Nueva York acoge y escoge; nutre a quienes la buscan y se alimenta de sus experiencias, historias y anhelos. Urbe insaciable, devora y regurgita en un ciclo constante de creación, destrucción y renacimiento. Metrópoli permanente y pasajera, lo último; lo nuevo y lo que será conviven y borran, a veces y a menudo, lo pasado, lo antiguo y lo que fue.
Cuesta encontrar negocios que sobrevivan tal frenesí. Las manos de tres personas bastan, por ejemplo, para contar los restaurantes o tabernas que ya estaban abiertos hace un siglo o más y hoy siguen operando. Es una exclusiva lista a la que, desde este año, se le suma un acento español.
La Nacional, que empezó a operar como la cantina de la Spanish Benevolent Society cuando José Camprubí compró en el 239 West de la Calle 14 de Manhattan el edificio que acogería definitivamente la sede de esa organización vital para quienes emigraron a la Gran Manzana, ha llegado a su centenario. Y sigue, como podía decirse versionando a Antonio Machado, haciendo su estela en este mar de cemento.
El camino de La Nacional le ha llevado a ser un restaurante popular y bien valorado, pero también es algo más: es memoria resistente, viva y vibrante, de lo que fue La Pequeña España, Little Spain, el bloque entre las Avenidas Séptima y Octava donde hubo colmados, restaurantes, tiendas de ropa y la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. Hoy solo quedan el templo, desacralizado, la sede y el restaurante de La Nacional, que hacen memoria y nuevos recuerdos.
Una paella en La Nacional / Idoya Noain
Doria Kaltz nunca había estado antes de este miércoles. Septuagenaria neoyorquina, descubría por casualidad esta parte y este enclave de la historia, porque iba a acudir en la primera planta, en un espacio cedido por unas horas a la sociedad histórica Village Preservation, a la charla-presentación de un libro sobre Florence Perkins, la primera ‘ministra’ de Estados Unidos, que fue secretaria de Trabajo y una de las arquitectas del New Deal. Perkins fue, también, pieza vital para ayudar a miles de judíos a escapar del nazismo y convertirse en lo que hoy Donald Trump ha hecho una trágica entelequia en EEUU: refugiados.
Nostalgia y tristeza
Sentada en la barra del restaurante, Kaltz hablaba con tanta pasión de esas oportunidades que ofrece gratis la ciudad como con nostalgia y tristeza de la Nueva York que se desvanece, esa donde desaparecen los negocios que aquí se llaman de “’mom and pop’”, donde “se pierde el color de la ciudad”. Y por eso disfrutaba más de su “descubrimiento” de La Nacional. “Este es un ‘nice little place’. La comida y los precios son deliciosos. Se siente personal”, decía.
Se siente, en buena parte, porque lo es. Tras diversas encarnaciones, y después de años de subarrendar el restaurante a terceros, la sociedad decidió hacerse cargo de su gestión y operación. Hubo un par de años de obras, concluidas en buena parte gracias a donaciones y apoyo de socios, amigos y gente del barrio. Y el trabajo de toda una comunidad permitió que reabriera modernizado en 2018.
Desde entonces lo ha hecho popular la comida que prepara Paco Parreño, el chef valenciano que está tras los fogones, mientras Catina, su esposa, dirige la sala. Lo ha hecho popular los precios asequibles (solo recientemente, por ejemplo, subieron a 13 dólares los cócteles, una ganga en Nueva York donde en pocos lugares ya bajan de los 20). Y lo ha hecho popular algo que Robert Sanfiz, abogado hijo de español y estadounidense que es el director ejecutivo de la sociedad y gestor del restaurante, puede decir sin exagerar: “autenticidad”.
Late en La Nacional la historia de 157 años de esa agrupación de españoles que hoy, pese a que las necesidades hayan cambiado, sigue tratando de ayudar a quienes llegan y, sobre todo, de enseñar y dejar espacio a la cultura. Late el acierto de que se asentaran en este área, en la frontera entre el Greenwich Village, Chelsea y el Meatpacking, que mantiene sentimiento de barrio y apego por la vida social tan paralelos a los de España. Y laten formas de hacer que no son las más habituales por estos lares, quizá en parte porque el restaurante no exude la agonía de presentar resultados a los inversores y funciona sin ánimo de lucro (aunque también tiene beneficios, aunque sean “discretos”).
En La Nacional, por ejemplo. sería una anomalía algo común en Nueva York como que te traigan la cuenta sin que la pidas, porque en este trozo de Manhattan hay un concepto de sobremesa, de reunión. Hay empleados que se han ido, pero Sanfiz presume de no haber despedido a nadie. Y hay detalles como un plato extra que llega a la mesa “a cuenta de la casa” o esos precios especiales que se mantienen disecados para los socios más mayores en números de hace décadas.
“Hay una parte de enganche porque no es un negocio al uso. Hay mucho sentimiento, es un negocio con corazón, con historia, y eso en hostelería es muy difícil de encontrar”, explica Parreño, el chef. “Es más que un restaurante”, dice también. Y se hace imposible quitarle la razón.
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Fuente de TenemosNoticias.com: www.elperiodico.com
Publicado el: 2025-06-21 02:00:00
En la sección: El Periódico – internacional