minimalismo, da lugar en realidad a un verdadero recital en el tratamiento del color, todo un anticipo de lo que serán sus «blancos mediterráneos». Con pinceladas sueltas, de distinta largura y de diferentes tonos yuxtapuestos, conforma toda la ropa de cama. Se cree, dada la maestría, que el cuadro está pintado en una fecha posterior a 1895 (año del nacimiento de su hija Elena), partiendo de los apuntes realizados en el momento de su nacimiento.
6. Descargando la barca (1898)
El trabajo de los pescadores en la playa de Valencia (lo que se ha denominado costumbrismo marinero) ocupó bastantes lienzos del maestro valenciano desde 1895.
Elaborada con un punto de vista alto, el horizonte del mar apenas asoma por los extremos del cuadro y ocupan todo el primer plano la barca y las faenas de las gentes: Sorolla nos sumerge de lleno en lo que acontece. Parece que capta con una cámara fotográfica la escena; rapidez y fugacidad a la que responde su ágil pincelada. En una ocasión el propio pintor comentó al médico, político y escritor Amalio Gimeno: «Me sería imposible pintar despacio al aire libre, aunque quisiera… No hay nada inmóvil en lo que nos rodea. El mar se riza a cada instante; la nube se deforma, al mudar de sitio; la cuerda que pende de ese barco oscila lentamente; ese muchacho salta (…). Pero, aunque todo estuviera petrificado y fijo, bastaría que se moviera el sol, lo que hace de continuo, para dar diverso aspecto a las cosas… Hay que pintar deprisa, porque ¡cuánto se pierde, fugaz, que no vuelve a encontrarse!».
Descargando la barca, Sorolla (1898). Foto: Album.
En este lienzo, por otra parte, encontramos todo un compendio de temas costumbristas y marineros: la playa, la barca, los bueyes que ayudan en el retorno de la pesca, los marineros, las pescadoras afanadas… La fuerza dinámica de la vela, empujada por el aire, sugiere el mar revuelto y rompe con las diferentes horizontales con las que está compuesta la escena. Por su parte, en la pescadora descontextualizada del conjunto que carga con las cestas, cuyo vestido rosado está realizado con pinceladas casi febriles, se ha querido ver a la «mujer mediterránea», orgullosa de sí misma y con una gran fuerza de espíritu.
7. Autorretrato (1900)
¿Quién nos mira en este cuadro? ¿Sorolla o Velázquez? Heredero del realismo español, la huella del maestro, de quien copia la posición un tanto girada al espectador y la mirada concentrada y melancólica de Las Meninas, es evidente. El autorretrato destaca por su huida del academicismo; los toques de color de la derecha son completamente modernos, el pintor deja abocetada esa zona del lienzo que emplea solo para encuadrar y subrayar el volumen piramidal de su figura, algo completamente impensable en los retratos de la época, que sobresalían por un dibujo austero y por un registro fidedigno de todos los elementos que rodeaban al retratado.
Sorolla se nos muestra aquí como un pintor de la vida moderna en los términos en los que solicitaba Baudelaire: ojo y mente despiertos para captar el mundo cambiante (¿quién sabe si esas pinceladas de la derecha no sugieren la paleta manchada de colores resguardada bajo su brazo?).
Autorretrato, Sorolla (1900). Foto: Album.
8. María de Blanco (1900)
El crítico de arte Edmund Peel escribe sobre este maravilloso lienzo: «Comparado con los retratos de encargo, se observa una mayor libertad de ejecución y también un conocimiento más íntimo del tema. Nótese el nombre de la niña en la inscripción de la izquierda de la modelo y la fecha a la derecha».
Realizado en el mismo año que el cuadro precedente, no pueden ser más distintos. Si en uno prima el nerviosismo y la velocidad del empaste, en este todo es sosiego y calma (el único punto de inquietud es el propio gesto de la pequeña, cansada de posar tal vez).
Los blancos del vestido remiten al lienzo Madre, pero aquí están realizados con tonos mucho más blanquecinos y azulados, cuyo volante, mediante pinceladas onduladas, resulta más ligero. Como en él, un gran campo visual relativo a las personas de su familia se nos muestra blanco: es el color de la luz, de la pureza y la inocencia; de la paz. Casi podríamos decir que en Sorolla el blanco es el color de la familia, de todo lo que ama y considera importante en la vida.
María de blanco, Sorolla (1900). Foto: Album.
El suelo amarillento, la silla en escorzo hacia el espectador, la profundidad de la mirada… La impronta de Velázquez se percibe.
9. Mi familia (1901)
La tantas veces escuchada frase de que Velázquez en Las Meninas no hizo un retrato de corte al uso, evidente por otra parte al observar simplemente el cuadro, se corrobora con este de Sorolla, que no es sino un elogio a la obra del «maestro de maestros», como él mismo lo llamó. En Las Meninas, Velázquez captó una escena familiar, alejada del decoro rígido de los cuadros de representación monárquica; en este, Sorolla, que aparece en el lienzo en el mismo espejo-ventana en el que en Las Meninas lo hacen los reyes, pinta a su familia. Así ambos son meros «fisgones», observadores (ocupan nuestro lugar) del momento íntimo que se recoge en el lienzo.
Los personajes, compuestos en una estructura piramidal, emergen de un fondo un tanto sombrío en el que predominan los tonos marrones, negros y verdes, que contrastan con el blanco resplandeciente del vestido de la pequeña, cuyo foco de luz, proveniente de la derecha, tan solo se sugiere por su resplandor, sin aparecer en el cuadro.
En la obra Mi familia (1901), además de retratar a su mujer Clotilde y a sus hijos María, Joaquín y Elena, Sorolla se autorretrata en el espejo del fondo. Foto: AGE:
Sorolla, desde el espejo, se asoma atento al instante y, con la paleta en la mano, se retrata no como padre de familia, sino como pintor, mientras que en primer plano destaca la figura inteligente de Clotilde, la única erguida en la composición, «sustentadora» del encuadre y alma de la familia.
10. Sol de la tarde (1903)
A partir de 1900, las faenas de la pesca, el día a día de la costa levantina, se convirtieron en un motivo predilecto del pintor. En esta obra, pintada en 1903 en la playa valenciana del Cabanyal, todo es movimiento: las velas, los bueyes que rompen la horizontalidad de estas, los trabajadores que tiran de las cuerdas y los diferentes agarres… Sin embargo, de nuevo, el título nos vuelve a poner delante de lo que en realidad le interesa representar a Sorolla: los juegos y los reflejos de la luz sobre las diferentes superficies que toca (es admirable cómo la espuma entre las patas de los animales adquiere el tono violáceo del mar al quedar en sombra bajo los cuerpos de estos).
Sol de la tarde, Sorolla (1903). Foto: ASC.
A diferencia de La vuelta de la pesca, otro de sus cuadros de temática marinera más conocidos y con el que ganó la segunda medalla del Salón de los Artistas Franceses, aquí la factura es mucho más fluida, a base de manchas que dotan a la escena de gran realismo; se capta la brevedad del momento de una forma impecable, digna de una toma fotográfica. «Y precisamente, no el color, sino el aire es lo que ha pintado Sorolla y lo que sublima su pintura», escribió al respecto Azorín.
11. María en los jardines de La Granja (1907)
En 1907, la familia de Sorolla pasó el verano en La Granja de San Ildefonso, pues el pintor había recibido ni más mi menos que el encargo de pintar al joven rey Alfonso XIII y lo hizo en este recodo segoviano, al aire libre. María, su hija mayor, que nació en 1890 y había tenido siempre una salud quebradiza, tenía por entonces 17 años. En 1906, un año antes de este lienzo, se le diagnosticó tuberculosis; de ahí que pasara el invierno entre 1906 y 1907 en El Pardo para respirar aire puro de la sierra. Allí la acompañaron su madre y sus hermanos, hasta que en verano se reunieron todos en La Granja.
Sorolla la retrató acompañada por la hija del crítico Leonard Williams, Susana, junto al estanque, en cuya pintura se deleita jugando con los reflejos de las hojas del follaje en el agua.
María en los jardines de La Granja, Sorolla (1907). Foto: Album.
La sutil figura de María no evidencia la enfermedad que acaba de pasar; se trata más bien de una distinguida joven de la época que se ayuda para caminar, jugando, de su sombrilla verde, lo mismo que la niña que va a su lado juega con el aro, que casi parece moverse.
La figura de María replica la verticalidad del árbol que hay al lado de Susana, en una composición en la que predominan los grandes trazos ondulados para representar las ondas del agua del estanque, movida por la misma ligera brisa que despega el lazo azul oscuro del sombrero de María.
12. Niña con lazo azul (1908)
Durante el verano de 1908 que pasó en Valencia, Sorolla tuvo dificultades para pintar en la playa debido a los frecuentes temporales. No obstante, realizó un buen número de obras, entre las cuales se encuentra esta: una niña asustada ante las olas, que se agarra a su propio vestido, y que es invitada a bañarse por un niño que chapotea, medio sumergido, al fondo. La esencialidad de lo representado (las dos figuras, la arena de la playa y el mar) configura sin embargo una composición muy bella e intimista, en la que la perspectiva aérea crea todo el espacio. La sombra azulada de la niña, que tiende hacia el niño, contrasta con su mismo reflejo en el agua, de tonos ocres y tierra, que rompe en escorzo hacia el límite inferior del cuadro, hacia el espectador, trazando una perspectiva fragmentada, muy moderna.
Niña con lazo azul, Sorolla (1908). Foto: Album
La niña parece ser la misma pequeña del lienzo Al baño, del mismo año, que contrasta por su gran verticalidad con este, tan horizontal en su plano y dimensiones.
Por otro lado, la obra entonada en profundos tonos azules y tierra es un ejemplo de cómo la sobriedad en el uso del color puede originar todo un espectro de tonalidades diferentes.
13. Saliendo del baño (1908)
Durante los veranos de 1908 y 1909 en Valencia, y luego en 1910 en Zarauz, Sorolla realizó muchas de las composiciones luminosas que consolidaron su fama internacional.
En este lienzo, desbordante de un sensualismo medio inocente medio pícaro, una sonriente jovencilla intenta abrocharse su bata de baño mojada por el agua, mientras un muchacho entre curioso y asombrado espera detrás para cubrirla con una sábana (¡qué juego de blancos, rosáceos, crema, grisáceos!). Parece que el muchacho es un pescador, dado su sombrero de paja, que en color y luz coincide bastante con la bata de la muchacha, cuyos pliegues mojados se ciñen a sus carnes transparentándolas (los trazos más rosáceos). La imagen tiene mucho de erotismo, pero nada de lascivia, más bien subyace una psicología humorística y entrañable: un juego de chiquillos seducidos por la luz y el calor, por la belleza misma del día y del momento.
Saliendo del baño, Sorolla (1908). Foto: AGE.
La luz entra en tromba por todas partes: desde arriba, reflejada en el agua, transmitida por la sábana y expresada como media luz en el rostro de la joven. Los blancos están cargados de colores: amarillos, azules, lavandas, aguamarinas… Priscilla Muller tiene razón: en Sorolla, el blanco nunca es blanco.
14. Paseo a orillas del mar (1909)
¿Quién no siente la brisa cálida y el olor a sal al contemplar este bello y conocidísimo lienzo? Sorolla concentra en él toda la Belle Époque. Puede decirse que estamos ante el mismo concepto alegre, pero calmado y melancólico, de dicha época. Realizado también en el verano de 1909, a la vuelta de la cuarta exposición internacional de Sorolla realizada en varias ciudades de Estados Unidos, representa a su mujer, Clotilde, que sostiene una sombrilla, junto a su hija mayor, María (o María Clotilde), caminando al atardecer por la playa de Valencia mientras la brisa marina hace ondear sus ropas ligeras, vaporosas.
Con un encuadre rompedor y moderno, Sorolla corta de forma intencionada el sombrero de Clotilde por el margen superior del lienzo y amplía al máximo la orilla del mar en la mitad inferior del mismo, prima —a la par que las figuras— el entorno: ambos son igual de protagonistas e importantes; parece que no hay solución de continuidad entre la belleza de la naturaleza (el contexto o entorno) y el de las mujeres. Muchos autores han identificado este cuadro con el posimpresionismo, pero es tan personal el tratamiento que habría que hablar, cómo no, de «sorollismo».
Paseo a orillas del mar (1909). Clotilde y María caminan al atardecer por la playa de Valencia en una de las obras más famosas de Sorolla. Foto: ASC.
15. La hora del baño (1909)
Estamos ante otro cuadro de «marinas o baño» del autor (de los que hemos querido mostrar varios, porque —similares entre sí— siempre exhiben una ruptura de tratamiento). En esta obra, por ejemplo, con la elección de un punto de vista alto que suprime el cielo y el horizonte, el pintor centra su trabajo en analizar mejor los matices del color en los que se descompone la luz cegadora del momento: blanco, rosa, malva, azul. Asimismo, la indefinición de las figuras sirve para potenciar un cromatismo mucho más variado que en otros cuadros (por ejemplo, el de Niñas en el mar). Resalta el blanco de la sombrilla, el rosa fuerte del vestido de la niña mayor y el amarillo de la pequeña en segundo término. En el fondo, apenas perceptibles al ser tapados en parte por la sombrilla blanca, los niños desnudos contrastan con estas figuras castas pero insinuantes en cierta medida.
La hora del baño, Sorolla (1909). Foto: ASC.
De este lienzo se escribe en la ficha del Museo Sorolla: «Exhibe su virtuosismo en representar el más móvil de los escenarios posibles: el agua, siempre en movimiento, sus transparencias, reflejos, reverberaciones».
16. Niñas en el mar (1909)
En este cuadro sin pautas de referencia en el horizonte de la playa, el mar desborda por todos los márgenes el lienzo (Sorolla nos sumerge en él, al igual que a las pequeñas, para concentrarse también en su juego de luces, en la captación del movimiento ondulante del agua del mar). En él, dos niñas —un juego paralelo de pinceladas delicadas y amplias en los mismos tonos— se funden con las olas realizadas con trazos fuertes, grandes y seguros, muy cercanos a la abstracción: es un homenaje a la pintura en su estado más puro.
Las dos niñas, vestidas con las batas de baño típicas de la época, están de espaldas y enlazan sus brazos estrechando las manos fuertemente. Sorolla no se molesta en individualizarlas, no les dota de un rostro personal, tan solo sugiere —por la diferencia de tamaño— que una es mayor que otra en edad. Aquí el verdadero protagonista es el mar, que «inunda» el lienzo y nos atrapa con sus azules, violetas, verdes…, con sus trazos ondulantes y horizontales. Es él el que tiene «rostro», el que nos impone su personalidad y fuerza, su bravura, en este lienzo, salpicándonos de vitalidad.
Niñas en el mar, Sorolla (1909). Foto: Album.
17. Bajo el toldo, Zarauz (1910)
¡Otro verano familiar! ¡Otro retrato de familia! En este lienzo, protegidos del sol por un toldo que intuimos y que no se muestra (ejemplo de encuadre fotográfico, de contar con la complicidad del espectador para «completar» la escena), vemos en el centro a Clotilde; a la derecha, sentada con sombrero y mosquitera, se encuentra María, que juega con la sombrilla en la mano; recostada, Elena, mientras que Joaquín se encuentra sentado a lo lejos con chaqueta oscura y canotier.
Tal como se explica en la ficha técnica del Museo Sorolla: «La familia es partícipe de un fenómeno que se consolida en aquella época entre la nobleza y las familias adineradas: el turismo de estancia o turismo residencial. En el caso de Sorolla las estancias se producen, con excepciones, en las zonas costeras, convirtiéndose el pintor en un cronista del «playismo», fenómeno que se generalizó en un momento más tardío, hacia los años treinta». Y es que el turismo de costa consistía entonces en la toma de baños ligeros, dado que se recomendaban la brisa y el agua del mar por sus propiedades terapéuticas (recordemos la frágil salud de María). En las ciudades del norte como San Sebastián, Santander o Biarritz, donde el clima es más fresco que en el levante, tenía lugar este comienzo de turismo playero de la alta sociedad, ya que hacía compatible la playa, sus beneficios para la salud, con la elegancia en el vestir.
Bajo el toldo, Zarauz (1910), Sorolla. Foto: AGE.
18. Mi mujer y mis hijas en el jardín (1910)
En su madurez, Sorolla fue un gran pintor de retratos al aire libre, del que el de Ernest Coquelin Cadet (1906) es un claro ejemplo por su dominio de la luz y de los blancos. De estos, puede decirse que la obra maestra es Mi mujer y mis hijas en el jardín, pintado en 1910 en el jardín de su casa con una pincelada suelta y brillante. En este lienzo, los rostros de las protagonistas están solo esbozados por unas cuantas pinceladas.
Como bien señala Edmund Peel, «el ideal de Sorolla era que la pintura tenía que representar la naturaleza tal como es». De ahí que los retratos inmersos en ella sean tan frescos y «atrapados al instante» como cualquier escena marina, por ejemplo; nada hay en ellos de sometimiento a las sobrias normas del academicismo. Incluso en el retrato de Alfonso XIII con uniforme de húsares, más envarado por la pose regia, puede apreciarse esto. Así, frente a la elegancia elitista de Sargent, Sorolla contrapone la naturalidad y espontaneidad en este retrato familiar de su entorno íntimo, donde los personajes (su mujer e hijas) y la naturaleza se funden compartiendo un solo protagonismo, algo que también puede apreciarse en el retrato de Louis Comfort Tiffany.
Mi mujer y mis hijas en el jardín (1910), de Sorolla. Foto: ASC.
19. Tipos del Roncal (1912)
Este cuadro forma parte de los bocetos de tipos que el valenciano pintó durante 1912 como parte de su trabajo de documentación para el encargo de Visión de España que le encomendó Archer Milton Huntington para la Hispanic Society, en el que uso muchas fotografías. Este cuadro servirá finalmente de boceto para el cuadro El Roncal, Navarra. Para Sorolla, cada estudio de la España castiza se convertía en todo un reto plástico que resolver.
Así, por ejemplo, mientras que en Tipos de Salamanca y Novia lagarterana los personajes son representados de frente con ligeras variaciones, aquí los tres tipos crean un grupo circular en el que el hombre se halla de espaldas y es el único que dirige su mirada a una de las protagonistas (las otras dos inquieren al espectador con una mirada no precisamente amable, entre severa, la de la mujer de frente, y recatada y triste, la de la izquierda). El paisaje del fondo, con colores más alegres que los sobrios y negros de las adustas prendas típicas, sirve como contrapunto a la composición. ¿Quiénes son estos personajes? La ficha del Museo Sorolla nos lo aclara: «Posaron Benita Daspa, vestida con el traje de la mujer soltera, y su tía Raimunda Monzón, ya casada y mayor, y por tanto, vestida de negro. Valle ha permitido identificarlas. Junto a ellas, José Sanz, con el traje de alcalde o regidor».
Tipos del Roncal, Sorolla (1912). Foto: Album.
20. María la guapa (1914)
En el año 1914, el maestro recibió el encargo de un millonario estadounidense de realizar el cuadro Baile en el Café Novedades de Sevilla. Como preparación, realizó una serie de cuadros de gitanas en diferentes posturas, intentando huir del folclore y siguiendo su concepción estilística de la luz y el color. De ahí que este parezca mucho más un retrato que una escena de género. En este, realizado con un punto de vista bajo, la bella gitana viste de rosa y blanco y lleva un mantón amarillo claro sobre sus hombros. Apoya la mano derecha en la cintura y con la izquierda sujeta una silla de enea pintada de verde. Su figura, piramidal, destaca del fondo, el patio de una casa humilde con muros encalados y varias sillas contra las paredes.
Consuelo Luca de Tena, exdirectora del Museo Sorolla, explica que, al igual que Velázquez hacía con los enanos y bufones, el valenciano se solidariza con las mujeres, las ennoblece en sus lienzos. Sea cual sea el tema —recordemos la dureza de Otra Margarita y Trata de blancas—, «siempre tuvo una mirada compasiva hacia esas mujeres. Se solidariza con ellas, las entiende, no las lapida».
María la guapa, Sorolla (1914). Foto: AGE.
Esta gitana, de ojos negros, nos mira directamente, no se achanta, es una igual al espectador y al pintor; nos pregunta e interroga. «¿Quién eres? ¿A qué vienes por aquí? ¿Qué quieres?», parece decirnos.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-07-30 05:28:37
En la sección: Muy Interesante