Hace un año, el cine venezolano perdió a una de sus más grandes exponentes: Margot Benacerraf. El silencio que dejó su partida aún pesa. Su filmografía, apenas dos títulos, alcanza para colocarla en el panteón de las figuras esenciales del cine latinoamericano. Lo demás —su presencia, su mirada, su tenacidad— pertenece a ese linaje raro de artistas que deciden que el arte no es solo una obra, sino también un país que se funda y se habita.
Desde muy temprano, Benacerraf mostró una sensibilidad singular hacia el arte y la cultura. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Central de Venezuela y luego se formó en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC) de París —la misma escuela donde estudiaron Costa-Gavras y Alain Resnais—. Esa formación le permitió desarrollar una mirada cinematográfica no solo sofisticada, sino íntimamente conectada con los conflictos humanos. Su primer documental, Reverón(1952), sobre la vida del pintor Armando Reverón, fue postulado al Festival de Cannes en 1953. Aunque no ingresó en competencia oficial, su sola presencia en ese escenario ya representaba un pequeño terremoto para el cine venezolano.
Pero sería Araya (1959) la obra con la que Benacerraf inscribió su nombre en la historia del cine universal. Un largometraje documental que, más que retratar, poetiza la vida en las salinas de Araya antes de su industrialización. Ganó ese mismo año el Premio de la Comisión Superior Técnica en el Festival de Cannes por la excelencia de sus imágenes y su diseño sonoro —galardón que compartió nada menos que con Hiroshima mon amour de Resnais—, además del Premio de la Crítica Internacional (FIPRESCI). También compitió en los festivales de Venecia y Locarno, convirtiendo a Benacerraf en la primera cineasta latinoamericana en participar en tres festivales Clase A en un mismo año. Un hito que ningún discurso oficial alcanzó a registrar con el entusiasmo merecido.
Araya fue filmada junto al camarógrafo Giuseppe Nisoli. El montaje y la postproducción se hicieron en París. La narración original, grabada en francés por el actor Laurent Terzieff, fue más tarde reinterpretada por José Ignacio Cabrujas para el estreno en Venezuela, que ocurrió nada menos que en 1977. La película se había dado por perdida tras su paso por Cannes. Cuando finalmente apareció, llegó a un país que aún no estaba listo para su belleza melancólica. Las autoridades la recibieron con frialdad. Quizás porque Araya no era un panfleto ni una postal, sino una meditación. Una de esas obras que no gritan, pero duelen.
Al margen de su obra fílmica, Benacerraf tejió a lo largo de su vida una red intelectual extraordinaria, en la que confluyeron escritores, cineastas, críticos y pensadores de diversas partes del mundo. Su papel fue el de una interlocutora activa y respetada, una mujer que entendía el arte como lenguaje universal y puente entre culturas. En su archivo personal se conservan cartas, ensayos inéditos y notas manuscritas que dan cuenta de esa dimensión suya menos visible: la de arquitecta de puentes, traductora entre mundos.
Ese impulso de creación no se detuvo en lo personal. En 1966 fundó la Cinemateca Nacional de Venezuela. No fue una hazaña institucional, fue un acto de fe en la cultura. Viajó por archivos de Europa y América Latina, recogiendo copias restauradas, negociando accesos, formando una colección que diera sentido y contexto a nuestro cine. Hoy, salas del Ateneo de Caracas y de la Universidad Central de Venezuela llevan su nombre como homenaje. Pero, en realidad, el verdadero homenaje sería que algún día volviéramos a entender el cine como ella lo entendía: no como mercancía, sino como memoria.
Uno de los episodios más singulares de su carrera fue su intento —frustrado— de adaptar La cándida Eréndira y su abuela desalmada, de Gabriel García Márquez. Benacerraf pasó años buscando a la actriz ideal para interpretar a la abuela. Llegó a revisar incluso el archivo fotográfico de Federico Fellini. Y cuando Orson Welles se ofreció para el papel, lo rechazó. No por arrogancia, sino por convicción. Welles no era lo que su visión necesitaba. Al final, sin una protagonista definida, los productores Barbachano Ponce (México) y Dino De Laurentiis (Italia) abandonaron el proyecto. García Márquez cedió entonces los derechos a Ruy Guerra, cuya Eréndira se estrenó en 1983, sin mucha repercusión. A veces las películas no fracasan por falta de talento, sino por falta de alma.
En vida, Benacerraf recibió numerosos reconocimientos: la Orden Nacional del Mérito en Francia, el Premio Nacional de Cine en Venezuela, entre otros. En 2018, Jonathan Reverón le dedicó el documental Madame Cinema, y en 2019, Diego Arroyo Gil publicó su biografía La sal de ayer, un libro que recoge su legado con sensibilidad y rigor, sin convertirla en estatua.
Margot Benacerraf fue una visionaria. Una mujer adelantada a su tiempo, sí, pero también profundamente anclada en su país. Dirigió dos películas. Con eso bastó para cambiarlo todo. El resto de su vida lo dedicó a cuidar, a preservar. Su legado no está solo en las imágenes que filmó, sino en las que permitió que otros filmaran. Vive en cada cineasta que sueña con un cine de verdad, en cada espectador que se deja conmover por la luz, en cada rincón de la Cinemateca Nacional. Su nombre no necesita monumentos. Ya habita la historia.
Gil Molina
Fuente de TenemosNoticias.com: confirmado.com.ve
Publicado el: 2025-05-29 12:14:00
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