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víctimas de las guerras humanas

víctimas de las guerras humanas

La guerra es una de las actividades más destructivas y crueles que los seres humanos han practicado a lo largo de la historia. Millones de personas han perdido la vida, han sufrido heridas, traumas y enfermedades, o han sido desplazadas y oprimidas por los conflictos armados. Pero no solo los humanos han sido víctimas de la guerra. También los animales han participado, voluntaria o involuntariamente, en las batallas, y han pagado un alto precio por ello.

Los animales han sido usados como armas, como medios de transporte, como mensajeros, como detectores, como guardianes, como compañeros, como símbolos y como trofeos. Han sido entrenados, explotados, sacrificados, mutilados, torturados, abandonados y olvidados. Han demostrado valor, lealtad, inteligencia, afecto y sufrimiento. Han cambiado el curso de la historia y han dejado su huella en la memoria colectiva.

En Animales de combate, publicado recientemente por la editorial Pinolia, el biólogo y divulgador científico David Sánchez nos ofrece un recorrido por las diferentes formas en que los animales han intervenido en la guerra, desde la antigüedad hasta la actualidad. Con un estilo ameno y riguroso, nos cuenta las historias de algunos de los animales más famosos y desconocidos que han participado en los conflictos.

Si quieres leer el primer capítulo de este libro de forma exclusiva, solo tienes que seguir leyendo. Te aseguramos que no te dejará indiferente y que te abrirá los ojos a una realidad que pocas veces se cuenta. Prepárate para conocer a los Animales de combate, los héroes y víctimas olvidadas que cambiaron la historia de la guerra.

A todos los caídos, por David Sánchez

Enviar a tu país a la guerra es una decisión tan importante, que no debe tomarse nunca a la ligera ¡La realidad no es un tablero de madera sobre el que nuestros dirigentes juegan una entretenida partida de estrategia! Poner en peligro la vida de miles de soldados y civiles inocentes, con el objetivo de lograr el control sobre una insignificante porción de tierra de una ínfima mota de polvo en la inmensidad del universo, suena tan ridículo como cruel. El sacrificio innecesario de vidas humanas, las familias obligadas a abandonar sus hogares, la destrucción de monumentos con siglos de historia y los innumerables impactos ecológicos provocados por una guerra no pueden ser la consecuencia de una decisión caprichosa y pasional, tomada en un momento de crispación política. ¡No!, ninguna guerra tiene justificación mientras exista la más mínima posibilidad de que los dirigentes alcancen un acuerdo que la evite. 

Decía el dalái lama que todas las formas de violencia son totalmente inaceptables como solución a las disputas entre naciones, grupos y personas. Sin embargo, la guerra se ha convertido en una realidad más habitual de lo que desearíamos. Lo fue en los albores de la civilización humana y a lo largo de la historia antigua, y lo es todavía en estos momentos y, tristemente, parece que lo seguirá siendo en un futuro. Dicen que el hecho de olvidar la historia nos condena a repetirla, lo cierto es que el ser humano parece mostrar una desafortunada e incorregible habilidad para hacerlo con demasiada facilidad. 

Desavenencias las ha habido desde la prehistoria: por la carne de una presa, por un fragmento de pedernal con el que encender fuego, por el derecho a la cópula o por el sitio más resguardado de la cueva. Paradójicamente, desde su aparición, el ser humano ha demostrado ser un animal tan sociable como violento. El conflicto parece ser un concepto inherente a nuestra especie. 

La primera guerra de la que se tiene registro escrito ocurrió hace cuatro mil quinientos años. Durante más de un siglo, las ciudades-estado sumerias de Lagash y Umma, al sur de Mesopotamia se enfrentaron por el control de la gran llanura del Guedenna, una región agrícola extraordinariamente productiva. El ejército de Umma fue derrotado y se capturó y asesinó a sus dirigentes sin piedad ninguna. La victoria de Eannatum, rey de Lagash se detalla en siete fragmentos de roca caliza conocidos como la «Estela de los buitres» y que se conservan en el Museo del Louvre de París. Estos fragmentos recogen el resultado de la batalla y un recuento de bajas exacto. Mencionan que Eannatum se enorgullecía de haber sembrado el campo de batalla con tres mil seiscientos cadáveres, que resultarían ser las primeras víctimas de guerra de las que se tiene un registro fiable.

Desde ese momento, se han sucedido infinidad de conflictos armados de forma ininterrumpida sobre la faz de la Tierra: batallas tan relevantes que, al finalizar, nos han obligado a redefinir la distribución política mundial, a reescribir los libros de historia y cuya importancia ha trascendido a la gran pantalla; guerras tan breves que apenas han durado unas pocas horas o tan largas que se han prolongado durante siglos; algunas que prácticamente han pasado desapercibidas y otras que, incomprensiblemente, apenas alcanzan repercusión en los medios de comunicación en pleno siglo XXI.

Independientemente del tipo de guerra, esta es hambre, destrucción y miseria. Puede convertir la ciudad más prospera en escombros, provocar el declive de civilizaciones enteras, la desaparición de países de un plumazo o sumir en el olvido culturas y tradiciones milenarias. La guerra es crueldad, egoísmo e injusticia; pero, sobre todo, la guerra es muerte.

Cada batalla, cada combate, cada pequeña revuelta armada ha contribuido a aumentar, de manera lenta pero gradual, el número de víctimas mortales que empezó hace cuatro mil quinientos años, lenta pero inexorablemente, como un grifo mal cerrado que gotea de forma continua y llena un vaso vacío hasta hacerlo rebosar. 

El paso del tiempo ha sido testigo de una evolución constante en la forma de guerrear. Las pequeñas trifulcas entre clanes vecinos durante la prehistoria dieron paso a los grandes conflictos modernos en los que se ven obligados a participar varias naciones que, a través de pactos políticos y alianzas económicas tratan de defender sus intereses. A mayor número de participantes implicados se acaba por generar, lógicamente, un incremento exponencial del número de víctimas. De igual forma, las armas utilizadas en combate se han vuelto progresivamente más letales. Las pinturas rupestres reflejan que los primeros enfrentamientos se resolvieron con armas sencillas fabricadas con piedras y palos, que dieron paso rápidamente a garrotes, mazas y lanzas. El desarrollo de las primeras técnicas de trabajo metalúrgico permitió que el metal sustituyese a la piedra, y las lanzas y flechas se volvieran más mortíferas. Aparecieron las espadas, sables, dagas y hachas. Los conflictos se dirimían en distancias cortas, el contacto entre los adversarios era casi obligatorio, por lo que la fuerza, agilidad y destreza de los combatientes eran los factores que acababan por desequilibrar la contienda. 

Con la invención de la pólvora, en China, aproximadamente en el siglo IX d. C. comenzaron a evolucionar las armas de fuego, mucho más eficaces y sangrientas: pistolas, cañones, arcabuces y escopetas. La muerte dejó de entender de distancias. Cada vez se podía matar más, a mayor distancia y con menor esfuerzo. Así, el número de víctimas se incrementaba a la par que se perfeccionaban nuevas armas de destrucción cada vez más masivas. Tras la Primera Guerra Mundial, los contundentes impactos de las balas de cañón dejaron de ser efectivos y dieron paso a nuevos proyectiles, de mayor alcance, eficacia y letalidad. El siglo XX asistía a un peligroso cambio de paradigma en el armamento militar 

En la Segunda Guerra Mundial, Alemania comenzó a utilizar los cohetes V1 y V2, primeros misiles de combate de largo alcance y precursores de los proyectiles modernos. Entre el siete de septiembre de 1940 y el diez de mayo de 1941, en el marco de la blitzkrieg, los bombardeos de la Luftwaffe no dejaron un rincón de la ciudad de Londres intacto. A pesar de ser una de las ciudades que los ejércitos alemanes no pudieron ocupar, el intenso ataque al que se la sometió desde el aire provocó la muerte de cerca de cuarenta y tres mil personas ¡Sin que los ejércitos alemanes llegaran a poner un pie en la ciudad! 

El efecto de esta nueva generación de armas resultó tan devastador como indefendible. Se redujo a escombros ciudades como Rotterdam en 1940, o Varsovia en el otoño de 1944, con tanta facilidad que parecía que sus edificios fueran de papel en vez de ladrillo. Los alemanes habían encontrado un arma peligrosamente eficaz y su utilización estuvo a punto de darles la victoria final en esta guerra, hecho que hubiera puesto patas arriba el orden mundial imperante en ese momento. 

Desde los elefantes de Aníbal a las palomas mensajeras de la Gran Guerra, David Sánchez cuenta la historia de los animales en la guerra. ilbusca / iStock

A pesar de su fulgurante inicio, Hitler acabó cosechando una serie de inesperadas derrotas que acabaron por inclinar la balanza en favor de los ejércitos aliados. Una de las más dolorosas tuvo lugar entre el 23 de agosto de 1942 y el 2 de febrero de 1943 en los alrededores de la ciudad de Stalingrado. La derrota, en la que es considerada una de las batallas más sangrientas de la contienda, fue un punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial, que frenó el avance del ejército nazi en territorio soviético y debilitó así a las fuerzas del Eje. La desinformación sobre el armamento militar soviético, los problemas de logística y organización del ejército alemán, las extremas condiciones a las que el crudo invierno soviético sometió a las tropas de la Wehrmacht y quizá un exceso de confianza por parte de Hitler pudieron ser los motivos principales de la derrota. 

Sin embargo, como descubriremos a lo largo de este libro, las tropas soviéticas se valieron de otra serie de ingeniosas estratagemas que ayudaron a agravar la situación de las tropas alemanas en el frente. Entre ellas, la diseminación de ratas infectadas con tularemia entre las líneas alemanas. Estas propagaron rápidamente la enfermedad en el frente, lo cual afectó a las operaciones militares y complicó aún más la penosa situación que ya sufrían las tropas nazis ¿Ingenioso? Quizá no tanto, ya que según el científico italiano Siro Trevisanato, 3 350 años antes el Imperio hitita ya había empleado armas biológicas durante el sitio a la ciudad fenicia de Symra, en la frontera entre el Líbano y Siria. Como si de un caballo de Troya microbiológico se tratase, los hititas dejaron ovejas infectadas por la bacteria Francisella tularensis a las puertas de la ciudad. Confiados y hambrientos, los ciudadanos introdujeron los animales en la ciudad y se alimentaron despreocupadamente de su carne, contagiándose de tularemia. Debilitados, solo pudieron ofrecer una débil resistencia a los invasores. 

Como vemos, el uso de seres vivos, virus o cualquiera de sus productos tóxicos con el fin de provocar la muerte y ocasionar molestias en el ejército enemigo se remonta muy atrás en el tiempo

Existen diferentes textos históricos que mencionan que, de una forma u otra, en torno al año 590 a. C. se usaron plantas venenosas para contaminar los suministros de agua durante el sitio a la ciudad de Cirra (Grecia) en la Primera Guerra Sagrada. Los asirios utilizaban ergotamina, un alcaloide producido por el cornezuelo del centeno. Griegos y romanos envenenaban los pozos de agua potable arrojando los cadáveres de personas y animales fallecidos como consecuencia de enfermedades contagiosas. En el año 184 a. C. el militar cartaginés, Aníbal Barca, lanzó vasijas con serpientes de todo tipo a los barcos rivales. Durante la Edad Media barcos llenos de cadáveres «apestados» o cargados de viruela y peste, se usaron en los asedios. Desde las embarcaciones se catapultaban los cuerpos infectados, propagando de esta manera la enfermedad dentro de las ciudades enemigas. 

La manipulación y utilización de microorganismos tan letales como el virus de la viruela o las bacterias responsables de la peste, cólera o ántrax supone un peligro de magnitudes impredecibles para el ser humano. Una pequeña cantidad de apenas 250 g de toxina botulínica convenientemente distribuida alcanzaría para matar a toda la población humana ¡El exterminio total del ser humano! El riesgo es tan serio que ha sido necesario plantear acuerdos a nivel internacional para evitar las trágicas consecuencias que su uso supondría a nivel mundial. 

Tras la prohibición del empleo de este tipo de armas, la biología dio paso a la química como forma de causar el mayor daño con el menor esfuerzo posible. El gas mostaza, sintetizado por Frederick Guthrie en 1860, fue un arma ampliamente utilizada durante la última fase de la Primera Guerra Mundial. Se estima que su uso provocó cientos de miles de bajas. El 22 de abril de 1915 los alemanes utilizaron el gas de cloro sobre las líneas francesas en Ypres, el resultado: cerca de cinco mil bajas y la muerte de dos mil soldados, aunque las cifras se inflaron por la guerra propagandística. Durante la Segunda Guerra Mundial se hizo uso de sustancias neurotóxicas todavía más mortíferas que las usadas en la Gran Guerra. Gases como el Sarín, el Tabún o el Somán, al inhalarse o absorberse a través de la piel o los ojos, provocaban síntomas incapacitantes, fallos en los procesos de sinapsis neuronal, parálisis del sistema nervioso e incluso la muerte. Su uso más conocido se dio en los campos de concentración, donde se exterminaron a millones de judíos y enemigos de la causa de Hitler con Zyklon B en las duchas y cámaras de gas, en uno de los episodios más oscuros que ha tenido que superar la humanidad.

Los efectos provocados por este tipo de sustancias eran tan graves que su uso acabó generando un rechazo masivo en la población. La magnitud de las tragedias que se vivieron durante la primera mitad del siglo XX en Europa y el resto del mundo y el temor a las posibles consecuencias que podría generar su uso indiscriminado en el futuro desembocaron primero en la rúbrica del Protocolo de Ginebra en 1925 y su posterior revisión en 1972 y 1992. Con este documento, las naciones firmantes se comprometían a evitar el empleo, desarrollo, producción y almacenamiento de sustancias asfixiantes, venenosas y métodos bacteriológicos como armas de guerra. Tristemente fue una declaración de intenciones vacía y engañosa. Durante el Tercer Reich se asentaron los pilares de una perversa línea de investigación sobre armas químicas que finalmente volverían a usarse, a finales de la década de los ochenta, en los conflictos bélicos de Oriente Próximo. 

La sutil campaña de propaganda con la que el Gobierno estadounidense vendió a la población que el uso de químicos sería la forma ideal de lograr una «guerra sin muertes» permitió la aceptación del uso de estas armas como «gases incapacitantes» en la guerra de Vietnam. La utilización de herbicidas, como el agente azul o el agente blanco, con el objetivo de eliminar las zonas de densa vegetación en las que se escondían las tropas del Frente de Liberación Nacional abrió la puerta progresiva y disimuladamente al uso de cloroacetofenona, clorobenzalmalononitrilo o difenilaminocloroarsina, gases lacrimógenos con efectos fisiológicos irritantes o incapacitantes temporales, el bencilato de 3-quinuclidinilo o BZ, el producto químico más inhabilitante de los usados hasta el momento por el ejército norteamericano o el napalm, una mezcla de gasolina gelatinizada, benceno y poliestireno que provocaba graves quemaduras, deformidades y pérdida de extremidades y que, tristemente, pasó a la historia por las imágenes de civiles y niños completamente desfigurados por las quemaduras. Como una imagen vale más que mil palabras, tenemos la obligación moral de conservar en nuestra memoria la famosa fotografía de Phan Thi Kim Phúc, una niña vietnamita, de tan solo nueve años, que huía completamente desnuda de su aldea en el sur de Vietnam tras haber sido bombardeada con napalm en 1972. 

No éramos conscientes de ello, pero en ese momento ya habíamos perdido totalmente el control sobre nuestra propia capacidad de destrucción. La sucesión ininterrumpida de escenas dantescas, que llenaban las páginas de los medios de prensa de la época, acabó por generar la total insensibilización de los líderes políticos y militares y la llegada de un nuevo paradigma militar: la aparición de las armas nucleares. 

Durante la Segunda Guerra Mundial los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki arrasaron en cuestión de minutos estas dos ciudades. Nadie, en ninguno de los escalafones militares que debían existir entre Harry S. Truman, presidente de los Estados Unidos en ese momento y primer responsable de la orden final de la operación, y los doce tripulantes que viajaban a bordo del bombardero Boeing B-29 Superfortress y ejecutores finales de la orden, fueron capaces de darse cuenta de las nefastas consecuencias que traería este ataque. 

La entrada de Hernán Cortés en Tenochtitlán con el caballo y el perro como parte del ejército. Augusto Ferrer Dalmau / Wikimedia

La mañana del 6 de agosto de 1945, alrededor de las 08:15 de la mañana, el tiempo se detuvo de forma brusca. Desde el bombardero estadounidense bautizado con el nombre de Enola Gay se liberó, a 10 450 metros de altura, la primera bomba nuclear: «Little Boy». Robert Lewis, copiloto del bombardero fue la primera persona que se dio cuenta de lo que había sucedido. «Dios mío, ¿qué hemos hecho?». 

Era demasiado tarde. En Hiroshima vivían en esos momentos unos trescientos mil habitantes, la explosión mató de forma instantánea a más de cien mil. El total de muertes en los cinco años siguientes debido a los efectos a largo plazo pudo superar las doscientas mil. Este fue el primer ataque atómico llevado a cabo jamás y el momento en que rebasamos, por completo, todos los límites de crueldad y falta de humanidad.

Tres días después, la ciudad de Nagasaki, a 420 kilómetros de distancia sufrió el segundo y último ataque nuclear. La bomba «Fat Man» provocó cuarenta mil muertos y veinticinco mil heridos. Al igual que en el primer ataque, la cifra de víctimas mortales se incrementaría en los años siguientes como consecuencia de las enfermedades provocadas por la radiactividad. 

Dos ciudades completamente borradas de un plumazo, cientos de miles de vidas y la sensación de que los cimientos de la civilización humana se tambalearon al accionar las trampillas de estos aviones para dejar caer las bombas. La guerra estaba prácticamente resuelta, la victoria de los ejércitos aliados era inminente; y, sin embargo, nadie frenó la orden. Esos tres días cambiaron para siempre la historia de la humanidad. Desde entonces, el miedo a un nuevo ataque nuclear ha cambiado el concepto de guerra y ha impregnado de desconfianza y recelo la relación entre las principales potencias mundiales. 

En el momento en que escribo estas líneas, Ucrania y Rusia mantienen un conflicto armado que amenaza con tener una importante repercusión en el resto de Europa. A la dura crisis energética que ya está generando, y que se agravará irremediablemente en los próximos años, se le une el temor a una respuesta nuclear por parte del dirigente ruso Vladimir Putin. Científicos de la Universidad de Princeton, en colaboración con el Programa de Ciencia y Seguridad Global (SGS), han elaborado un modelo simulado de un enfrentamiento de estas características entre Rusia y la OTAN. Las estimaciones son espeluznantes: el ataque provocaría 34,1 millones de muertes en las primeras cinco horas, 55,9 millones de heridos y una cifra incalculable de muertes posteriores por efecto de la lluvia radiactiva nuclear y otros efectos secundarios. 

Produce verdadero terror saber que en estos momentos existen líderes políticos que tienen en su poder una tecnología militar tan devastadora que, de utilizarse, pondría en peligro la supervivencia de nuestra propia especie. En el caso de un nuevo ataque atómico, las partículas radiactivas arrastradas por el viento generarían un invierno nuclear de tal magnitud que traería consigo la completa desaparición de la vida sobre nuestro planeta. A pesar de que pueda parecer la escena apocalíptica de una película de ciencia ficción, la realidad es que este escenario ya se predijo en 1983 por parte de un grupo de científicos liderados por Carl Sagan que alzaron la voz de alarma que consiguió frenar el plan de militarización espacial planeado por el, por entonces, presidente del Gobierno de los Estados Unidos Ronald Reagan. 

Según los registros de la ONU, la Primera Guerra Mundial dejó unos diez millones de muertos y de la Segunda Guerra Mundial se estima una cantidad de víctimas estimada de entre cincuenta y ochenta millones de personas ¿Cuáles serían las cifras de una tercera? Para evitar el uso de armamento nuclear en un nuevo conflicto internacional, se han alcanzado acuerdos importantes como el Tratado de No Proliferación Nuclear que entró en vigor en 1970 o el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares que, tras proponerse en 2017, entró por fin en vigor en 2021, setenta y cinco años después de las masacres de Hiroshima y Nagasaki. Es conocida la reflexión de Albert Einstein sobre una posible tercera guerra mundial. Es cierto que no sabemos cómo será si llega a producirse, pero de suceder, entonces sí, como se aventuró a predecir el genial físico alemán, es fácil entrever que las siguientes guerras se resuelvan otra vez a palazos y pedradas. 

Las grandes guerras de la historia como las guerras púnicas, la guerra de los Cien Años, las guerras napoleónicas, la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Vietnam, la invasión de Irak o las guerras que actualmente se libran en Siria, Sudán, Palestina o Afganistán conservan un registro, más o menos fiable, de la pérdida de vidas humanas, los países que participaron, el nombre de los líderes que encabezaron los ejércitos e incluso de las decisiones que se tomaron en el campo de batalla. 

Estos datos a veces son confusos y su interpretación subjetiva e interesada. Cuando los documentos desaparecen, la memoria se vuelve frágil y las cifras que enarbolan los vencedores suelen no coincidir con las que defienden los vencidos. Sin embargo, es esencial no olvidar que esta información es importante para conservar en el tiempo el recuerdo del dolor y el sufrimiento que se genera cuando estalla un conflicto armado. Conservarla sirve para evitar que olvidemos, y, por tanto, prevenir que se repita de nuevo la misma situación en el futuro. 

Más que las víctimas civiles, el ser humano se ha esforzado siempre en recordar a sus héroes de guerra. Hay soldados anónimos, cuya memoria se conserva en tumbas sin nombre, fosas comunes o cuyos restos permanecen abandonados en una cuneta. Otros con tanto prestigio militar que sus nombres llenan las páginas de los libros y su imagen, con la solapa cuajada de condecoraciones, se perpetúa en monumentos, estatuas y otros tipos de obras de arte. Todos fueron patriotas, que perdieron su vida luchando por aquello en lo que verdaderamente creían o en lo que sus dirigentes les obligaron a creer. 

Sin embargo, hay otro aspecto que se ha obviado completamente en los libros de historia: las nefastas consecuencias que los conflictos humanos han tenido para otras especies animales y las innumerables bajas que cada una de estas guerras ha generado. Los animales son víctimas a las que no se les ha dado el protagonismo que realmente merecían. De una forma u otra acabaron, tristemente, como reclutas forzosos en nuestros enfrentamientos: usándolos para transportar tropas, municiones o medicamentos en el frente, para rescatar heridos o detectar la presencia de explosivos, o emplearlos como sujetos de investigación en programas de desarrollo militar. Pese a su importante labor, no se conservan apenas registros de su participación. 

Sin ir más lejos, en las pocas páginas de este primer capítulo apenas los hemos mencionado, y si has estado atento, querido lector, has podido darte cuenta de ello. Es muy posible que nuestro corazón se encoja al descubrir que cerca de cuarenta mil personas fallecieron como consecuencia de los bombardeos que la ciudad de Londres sufrió a cargo de los aviones alemanes ¿Sabías que unos meses antes se sacrificaron en esta ciudad cerca de medio millar de mascotas? Es un claro ejemplo de exterminio animal del que no mucha gente tiene conocimiento. 

La Primera Guerra Mundial se cobró cerca de diez millones de vidas humanas ¿Cuántos animales perdieron la suya en este enfrentamiento? Si un conflicto armado destaca sobre todo por la utilización y la irremediable muerte de animales, esa fue la Gran Guerra. La precariedad militar en esos momentos obligó a los bandos enfrentados a utilizar todos los recursos a su disposición. Millones de caballos, burros y mulas se emplearon como animales de transporte, carga y tiro. Entre ocho y once millones acabaron mortalmente heridos y agonizantes en el campo de batalla. 

Se calcula que doscientas mil palomas se destinaron para llevar mensajes y como espías en las líneas enemigas, y cerca de cien mil perros perdieron su vida al servir «lealmente» en el frente transportando medicamentos, mensajes, localizando heridos o como perros de ataque. Su participación y las grandes gestas que llevaron a cabo no se estudia en los libros de texto y pocos monumentos honran su memoria de la forma que merecen. 

En las cercanías de la Puerta de Brandemburgo, en Berlín, se alzan 2 711 bloques de hormigón de distintas alturas. Se trata del Monumento Memorial a los judíos asesinados en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Se exterminó a cerca de seis millones de judíos en el Holocausto nazi. Se estima que este lugar recibió, aproximadamente, tres millones y medio de visitas durante el primer año tras su inauguración, unas diez mil cada día. A pesar de que su estética genera opiniones contrapuestas, su intención es clara. Cada bloque, cada nombre y cada fecha buscan recordar el horror sufrido por el pueblo judío durante la primera mitad del siglo XX para evitar que un nuevo exterminio vuelva a producirse. 

A unos 1 100 km de allí, en el turístico y relajante parque londinense de Hyde Park, se alza el pequeño y casi desconocido monumento llamado Animals in War Memorial, obra del escultor inglés David Backhouse, que se inspiró en el libro del mismo nombre de Jilly Cooper, para homenajear a los innumerables animales que a lo largo de la historia británica sirvieron a su patria y perdieron la vida en esta honrosa labor.

 Este pequeño pulmón de la ciudad británica lo recorren a diario miles de personas que practican deporte, pasean o simplemente hacen turismo. Sin embargo, este rincón no aparece destacado en muchas guías turísticas del parque. El objetivo de este lugar, pese a ser menos simbólico que el memorial del Holocausto, es en cambio el mismo: recordar con tal de no repetir. Como dicta una de sus inscripciones: 

«Este monumento sirve para visibilizar a los millones de animales que murieron y jugaron un papel vital en todas las regiones del mundo en la causa de la libertad humana porque su contribución nunca debe olvidarse.»

A continuación, con una tipografía significativamente más pequeña, una segunda inscripción concluye: No tenían otra opción. Y la realidad es que ningún animal la tuvo. Este libro pretende ser un pequeño y modesto reconocimiento a los grandes olvidados de la historia militar: todos aquellos animales que en un momento dado se vieron afectados por la nefasta decisión que lleva al ser humano a iniciar una estúpida guerra. A través de las historias que encierran los próximos capítulos trataré de reflejar el crucial papel que los animales han cumplido en algunos de los momentos más importantes de la historia de la humanidad, y de esta forma, poner mi granito de arena para que el recuerdo perdure y ayude así a evitar nuevos sacrificios. Porque, efectivamente, nunca debemos olvidar que, a diferencia de nosotros, ellos no tuvieron otra opción.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.es

Publicado el: 2024-01-30 12:42:44
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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