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La política bajo la mira del crimen organizado

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El atentado contra el senador colombiano Miguel Uribe Turbay, en Bogotá, representa mucho más que un intento de asesinato. Forma parte de un conjunto de actos violentos que no se aplican solo a Colombia.

Se trata de una señal clara y alarmante de que el crimen organizado no se conforma con solo corromper instituciones. Estas organizaciones no renuncian a ejercer su poder de voto a través del plomo.

La violencia contra los políticos no es aleatoria: es selectiva, estratégica y tiene como objetivo condicionar el sistema político según los intereses de las redes criminales. Utilizan la corrupción, la infiltración, el terrorismo y los asesinatos selectivos. Quien no puede ser cooptado tiene su destino marcado.

El caso de Uribe, que es un precandidato de derecha a la presidencia de Colombia, nos remite inevitablemente al atentado a Jair Bolsonaro en 2018.

Aunque envuelto en controversias sobre la motivación del intento de asesinato, el episodio evidenció la fragilidad de las instituciones ante actos violentos con repercusiones políticas inmediatas. Como mínimo, reveló cuánto la inestabilidad y el miedo pueden ser explotados electoralmente.

Aunque oficialmente el agresor haya actuado solo, hay señales que sugieren una red de protección al criminal, como una defensa pagada por anónimos y una capacidad logística utilizada por el criminal que no coincidía con sus condiciones financieras.

En Brasil, el ejemplo paradigmático de esta articulación entre crimen y política fue protagonizado por el PCC. En 2002 y, sobre todo, en 2006, en plena carrera electoral, la facción organizó olas de ataques que paralizaron São Paulo.

La primera vez, planearon volar la Bolsa de Valores de São Paulo con un coche bomba. Las interceptaciones telefónicas permitieron a los policías no solo frustrar el atentado, sino también comprender los objetivos. El PCC tenía candidatos favoritos y quería interferir sobre todo en las elecciones estatales de ese año.

En 2006, el PCC paralizó São Paulo. A través de cientos de actos de terrorismo, la organización se enfrentó al Estado con el objetivo de minar la confianza en los candidatos del PSDB, José Serra, que disputaba el gobierno de São Paulo, y Geraldo Alckmin, que se presentaba a la presidencia de la República.

Lejos de ser acciones caóticas, se trataba de movimientos racionales, con objetivos políticos: presionar por beneficios carcelarios, probar la capacidad de reacción del Estado y, principalmente, interferir en la percepción del elector sobre la seguridad pública. El voto, en este contexto, se convierte en una respuesta condicionada al miedo.

América Latina: entre crimen y poder político

En Ecuador, la ejecución del candidato Fernando Villavicencio en 2023 fue un acto ejemplar, en su peor sentido. Él se atrevió a denunciar el narcotráfico y su infiltración en el Estado y pagó con su vida. El asesinato no solo silenció su voz crítica, sino que intimidó a otros posibles liderazgos. El poder del voto del crimen es multiplicador.

América Latina vive una convergencia perversa entre crimen, terrorismo y política. El expresidente Álvaro Uribe (que a pesar del apellido común, no tiene relación de parentesco) sobrevivió a casi cuatro decenas de intentos de asesinato perpetrados por narcotraficantes o guerrilleros.

En México, donde los cárteles controlan porciones enteras del país, las elecciones se han convertido en una temporada de caza de candidatos. Solo en 2021, al menos 34 fueron asesinados. El Salvador, Guatemala y Honduras están marcados por la infiltración de pandillas en las estructuras políticas locales, ya sea por cooptación o por eliminación física de adversarios.

Geopolíticamente, la situación es aún más delicada. El fortalecimiento de grupos criminales transnacionales –como el propio PCC y los cárteles mexicanos– los ha conectado con organizaciones terroristas, como Hezbolá, y mafias de Europa, África y Asia. Estas organizaciones se complementan ofreciéndose mutuamente las piezas que faltan para el funcionamiento más eficiente de sus empresas criminales.

Cuanto más frágil es la gobernanza, más fácilmente el crimen llena el vacío institucional, ofreciendo «protección» y servicios básicos, y luego exigiendo fidelidad política.

La frontera entre criminalidad, insurgencia y control de las instituciones del Estado desaparece.

El punto central es que el crimen organizado ya no actúa solo en los márgenes del sistema político. Lo habita, lo influencia y, a veces, lo determina. Cuando elige silenciar candidatos con disparos o cooptar partidos con dinero sucio, está votando y, muchas veces, decidiendo con más eficacia que el ciudadano común. El «voto del crimen» es más pesado que el de cualquier ciudadano.

Ignorar este fenómeno es abrir espacio para que se normalice. Es urgente que las democracias, sobre todo las más jóvenes y vulnerables, construyan mecanismos eficaces de protección a candidatos, blindaje institucional contra la corrupción y, sobre todo, garanticen que el proceso electoral sea expresión de la voluntad popular, no del terror o del soborno.

El atentado contra Miguel Uribe no es un punto fuera de la curva. Es parte de un patrón ascendente que desafía los límites de la democracia e impone una pregunta incómoda: ¿quién, al final, está eligiendo a nuestros líderes en América Latina? ¿La voluntad del elector o, cada vez más, la de los criminales?

Este artículo se publicó originalmente en Gazeta do Povo el 13 de junio de 2025

Fuente de TenemosNoticias.com: lapatilla.com

Publicado el: 2025-06-14 06:52:00
En la sección: Opinión – LaPatilla.com

Publicado en Opinión

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