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El Strauss que no hacía valses

Juan Pablo Correa

Cuando uno escucha el apellido Strauss, la imaginación se va directo a Viena: a salones con candelabros, damas con abanicos y caballeros girando en espirales de valses eternos. O simplemente a una fiesta de quince-años en el Club Hípico. Pero hay un pequeño detalle que muchos ignoran hasta que es demasiado tarde y ya están con la entrada en mano para un concierto sinfónico lleno de trombones y timbales: Richard Strauss no era pariente de Johann Strauss ni del vals, ni del Danubio Azul, ni del murciélago de la opereta. Este Strauss era otro. Uno que, en lugar de valses de salón, componía tormentas existenciales, decapitaciones operáticas y fanfarrias que podrían despertar a un volcán dormido.

Nacido el 11 de junio de 1864 en Múnich, en pleno corazón de Baviera, Richard Strauss fue un niño prodigio. Su padre, Franz Strauss, era el principal cornista de la Orquesta de la Corte de Baviera y un conservador musical a ultranza. Detestaba a Wagner con toda su alma, lo cual hace irónico que su hijo se convirtiera en uno de los herederos más directos del lenguaje wagneriano. Strauss comenzó a componer a los seis años, y a los diez ya dirigía pequeñas piezas, causando estupor y envidia en barbudos músicos con décadas de carrera.

Desde joven demostró que la orquesta no era para él un conjunto de instrumentos, sino una especie de criatura viva, inmensa, capaz de respirar, de rugir, de llorar y de gritar. Sus poemas sinfónicos son prueba de ello: Don Juan, Muerte y transfiguración, Till Eulenspiegel, Así habló Zaratustra… En estas obras, la orquesta no se limita a sonar: narra, actúa, filosofea. El oyente sale del concierto con la sensación de haber vivido algo más parecido a una novela o a una película que a una sinfonía tradicional.

No contento con revolucionar el poema sinfónico, Strauss también transformó la ópera. En Salomé (1905), adaptó la obra de Oscar Wilde y llevó al escenario una historia bíblica con sensualidad, fanatismo, erotismo decadente y un final tan grotesco como inolvidable: una mujer besando la cabeza cortada de Juan el Bautista. La obra fue prohibida en varias ciudades, pero eso no detuvo su éxito. A Strauss le encantaba provocar, y más aún, le fascinaba el escándalo si venía acompañado de una buena recaudación en taquilla.

Y ya que hablamos de ópera, vale recordar que su primera incursión en el género fue Guntram, estrenada el 26 de junio de 1894. Aunque no tuvo el mismo impacto que sus obras posteriores, marcó el inicio de su carrera en el teatro lírico y anticipó su vocación por el drama intenso y la experimentación sonora.

Después vendrían otras óperas monumentales como Elektra (una especie de tragedia griega con orquesta de monstruo) y El caballero de la rosa, donde mostró su lado más nostálgico, refinado y vienés… aunque sin caer en la trampa de parecerse a “los otros Strauss”. Richard sabía hacer humor, ternura, ironía, y también sabia llevar al límite las capacidades del oído humano sin perder nunca el control.

Durante el régimen nazi, Strauss tuvo una relación ambigua y polémica con el poder. Aunque nunca fue un ferviente partidario, aceptó cargos oficiales y fue criticado por su falta de firmeza ante las atrocidades del régimen. Sin embargo, también ayudó a proteger a su nuera judía y a sus nietos, e incluso colaboró en secreto con artistas perseguidos. Como tantos otros colegas de su tiempo, navegó un mar de contradicciones morales. Su música siguió siendo inmensamente humana, llena de luces y sombras, de preguntas y abismos.

Una de las anécdotas más sabrosas sobre Strauss -deliciosamente narrada en persona por el gran musicólogo Walter Guido-, ocurrió en una función en Berlín. Un joven director, nervioso, comenzó a dirigir una de sus obras de forma temblorosa. Strauss, que estaba presente, se acercó al podio y le dijo con sequedad: «Hijo, esa música no necesita una cirugía, necesita una autopsia.» El público estalló en risas. Y el joven, dicen, mejoró de inmediato su pulso.

Ahora bien, ¿llegó Richard Strauss a sonar en Venezuela? Por supuesto que sí. En varias ocasiones, la Orquesta Sinfónica Venezuela y, más recientemente, las orquestas del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela han abordado obras de Strauss con gran entusiasmo y valentía. Interpretar su música no es tarea fácil: requiere grandes orquestas, enorme precisión y una capacidad expresiva de alto voltaje. Una de las ejecuciones más memorables fue en Caracas, en 2005, cuando Gustavo Dudamel dirigió Así habló Zaratustra con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, en una versión vibrante y cinematográfica, que puso de pie al público. La crítica celebró no solo la precisión técnica, sino el ímpetu y la emoción volcánica de esa versión. Fue una noche de épica musical al mejor estilo de Strauss.

Años más tarde, varias obras de Strauss han servido de repertorio para los jóvenes talentos venezolanos, como Don Juan o la suite de El caballero de la rosa, que han retado y fascinado a nuevas generaciones. Incluso en las aulas de análisis y apreciación musical, su figura sigue generando discusiones acaloradas: ¿genio sin alma o genio con demasiada alma? ¿Wagneriano o modernista? ¿O simplemente Strauss, sin etiquetas? Continúo con esa duda.

Richard Strauss murió el 8 de septiembre de 1949, dejando atrás un legado tan vasto como vertiginoso. Su última obra, las Cuatro últimas canciones, es un canto sereno, dulce, lleno de resignación luminosa, escrito para soprano y orquesta. Nada que ver con las explosiones dramáticas de su juventud. Es como si, al final de su vida, el compositor del exceso hubiera aprendido también a susurrar.

Así que, si alguna vez alguien te dice: “Hoy tocan a Strauss”, asegúrate de preguntar cuál Strauss; no vaya a ser que sospeches estar en una cuadrilla de unos “quince-años”, y te encuentres con una orquesta que parece el fin del mundo. Porque Richard Strauss no compuso para bailar. Escribió, como una vez oí decir, “para vivir, morir, amar, temer, pensar”… y, de vez en cuando, para dejarnos literalmente con la boca abierta, como se puede comprobar al escuchar su más célebre obra, Así habló Zaratustra. la famosa música que nos lleva directamente a la película de Stanley Kubrick, “2001: Odisea del espacio”, en el siguiente enlace, a cargo de la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan, a principios de los años 80: https://www.youtube.com/watch?v=lnXoioZo-EQ 

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Fuente de TenemosNoticias.com: www.el-carabobeno.com

Publicado el: 2025-06-27 01:59:00
En la sección: Destacados articulistas sobre temas de política, Educación, salud, cultura de Valencia, Carabobo y Venezuela

Publicado en Opinión

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