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A propósito del nuevo fracaso electoral de Maduro del 25 de mayo de 2025, Antonio Canova González

Venezuela insta a Guyana a reconocer el Acuerdo de Ginebra

Era finales del verano de 2017 y yo estaba traumatizado en Madrid.

No lograba concentrarme ni dormir por las noches. Recordaba y me atormentaban los momentos que venía de presenciar en Venezuela durante la represión desatada contra quienes protestaban por la opresión del régimen de Nicolás Maduro y por la miseria a la que sus políticas socialistas condenaron a todos. Ya había empezado a hacer estragos la hiperinflación. Solo quien atraviesa ese proceso de desaparición de la moneda tiene idea del desasosiego individual y del desespero colectivo que genera una gran devaluación. Ese “nada más pueden quitarme, nada tengo que perder”, atiza la llama de la rebelión.

Sentía dolor, desesperación, tristeza, pero nunca resignación. Tanta arbitrariedad, tanto sufrimiento, el sentir de la mayoría era de tamaña injusticia, que trasmutaba en rabia e indignación.

En la calle Zabaleta, del madrileño barrio de Prosperidad, mientras dejaba a mis hijos instalados para que estudiaran lejos de su familia, escribí estas historias breves que nunca, hasta ahora, pensé en publicar. Escribí episodios que vivieron personas cercanas, amigos, alumnos, compañeros de universidad o de trabajo. Relatos de víctimas de la violencia estatal que la tiranía de Nicolás Maduro desató contra ciudadanos que exigían su libertad.

El contexto es verídico. Hechos como éstos sé que ocurrieron en Venezuela entre febrero y julio de 2017. Estas historias las escribí poco a poco, durante varios días, tal como las imaginé.

Horror

Llora. Con el alma destrozada, llora.

En su ordenador, cientos de cuentas de twitter repiten las imágenes: un joven, usando una gorra al revés, una franela azul y un tapaboca, cae al suelo, herido. Su última expresión la capta con precisión la cámara: sorpresa, incredulidad. Acaba de ver cómo apenas a dos metros de distancia un policía militar le disparó desde adentro de una base aérea en el este de Caracas. Al pecho. Dos veces. Fulminante. Certero.

Llora, también impactado.

¿Es que acaso la reja de hierro macizo que separa la instalación militar de la autopista, donde miles de jóvenes desarmados protestaban, rebelándose ante la dictadura, la represión criminal de las fuerzas militares, la pobreza, no era suficiente protección para el comando militar que acaba de asesinarlo? ¿Es que la vida de un joven de 23 años, dedicada hasta ese día a salvar vidas como enfermero, merecía un final así?

A sus casi cincuenta años, solo en la casa vacía que, otrora, fue el hogar de sus hijos, no para de llorar. Lo supera el dolor por ese asesinato cruel, sin sentido, que solo se conoce por las redes sociales. La televisión calla, esconde. Lo disimula con concursos y películas extranjeras. Todo en la calle estaba en “perfecta normalidad”.

La vida de gran parte de una sociedad, al menos dos generaciones, ha sido destrozada. Algunos se dan cuenta y sufren por ello; otros, no. Un grupo, pequeño en comparación, que ha aprovechado su oportunidad. Sin merecerlo, la vida pareciera que les sonrió, consiguieron fortunas fáciles, inimaginables, a costa del inmenso mal ajeno.

— “No puedo más. No puedo más ¡Tanta maldad; tanto sufrimiento; tanta injusticia!”.

— “Pero ¿qué vas a hacer, Antonio?” —se preguntaba una y otra vez.

— “Seguir. No hay otra opción; seguir…”.

Desasosiego

Amanece.

Pájaros cantan; ruidos de calle; el sol se escabulle entre las persianas. Un café. Siempre un café al despertar.

Va a la cocina y encuentra el desastre de anoche. Ollas, platos, tazas y vasos por doquier. No lavó ayer, ni anteayer. Ni antes en toda la semana.

Hace cuatro días que no toma café. Se le acabó el último kilo que la hermana le había dejado en casa.

No se consigue café, ni leche, tampoco azúcar. Menos pasta, arroz o aceite. Solo en el mercado negro y a precios imposibles de pagar para quien no tenga dólares y gane en la devaluada moneda venezolana, podría comprarse el lujo de beber su café de las mañanas, al despertar, como se había malacostumbrado desde que dejó la casa de su mamá, en el centro del país, y fue a estudiar a la capital, a la universidad, periodismo.

—“No puedo más. No puedo más”.

—“Vengo de una familia humilde, que apostó por la educación como medio para la superación. Fui ejemplar. Número uno de mi promoción en el liceo, número uno también en la Central. Siempre pude vivir bien de mi trabajo. Pensé que había triunfado… Ahora no tengo ni para un café” —se repetía una y otra vez.

Vuelve a su cuarto moviendo la cabeza. Frustrada.

Cierra la persiana. Ya se reúnen vecinos en los alrededores de la avenida para protestar. Pronto llegará la policía nacional, todo será caos, gritos, violencia. Abre la gaveta de la mesita al lado de su cama y se toma la última pastilla para calmarse y dormir.

Llora. Contra la almohada, llora. A sus cuarenta años, sin una vida que sea capaz de controlar. Sin saber qué hará. Se duerme inquieta. Sueña mal.

Desarraigo

Viernes. Al fin, viernes.

Las noches de los viernes son diferentes. Se puede oír el ánimo de la gente. Algunas personas, extenuadas, solo piensan en volver a su madriguera. Compartir con los suyos un momento de paz y amor. Comer y beber algo; beber. Descansar.

Otros escuecen por salir: calle, fiesta, alcohol y música. Ligar. Desde la ventana de su pequeña habitación, al lado del Metro, puede ver el danzar constate de la gente; se oye el barullo, sube y baja una y otra vez. Madrid no duerme.

El móvil suena:

—¿A dónde vamos?

—»Yo tengo que estudiar» —piensa.

Apenas un segundo más tarde, se sincera: —»No tienes dinero, Santi. Debes cuidar las quince pelas que te quedan hasta fin de mes».

—No iré. Tengo que terminar el proyecto. Que disfruten. Me cuentas mañana.

Sabe bien que es un privilegiado por no estar expuesto a la violencia diaria en su país. Sabe mejor aún los sacrificios que todos en su familia han hecho para garantizarle una opción de vida mejor. Está consciente de que es una ventura quedar margen de la guerra que una tiranía cruenta ha desatado contra su sociedad.

Se ha librado de vivir en la injusticia y la miseria que tiñen de rojo las calles donde creció y vivió su niñez, donde conoció el amor por primera vez. Pero es duro. La soledad desgasta. Vivir al día, evitando gastar, también.

Abre un libro que ya ha marcado por entero, vuelve a leerlo.

Al rato, llora, por lo que dejó, por no compartir con su familia, por la novia que ya no está. Se sabe afortunado. Piensa a diario en sus amigos que quedaron, quienes están exponiendo la vida en las calles de su ciudad.

 

Compromiso

—Hijo, es muy temprano ¿Ya te vas?

—Sí, mamá. Debemos estar en quince minutos en la avenida. Hay que montar la barricada. Nadie pasará, trancaremos toda la ciudad.

—Cuídate, Ismael. Ayer los malditos guardias mataron a un muchacho. Esto se volvió una guerra y ustedes apenas se protegen con escudos de cartón y cascos de béisbol.

—Yo lo sé, mamá. Lo sabemos muy bien. Mataron a un chamo que conocí una vez. Le dispararon como a un perro. Por eso, justamente, vamos a salir hoy más temprano. No podemos traicionar su memoria.

Agarró dos rodajas de pan, un trozo de queso blanco, una botella de agua, su casco, un trapo para taparse la boca, el escudo de madera que él mismo había cortado y pintado de blanco y rojo días atrás. Se dirigió a la puerta de salida. Abrió, pero regresó a su madre, la abrazó y besó en la frente, diciéndole que volvería al anochecer.

—Dile a Alejandra cuando se despierte que la quiero mucho —pidió.

Cerró la puerta con cuidado, para no despertar a su hermanita. El vacío en el pecho de Luisa hacia más fuerte el sonido de su corazón. Retumbaba. Un bum, bum, bum capaz de despertar todo un vecindario.

Rezó. Rezó por su hijo; por sus compañeros de lucha; por los que día a día enfrentan la maldad uniformada. Puso a calentar agua para un té de manzanilla. Toma té con valeriana desde que empezaron las protestas hace más de seis meses. Siente que le calman la ansiedad, acaso también el sufrimiento. Se sentó en la silla de la cocina, la mirada perdida.

Lloró angustiada, con un miedo que se cuela hasta la médula de no volver a ver a su hijo, al anochecer.

Determinación

La noche está fría.

No el frío del invierno, que cala hasta los huesos. Es un fresco agradable, con mucha brisa, propio del trópico. Caracas tiene un clima estupendo. Su ubicación hace que nunca sea muy frío; su altura, que nunca sea muy caluroso.

Eva no para de moverse.

—“Esta muchacha es un terremoto; es tan inquieta cuando duerme como cuando está despierta» —dice para sus adentros Gabriela, con cierta satisfacción más que con preocupación.

Se da la vuelta bruscamente, de nuevo, y deja la pierna clavada en el vientre de la madre.

—“Imposible seguir durmiendo con ella” —se dice, mientras la arrima delicadamente. —“Menos mal que ya va a ser hora de levantarme”.

Siguieron ambas su peculiar baile nocturno hasta el amanecer.

Gabriela se levanta de golpe cuando penetra la luz del día, rayos de sol por doquier. Arropa a su pequeña y empieza ahora su también baile matutino. En un tris está ya en la cocina preparando el desayuno y las loncheras. Pudo comprar el fin de semana en un mercadillo improvisado al cruzar su calle un poco de queso blanco para rallar, harina, sal.

—Mami —llega Eva de sorpresa en plena faena, y antes de ser interrumpida soltó:

—Esa foto que me enseñaste anoche me da miedo. No quiero que vuelvas a hacerlo más nunca. Pueden hacerte daño. Eres todo lo que tengo —le imploró.

Gabriela quedó impactada. Pero pronto reaccionó:

—Mi hija, tenía que mostrártelas. Quiero que sepas lo que he estado haciendo estas semanas —y continuó:

—Es lo menos que puedo hacer, por mí, por ti, por nuestro futuro, si es que queremos tener un lugar propio donde vivir en paz —repuso, como intentando convencer.

—Sí, mami. Pero si te encarcelan no podremos estar juntas más nunca. Te pueden hacer cosas horribles. Rodolfo me contó que los guardias detuvieron a un niño de su edificio y lo golpearon fuerte, casi lo matan. Tuvieron que llevarlo al hospital y todo.

—Eva, no pueden hacerme nada por estar parada en la autopista con los brazos arriba mostrando un cartel a los guardias. No soy un peligro para ellos. ¡Apenas peso 43 kilos! —repicó.

—¿Ese afiche lo hiciste con las hojas del bloc de dibujo que me regalaste? Lo busqué ayer y no estaba en mi cuarto.

—Sí. Arranqué y usé varias páginas. Pensé que no te darías cuenta. También tomé prestados tus marcadores. Te los devolveré; están en mi armario —se paró a buscarlos, para evitar que continúe la inquisición.

—¿Mami, y no tenías miedo?

—Estaba aterrada, Eva. Solo atisbé a rezar, una y otra vez. Pensaba en ti, que lo hacía por ti.

—Ay mami, como lo siento —lo dijo casi llorando, al tiempo que se abalanzó sobre ella en un abrazo. A los minutos, le preguntó:

—¿Y qué decía el afiche que le mostrabas a los guardias?

—»Nuestros hijos tienen hambre» —respondió.

Quedaron ambas calladas, viendo al piso.

Al rato volvieron a su danza de todas las mañanas para salir a la escuela. Ya en camino, al estacionar, Eva le comenta, con algo de picardía:

—Mami, pero tú sabes que, en verdad, yo no tengo hambre.

—Sí hija, porque tienes la suerte de que primero hambre pasaré yo.

Indignación

El teléfono repica, una y otra vez.

Hay poca la gente, no todos pudieron llegar. Pedro corre al puesto de su secretaria y atiende. Saluda brevemente y responde que todo está listo, que la firma del contrato será el lunes temprano, a las 9. Cuelga y coge el móvil. Habla y da instrucciones unos minutos, mientras se sienta frente al ordenador. Responde algunos emails, concentrado; pese a que desde la ventana de su lujosa oficina puede ver y escuchar que comienza a agruparse mucha gente en la avenida principal de El Rosal.

—Ya son las 12. Vamos a bajar ¿Estás listo, Pedro? —le preguntan desde la puerta dos de sus empleados, más jóvenes, que han cambiado el traje y la falda de trabajo por unos jeans y franelas manga corta, gorras con los colores de la bandera y una cartera con pañuelo, agua, vinagre y crema dental.

—Ya salgo. Espérenme unos minutos. Hoy no será fácil. La convocatoria es de cuatro horas, ¿no? —dijo desde su silla, viendo por la ventana.

Hace una llamada más. Su esposa al otro lado de la ciudad también está en camino con varias vecinas a la avenida principal.

—Ten mucho cuidado, Carolina. Te amo —deja el teléfono en la gaveta, su billetera, el reloj y sale a encontrarse con los demás.

El bufete quedó vacío; pero los teléfonos no dejaron de repicar.

El sol, radiante ese día, parecía poco ante la efervescencia de la gente en la calle. En cosa de minutos se aglutinaron miles de personas. Cantos, consignas, gritos y pitos se podían escuchar varias cuadras a la redonda.

—Nada hay como un ruido de los anhelos de libertad de un pueblo oprimido —comentaba una señora, ataviada con una bandera en la espalda.

—¡Lo vamos a lograr! —gritaba un joven que usaba un casco de motorizado.

De repente, detonaciones. Diez, veinte, treinta, acaso cientos de explosiones. La guardia nacional reprimía con violencia al inicio de la avenida. El sonido de la libertad mutó. Ahora eran gritos. El terror. Muchos corrieron despavoridos.

—¡Calma, calma, no se atropellen! Con calma —clamaban tres mujeres jóvenes con cascos verdes y ropa de paramédicos, mientras intentaban poner orden.

Una gran nube de gas rojizo se levantó. Inundó en minutos todo el ambiente. Los ojos empezaron a llorar; la irritación es insoportable; se tranca la respiración de inmediato. Ardor, asfixia, desesperación.

Una señora mayor, que usaba una gorra blanca, se desmayó. De inmediato fue alzada por dos chicos jóvenes y entraron a uno de los edificios, a la izquierda.

En el caos, casi sin ver ni respirar, Pedro y dos de sus compañeros cruzaron la calle y entraron al edificio. Suben a la oficina. Al menos una docena de manifestantes, desconocidos, le siguen. Tosen, se quejan. Ya seguros. Agua y aire. Se relajan. Una joven, no mayor de veinte años, rompe en llanto, nerviosa.

En su oficina, Pedro ve por la ventana que ya la avenida está vacía. El gentío se convirtió en humo, literal. Una nube venenosa los expulsó.

Unos muchachos corren, cargando como pueden a otro que luce herido, ensangrentado, desmayado.

Pasan cerca de un grupo de motorizados uniformados. El ruido grueso de los motores es ensordecedor, aterrador. Dos en cada moto, armados y con escudos. Jinetes del fin de los tiempos, que apuntan y disparan a los que aún no han podido guarecerse.

Rodean a un muchacho que estaba solo, desorientado, asfixiado. Lo golpean y patean entre cuatro represores armados. No les afectan los gases, usan máscaras para respirar. Ya inconsciente, lo arrastran y montan una moto, entre dos guardias. Tienen su presa. Arrancan.

Pedro mira todo desde su ventana. Indignación. Casi sin poder respirar, llora.

Incertidumbre

Una semana más.

Siete días para lo desconocido, el inicio de otra vida. Luis, tan metódico como cuando imparte clases en la universidad, lleva su agenda con orden impecable; anota una a una todas las diligencias y trámites pendientes. La revisa por enésima vez.

Desde la boda, hace menos de un año, sabía ya que su vida en Venezuela tenía los días contados. «Entender lo que ocurre en Venezuela es acercarse a la maldad. Más bien, toparse con ella de frente», repite varias veces en sus clases universitarias de filosofía.

Su esposa, más joven que él, estaba cansada de la falta de oportunidades, de la pobreza a pesar de ser profesional, haberse graduado con las mejores calificaciones y haber culminado estudios superiores. Estaba decidida a dejar todo atrás. Su hermana tenía ya seis meses viviendo en México y, pese a la incertidumbre y dificultades iniciales, estaba logrando establecerse y, de algún modo, vivir en paz.

—Ya terminé la corrección de todos los exámenes. El último curso que impartiré en Venezuela luego de ocho años en la Universidad Central, y fueron aplazados casi la mitad de los alumnos —, le comenta a la esposa, más para romper el silencio y la tensión que se vivía en esos momentos, que por interés en compartir esa información con ella.

Siguió de inmediato:

—Me quedaré esta noche en casa de tu mamá para llegar temprano mañana a la cita para retirar el acta de matrimonio —le avisó.

Marilyn revisaba con atención su teléfono, intentando enterarse de lo que ocurría en la ciudad después de varias semanas de protestas y cruenta represión. Con cierto desdén, como quien habla de un tema trillado, le suelta:

—Hablé con mi mamá temprano. Está muy angustiada. Ayer unos policías y militares intentaron entrar por la fuerza en el conjunto residencial. No lo hicieron, los vecinos les enfrentaron. Pero amenazaron con volver y matarlos a todos si seguían manifestando, levantando barricadas y protegiendo a “terroristas” —dijo. –Terroristas… si son nuestros vecinos, gente de bien, desesperada por la miseria de este socialismo empobrecedor.

—¡Que impotencia! Esa zona de El Paraíso y ese conjunto residencial ha sido uno de los más atacados por estos esbirros —responde Luis, y continúa:

—Iré entonces temprano. Le llevaré unas galletas, el café que alcanzamos comprar y así la acompaño toda la tarde.

Hace cariños al perro. Coge una bolsa en la cocina y se despide de su mujer.

Llega al edificio de su suegra sin mucho problema. Ve el ambiente tenso. Sube. Llama a la puerta y le abre la vecina. Su perro, que estaba en sus brazos adormecido, se sacude. Brinca al suelo y se levanta de patas sobre Luis, agitado por el olor de sus ropas.

—¿Cómo está, señora Martha? ¡Luka! Ven, ¿puedes oler a tu amigo Bufus? Te envía saludos —suelta, mientras hace cariños y juguetea con el perrito blanco.

Del pasillo de los cuartos, sale su suegra con cara de horror. Sin saludarlo siquiera, le espeta:

—Un vecino periodista acaba de avisar que se prepara un comando de la policía para allanar los edificios. Quieren apresar a los muchachos.

Abraza a su nuevo yerno. Luka se aparta. Ella, claramente desesperada, llora. Aterrorizada.

Rabia

Se escuchan pasos y voces en los pasillos.

Suena el timbre. Luis abre la puerta. Su suegra aún llora a su lado. Varios vecinos están reunidos ante el ataque inminente. Les alcanza la barbarie. Un señor de mediana edad cierra su apartamento, levanta una niña en brazos y sale con premura. Otros dos niños que bajan por las escaleras apresurados junto a sus abuelos, una pareja de ancianos que los cuidan mientras los padres trabajan, le hacen un gesto a la niña con la mano. Se ríen los tres, nerviosos.

El ascensor se abre y salen tres muchachos jóvenes, una morena, linda, alta y flaca; dos muchachos rubios, parecidos, sin duda son hermanos. Cada uno carga una bolsa plástica, contienen banderas, pitos, cascos, una honda y dos máscaras antigás.

Saludan a todos, pacientemente. La chica hace cariños a Luka, que al verla brincó a sus brazos. Los tres usan franelas alusivas al movimiento estudiantil universitario.

Son tres vecinos muy queridos por la comunidad. Amables y colaboradores, desde pequeños han correteado por ahí, haciendo travesuras por los pasillos y el parque infantil de ese conjunto residencial, de varias centenas de apartamentos.

—Señora Martha, ¿cómo está? —dice el chico más joven.

—Podríamos quedarnos un rato en su casa, en el cuarto de Dorita. ¡No ensuciaremos nada! Es que si vienen los esbirros pueden buscarnos abajo, preferiríamos quedarnos acá hasta que pase el peligro. ¿Podemos?

Martha abrió la puerta y les permitió esconderse.

—Claro. Les haré algo de comer. ¿Arepas? Conseguí un paquete de harina de maíz y un queso que se asa muy bien —dijo Martha abriéndoles la puerta.

Pasan al cuarto de su amiga de infancia, conservado intacto, tal como lo dejó hace un año cuando emigró a Panamá.

Luis bajó a pasear a Luka, aprovechando de enterarse por las redes sociales de las últimas noticias. Eran ciertas. Pudo ver como varios coches y motos se acercaban y rodeaban los edificios. Subió de inmediato. Entregó a Luka a su dueña y entró a tranquilizar a la suegra.

No tardó una hora cuando el infierno daría inicio.

Cerca de doscientos hombres, algunos uniformados y otros de civil, pero todos con pasamontañas, máscaras antigases y armas largas, rodearon la entrada del complejo residencial.

Con tanquetas y equipos especiales derribaron las rejas del conjunto y las puertas de los edificios. Gases lacrimógenos ensuciaban el aire.

Los vecinos que salían eran golpeados, amenazados y algunos fueron detenidos. Los que se asomaban por las ventanas o intentaban de cualquier forma filmar el atropello, escuchaban los silbidos de disparos.

Entraron a los ocho edificios del conjunto de viviendas de clase media, uno a uno. Cortaron antes la electricidad y el agua. Destrozaron puertas, ascensores, carteleras; rompieron el tobogán y columpios del parque infantil. Dispararon a las cámaras de seguridad.

Un grupo comando dirigido por un hombre vestido de pantalón negro y camisa roja entraba a los apartamentos buscando a los jóvenes manifestantes.

Otro grupo fue directo a los sótanos. Uno a uno, los vehículos aparcados fueron convertidos en destrozos. Saltaban vidrios, se disparaban alarman. No hubo ventana, parabrisas o foco que quedara indemne. A dos prendieron fuego. Incendiados. El humo negro se tragó todo el espacio. Salía por las pequeñas ventanas del estacionamiento cual chimenea invernal. Entraba a los pisos superiores. Milagrosamente, ningún vehículo hizo explosión.

Pronto llegarían al piso octavo. Se oían estruendos, golpes y gritos en las plantas inferiores.

Luis, salió. Sin mediar palabras, le golpearon con la cacha de un arma larga. Cayó al suelo ensangrentado. Lo amenazan: —Entre a su casa. No se entrometa.

Tocan directamente la puerta de la vecina.

Luka ladra. Ladra sin cesar. Golpean la puerta con un mazo de hierro gigante. La rompen al tercer intento. Sale Martha:

—¿Qué quieren? Vivo sola aquí.

—Dónde esconde a esos malditos terroristas. ¡Sabemos que están ahí, adentro! —gruñó uno de los civiles armados, escoltado por ocho guardias uniformados.

Luka seguía ladrando.

—¡Calle a ese maldito perro! —le dice a Martha el hombre de camisa roja que dirigía la operación.

La confusión es total. Los guardias entran a las habitaciones. Se oye gritos, golpes. Luka sigue ladrando en un rincón, más por miedo que de furia.

Se escucha un disparo. Seco, ensordecedor, impactante. Solo un disparo, y silencio.

Luis, sin saber qué ocurría volvió a salir. También su suegra. La pareja del apartamento del otro lado del pasillo, temblorosos, igualmente se asomaron. El silencio era sepulcral.

De casa de Martha salen los guardias, cada uno de los tres jóvenes era tomado férreamente por los brazos, por detrás. La mujer gritaba:

—¡Desgraciados! ¡Malditos! Dejen a esos muchachos. No son terroristas, son estudiantes universitarios.

—¡Cállese, vieja imbécil! La próxima vez nos la llevaremos a usted, para que siga escondiendo ratas —fanfarroneaban desde el pasillo. Bajaron por las escaleras golpeando a los estudiantes cazados y destruyendo todo a su paso.

Martha abraza a Luis. También a su vecina de toda la vida.

—¿Qué fue ese disparo? —pregunta Luis. Martha calla, con la mirada fija.

Al entrar al apartamento, un charco de sangre en la esquina. Poco queda ya de Luka.

La pagarán, malditos ¡La pagarán pronto! —gritaba un vecino, ya anciano, desde su ventana en el piso superior.

Rabia. Un coraje incontrolable. Se perdió el miedo. No se saldrán con la suya, era sensación compartida por todos en el edificio después del infierno.

EPÍLOGO

Casi ocho años han pasado desde que escribí estas Historias en Rebelión. La revolución bolivariana nació como un proyecto autoritario, antidemocrático, empobrecedor desde su inicio, por lo que desde bien pronto, mucho antes de 2017, ya los venezolanos oponíamos franca resistencia contra los abusos y las violaciones sistemáticas de Chávez, primero, y de su sucesor desde 2013, Nicolás Maduro, después.

No ha sido una rebelión en vano. Cada día son más los que, sin dudarlo, se suman y entregan todo en este afán por conquistar la libertad.

Cada fase enfrentando la tiranía, sea con pequeñas acciones individuales o con grandes muestras de coordinación colectiva, se renueva la esperanza y la convicción de que el bien triunfará. Y algo ha quedado muy claro: nunca vamos a parar. No hay atisbo de rendición; no está en nuestros genes la sumisión.

Nuevos aliados, dentro y fuera del país, nos acercan a la libertad ¿Es difícil entender que los opresores nunca estarán tranquilos y que su desenlace natural será debilitarse hasta desaparecer?

Las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024 fue un golpe decisivo para la caída definitiva de la tiranía de Nicolás Maduro. Como lo tenían previsto, y todo venezolano lo sabía, se disponían a cometer un fraude electoral total. Lo intentaron. Todos sus poderes políticos, económicos y comunicacionales actuaron para engañar, someter, defraudar. Pero gracias a la historia que podemos contar millones de venezolanos esa farsa electoral quedó al descubierto ante todo el mundo – literalmente, ante todo el mundo. Hoy, no hay quien defienda la legitimidad del régimen de Maduro en el poder; ni en ningún lado se asoma que tengan aceptación popular.

Por el contrario, se sabe y hay pruebas del rechazo absoluto del pueblo venezolano a esa élite usurpadora que solo se mantiene por la fuerza, por la represión y la violación generalizada y sistemática de derechos humanos.

Los delitos cometidos luego del 28 de julio encuadran, manifiestamente, en el tipo penal internacional de lesa humanidad.

Volví a estas historias que escribí en 2017 este sábado pasado, el 25 de mayo. De nuevo en Madrid, desde la distancia, me tocó seguir la nueva farsa de «elecciones» convocada atropelladamente por el ilegítimo Consejo Nacional Electoral para cargos legislativos regionales y gobernaciones.

Es evidente que esta nueva «votación» tenía como objetivo un intento desesperado por pasar la página, disminuir la tensión, disimular la carencia de legitimidad.

La presión ejercida por el régimen contra miles de ciudadanos para que asistieran a los centros electorales no tuvo efecto alguno, hubo una nueva desobediencia general.

Ese día se ha convertido en un episodio más en el desmoronamiento de la dictadura de Maduro y sus secuaces. No les funcionó. Es imposible mantener el poder a base de mentira, que ya nadie cree, y fuerza bruta, criminal.

Por el contrario, las calles, los centros de votación vacíos, demostraron una vez más el rechazo de todo un pueblo; un pueblo agrupado, unido, en un proceso firme y consciente de liberación.

El contraste entre este 25 de mayo con la gesta histórica de una mayoría abrumadora movilizada el 28 de julio del año pasado es total. Un nuevo golpe a la tiranía pocos días después de la exitosa Operación Guacamaya ¿Cuántas historias de valentía están aflorando de esta Venezuela aún en rebelión?

Los venezolanos en algún momento próximo triunfaremos. Cada día se ve más cercano el éxito de barrer con la tiranía, con sus ideas y sentar las bases de una sociedad que viva y prospere en libertad.

El vuelco se dará. Ha sido largo, difícil, doloroso. Millones de historias personales, infinidad de episodios de valentía y determinación como los que imaginé en 2017, que se repiten de una u otra forma, día a día, en esta época de rebelión, dan pie para el optimismo.

A lo largo de esta época los venezolanos hemos convivido con el horror y el desasosiego, millones han padecido la soledad del desarraigo, pero también nos hemos repuesto y dado lecciones de sacrificio, de compromiso. Hemos soñado, expectantes, con un cambio radical, y hemos plantado cara ante la maldad. Tanta indignación, tanta rabia por los abusos de un grupito que se ha creído por encima de todos, ha alimentado la determinación de luchar por algo que hemos aprendido valorar, la libertad.

Después de tantos años de lucha, de tantas historias de heroicidad, por todas las injusticias padecidas, que nadie lo dude: ese anhelo de libertad de la sociedad venezolana será, sí, hasta el final.

 

 

Fuente de TenemosNoticias.com: lapatilla.com

Publicado el: 2025-05-30 11:11:00
En la sección: Opinión – LaPatilla.com

Publicado en Opinión

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