En el vasto universo de las artes, la música ocupa un lugar privilegiado como catalizadora de emociones, estados del alma y recuerdos. Desde tiempos remotos, ha acompañado al ser humano en sus rituales, celebraciones, duelos y transformaciones, estableciendo una conexión invisible pero profunda con nuestra experiencia emocional. En momentos de gran intensidad vital -un nacimiento, una despedida, un reencuentro, una revelación interior- la música se convierte en algo más que sonido: se vuelve símbolo, espejo y refugio.
En el caso de los venezolanos que residimos en el extranjero, la música adquiere un papel fundamental, no solo como anclaje que nos conecta con la cultura de nuestra tierra de origen, sino también como un vehículo de evocación que, con nostalgia, nos transporta a momentos vividos, más allá de nuestra situación emocional actual.
Cuando experimentamos eventos emocionalmente significativos, nuestro cerebro está especialmente activo en términos de percepción y codificación de la memoria. En esos instantes, si hay música presente, se entrelaza con lo vivido de forma poderosa. Una melodía puede fijarse en la memoria como si fuera un tatuaje sonoro de la emoción sentida. De allí que, años después, al escuchar los primeros compases de una pieza determinada, podamos revivir con intensidad ese momento original, con todos sus matices.
Esta capacidad evocadora de la música no es casual. Diversos estudios en neurociencia han demostrado que las áreas del cerebro relacionadas con la música se superponen con las del procesamiento emocional y la memoria autobiográfica, como el hipocampo y la amígdala. A diferencia de otros estímulos sensoriales, la música tiene la facultad de reactivar paisajes internos con una fidelidad sorprendente, permitiéndonos recorrer el tiempo hacia atrás con solo cerrar los ojos.
Las artes en general -la pintura, la danza, la literatura, el cine- tienen una función similar, pero la música destaca por su inmediatez y portabilidad. Una canción no requiere contexto visual ni traducción lingüística para tocarnos el alma. Basta un acorde menor bien colocado o la curva melódica de una voz sincera para desatar un torrente de emociones. Esta capacidad convierte a la música en un recurso indispensable para ritualizar los grandes momentos de la vida: bodas, funerales, celebraciones patrias, nacimientos y actos escolares.
En el plano personal, muchas personas crean bandas sonoras involuntarias de su existencia. Esa canción que sonaba en la radio cuando recibiste una gran noticia, aquella que alguien te dedicó en secreto, la pieza que bailaste por primera vez con quien luego se convirtió en parte esencial de tu vida. Confieso que durante gran parte de mi vida encontré sustento económico escribiendo música para bodas, haciendo arreglos para cuerdas de canciones inolvidables o de aquellas que las parejas consideraban “su canción”, por ejemplo. Cada una se convierte en un marcador emocional, una cápsula del tiempo que puede ser reactivada a voluntad -o a veces, por sorpresa.
En contextos colectivos, la música también funciona como dispositivo de memoria compartida. Un himno nacional, una canción de protesta, una pieza coral cantada por generaciones de estudiantes, logran condensar valores, recuerdos y sentimientos comunes. Así, la música permite a una comunidad recordar quién ha sido, qué ha sufrido y qué ha celebrado. Claro, aquí tienes una versión más refinada y clara del texto:
Por ejemplo, mi hermano Miguel Ángel se casó hace más de treinta años con Lisbeth Ruiz, músico y coralista, como buena parte de su familia. En cada cumpleaños, además del infaltable “¡Ay, qué noche tan preciosa!” venezolano, siempre sonaba Golosinas Criollas de Luis Laguna, en la versión coral de Modesta Bor. Hoy, tres décadas después, cada vez que asisto a un cumpleaños, añoro con melancólica ternura esa pieza de Laguna, que, curiosamente, no tiene ninguna relación directa con una celebración de cumpleaños, pero que para nosotros se volvió símbolo entrañable de esos encuentros.
No es casual que en tiempos de crisis o de renacimiento social, surjan canciones que terminan convirtiéndose en emblemas de esperanza o resistencia. El arte, y en especial la música, también cumple una función terapéutica. No solo en el sentido clínico de la musicoterapia, sino como una herramienta accesible para procesar emociones. Escuchar una sinfonía en soledad puede ser una forma de encontrarse con uno mismo. Cantar en grupo, una manera de vencer la tristeza. Tocar un instrumento, un método para canalizar ansiedad o transformar la rabia en algo estéticamente valioso.
En la educación, la presencia de las artes es crucial precisamente por su impacto en el desarrollo emocional. Aprender música no solo afina el oído o desarrolla la memoria, sino que educa en la sensibilidad, en la atención al otro, en la paciencia. Un niño que crece con acceso al arte tiene más herramientas para expresar lo que siente, comprender lo que otros viven, y encontrar consuelo o alegría en medios no destructivos.
Asimismo, en momentos de duelo o cambio vital, la música puede actuar como puente entre lo que fue y lo que será. En funerales o conmemoraciones, ciertas obras permiten dar forma sonora al dolor, ayudando a simbolizar la pérdida. En bodas o nacimientos, la música anuncia un nuevo capítulo, como una especie de bautismo emocional que marca el inicio de un ciclo.
Lo notable es que esta relación entre música y emoción no es exclusivamente individual ni universal de forma homogénea, sino que también está mediada por la cultura. Cada pueblo tiene su modo de organizar el sonido, de expresar alegría o lamento, de marcar el paso del tiempo con ritmos o canciones. La diversidad musical del mundo es también un mapa emocional de la humanidad.
En definitiva, las artes son las grandes cronistas del alma humana, y la música, su lenguaje más inmediato. En un mundo saturado de estímulos, donde a veces las palabras no alcanzan para decir lo que sentimos, la música sigue siendo una vía para recordar lo esencial: lo que hemos amado, lo que hemos perdido, lo que seguimos esperando.
Así, cuando una canción del pasado vuelve a sonar y sentimos que algo en el pecho se conmueve, no es casualidad. Es la prueba silenciosa de que la música fue testigo de lo vivido, y que aún nos habla, como una memoria que canta.
Para finalizar, imitando el slogan de aquel programa de radio valenciano, lanzo esta pregunta: ¿Qué hacía usted mientras escuchaba esta canción?: https://www.youtube.com/watch?v=anvvsXI44Sg
Fuente de TenemosNoticias.com: www.el-carabobeno.com
Publicado el: 2025-06-06 01:11:00
En la sección: Destacados articulistas sobre temas de política, Educación, salud, cultura de Valencia, Carabobo y Venezuela