Estudié periodismo como profesión básica y ciencia política como maestría. Ambas decisiones fueron una mezcla de intereses, ambiciones y una creencia de que podía serle útil a mi país, la cual, debo admitir, hoy me parece un tanto ingenua. Siempre me gustó la política. De niño hacía juegos imaginativos sobre reinos en conflicto. Como soy parlanchín, creí que podía combinar esas dos inclinaciones mediante el estudio de la política y la comunicación periodística de mis observaciones, de una manera tal que constituyera un aporte, por humilde que fuera, a la recuperación de Venezuela… Y que me permitiera ganarme el pan de forma honesta, además.
Al igual que muchas otras personas, subestimé lo que la elite gobernante estaba dispuesta a hacer con tal de atornillarse en el poder. Tal permanencia se ha traducido en una debacle continua de la economía venezolana, en severo detrimento de los oficios profesionales. Pero además se ha traducido en una asfixia particularmente fuerte para el periodismo y la ciencia política.
Aunque hoy un médico en un hospital público no gane lo suficiente para gozar de una alta calidad de vida y su espacio de trabajo se encuentre en condiciones físicamente deplorables, eso es más producto de la negligencia que de una acción deliberada. En cambio, con las disciplinas que estudié sí ha habido una intención de reducirlas a una sombra de lo que fueron en Venezuela, porque la práctica ética de ambas exige un ojo crítico que el poder considera inaceptable. De manera que lo que hago no es precisamente el más grato de los oficios, cosa que no digo para victimizarme sino para que se comprenda mejor la difícil posición de cierta categoría profesional en Venezuela.
Esa categoría es la que tristemente en el habla coloquial es mentada con la expresión imprecisa “analista político”. Abarca a periodistas de fuente política, politólogos y ciudadanos sin formación académica en tales áreas pero que han logrado por equis o ye reconocimiento como profesionales en la materia. Apartando los problemas ya señalados, está además el del posicionamiento. El de la toma de postura. Existe la expectativa masiva de que el “analista político” haga juicios morales sobre su objeto de estudio. En tono de repudio, claro está. El pronunciamiento es visto como algo ineludible. Un ingeniero o un gerente empresarial tal vez pueda darse el lujo de abstenerse de criticar en público el statu quo. Un “analista político” no.
La verdad, no es una expectativa infundada. El “analista político” también tiene deberes ciudadanos. Toda persona con un ápice de moral tiene que sentirse horrorizada con lo que ha venido sucediendo en Venezuela por muchos, muchísimos años. Además, en el caso del oficio reporteril, pues el Código de Ética del Periodista Venezolano en su artículo 45 exige un “combate sin tregua” a la violación de los principios de la democracia, la libertad, la igualdad y la justicia.
Pero nada de lo anterior niega que la expectativa pone al “analista político” en una situación extraordinaria y a veces bastante tortuosa pues, como dije, se pretende que tenga una postura de rechazo duro a aquello que constituye buena parte de su objeto de estudio. Llega un punto en el que la expectativa se vuelve un estorbo para el profesional, ya que el público espera que este funja de activista o de lo que Sartre llamó “intelectual comprometido”. Que ponga sus observaciones al servicio de la causa democrática venezolana al punto de distorsionarlas para que se adapten a una narrativa.
Las distorsiones pueden darse de distintas formas, empezando por el edulcoramiento forzoso de una situación dada. Es decir, propagar nociones de que la elite gobernante se encuentra debilitada y que el fin del statu quo es inminente… Aunque no haya ninguna evidencia de tal cosa. Porque afirmar lo contrario es “desmotivador” para las masas. En su manifestación más burda, las distorsiones caracterizan a la dirigencia opositora del momento como exitosa… Aunque, de nuevo, nada indique que la oposición está cerca de cumplir su objetivo de un cambio político.
Esto me lleva al ejemplo concreto y presente. Cualquiera que me honre con su lectura habitual ha de saber que llevo varios meses señalando que la dirigencia opositora encabezada por María Corina Machado se encuentra estancada y sin saber qué hacer para avanzar en su reclamo sobre las pasadas elecciones presidenciales. Una opinión que me ha valido no pocas críticas, que en los casos de buena fe aprecio, aunque no me hayan convencido, además de insultos y acusaciones ridículas.
La semana pasada, no obstante, hubo una interrupción al business as usual con los misteriosos sucesos de la Embajada de Argentina en Caracas, cuyos detalles aún no conocemos. Tal ignorancia no ha impedido que al menos una parte de la base opositora, que se sentía desilusionada por el estancamiento al que aludí, recuperara algo de su fe por un posible evento extraordinario. Un indicio de que, tal vez, la dirigencia opositora sí está operando eficazmente para cambiar las cosas. No faltaron entonces personas que se apresuraron a valerse de la noticia para decirme cuán equivocado estuve.
Volvamos a la función del “analista”. El estudio que realiza es un proceso empírico. Para bien o para mal, se basa en lo que podemos ver. Por lo tanto, cuando es responsable, no puede elaborar conclusiones sobre la base de lo que no puede ver. Incluyendo, por ejemplo, lo que hace en tiempo real un político desde la clandestinidad. Esas acciones, de haberlas, solo se pueden evaluar a partir de sus efectos a posteriori. Los efectos son las señales. Si no hay señales, no hay acciones que evaluar. Para hablar de un plan sistemático, tiene que haber un conjunto igualmente sistemático de señales. Pero, repito, la primera señal no puede ser la única. Tiene que haber varias. Es absurdo exigirle al “analista” que confirme la existencia de un plan si aún no se han dado las otras señales. Eso es pretender que puede ver el futuro. Señores, las Casandras solo existen en mitos.
La confusión básica está entre el rigor y el deseo. Hay gente que quiere que lo primero se adapte a lo segundo. Que le digan lo que quiere escuchar. Incluso si el “analista” comparte el deseo de esa gente, no puede hacer tal cosa. Hacerlo no es responsable. No es ético. El “analista” hace su mejor esfuerzo, sobre la base de lo que, insisto, está a la vista del público y transmite sus conclusiones. No vende actos de fe sobre lo que no puede ver. La fe política es un lujo para quien no se dedica a esto. Vuelvo con el aforismo de Keynes: “Si los hechos cambian, mi opinión cambia también”. Eso es lo que hace que el “analista” responsable cambie de opinión. Y puede que ese proceso sea ingratamente más lento que el del ciudadano movido por la fe. Pero sigue siendo una obligación. Y si una realidad que nadie podía ver termina surtiendo un efecto que redunda en el beneficio del público, pues se le reconoce y se celebra, pese al escepticismo previo.
Muy bien, ¿pero entonces los hechos de la embajada muestran que Machado sí tiene un plan que se está poniendo en marcha poco a poco para alcanzar el cambio político? No lo sé. Como dije, tiene que haber más señales. El tiempo dirá. Lo hará más temprano que tarde. Hasta entonces, espero que no me odien por no sumarme aún a la euforia, más allá del fin del calvario que cinco personas estaban padeciendo.
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Fuente de TenemosNoticias.com: runrun.es
Publicado el: 2025-05-16 18:27:00
En la sección: Opinión archivos – Runrun.es: En defensa de tus derechos humanos