Dedicada a mi nuera Isabel Cecilia, con todo mi amor.
Madre mía,
te llevo escrita en la memoria de mi alma
como un verso que nunca se borra,
como un susurro que siempre regresa.
Tu amor fue la cuna de mi vida.
el fuego que me templó como diamante,
el río que hizo fluir en mí el amor;
el cielo que me cubrió en las noches sin estrellas.
Tú no solo me diste la vida,
me moldeaste con tus manos pacientes,
me enseñaste con tu sabiduría sin alardes,
me abrazaste con tu corazón.
De tu vientre nació mi ser.
De tu alma nació mi fortaleza,
mi carácter de mujer.
La vocación de amar sin reservas.
La fuerza del trabajo que tus manos laboriosas me enseñaron,
cosiendo vestidos, adornados con tu esperanza dorada,
con el hilo invisible de tu amor.
Mi madre era hermosa,
aun en su vejez guardaba la gracia en su rostro.
Su mayor belleza fue su alma dulce:
no hería, no juzgaba, no alzaba la voz para ofender.
Nos hablaba con la belleza de su calma,
como la belleza de una flor que nos habla en silencio.
Nunca supe de ella una crítica innecesaria,
ni una palabra que hiriera por descuido.
Su corazón atesoraba la sabiduría
que no se aprende en los libros.
La sabiduría que teje Dios en el alma
consagrada a Él.
Nunca quiso hacerse a la idea de la vejez,
de la imposibilidad, de las limitaciones.
Extrañaba su casa, llevar la batuta de su propia orquesta;
sentía pesada en el alma, la distancia de tantos hijos
que tomaron otros caminos en el éxodo venezolano.
Aun en esa nostalgia,
fui testigo de algo sagrado:
el proceso de su rendición a Dios.
No forzada, sino confiada.
No resignada, sino entregada.
Volví a sentir en su voz la dulzura que me deleitaba de niña;
como la sonrisa suave que se dibuja en el rostro
después del llanto.
Un día, sin saber que su hija María Aurora se había despedido para siempre,
me dijo con una mirada llena de luz:
“María Aurora vino a visitarme esta mañana.
Estaba vestida de blanco,
con florecitas blancas en su cabello.
Acompañada de muchos niñitos vestidos tan elegantes,
con sus cabellos como recién bañados, que caminaban a su alrededor…
Supe entonces que el cielo se había abierto.
Que su alma estaba siendo preparada,
amada, visitada por el Amor de los amores.
Qué misterio el de las madres,
que incluso cuando no comprenden,
lo sienten todo.
Y qué sagrado ese momento
en que el alma de una madre
se prepara para volver al Padre.
Hoy, cuando la recuerdo,
no me duele su ausencia,
me sostiene su presencia.
Su recuerdo de mujer impecable me acompaña.
Cierro los ojos y la veo cocinando, arreglando el jardín,
Cosiendo, no ropa, sino destinos.
Uniendo retazos de nuestra infancia,
de nuestra vida de fe con el hilo invisible de su amor.
Me enseñó que el mayor valor de una mujer
no está en lo que alcanza para sí,
sino en lo que siembra en su familia.
En sostener, en callar cuando es sabio.
En amar cuando es difícil.
A veces me bastaba el murmullo de tu voz
para encontrar el rumbo, madre mía.
O el silencio de tus ojos marinos
para hallar consuelo.
Hoy te celebro con las flores de la gratitud,
sembradas en cada rincón de mi ser.
Tu luz no se ha apagado.
Ahora brillas desde dentro de mi ser con la luz
que el hilo invisible de tu amor tejió en mi.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.analitica.com
Publicado el: 2025-05-11 00:15:00
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