Menú Cerrar

Los huérfanos del vuelo Delta 723 vuelven al lugar del accidente | nytimes.com

Los huérfanos del vuelo Delta 723 vuelven al lugar del accidente

A la edad de 58 años, y mientras estaba atrapada en su casa durante las largas noches de la pandemia de coronavirus, Michelle Brennen comenzó a pasar cada vez más tiempo pensando en lo peor que le había pasado en su vida.

Tenía 10 años y eran las vacaciones de verano. Recuerda que estaba jugando en el jardín de Essex Junction, Vermont, y cuando entró, encontró a su madre parada en el arco entre la cocina y la sala de estar, llorando.

“El avión de papá se estrelló”, dijo uno de sus cinco hermanos (nunca supo cuál). La información no quedó registrada; pensó que se referían a uno de los aviones de las maquetas de su padre. No es gran cosa, pensó. Solo había que pegarlo de nuevo.

Era 1973, una época en la que los adultos no hablaban con los niños sobre la muerte. Esa tarde, un vecino llevó a los niños a la playa para que no vieran la cobertura periodística del accidente, uno de los más letales en la historia de Nueva Inglaterra.

La semana siguiente, cuando enterraron a su padre, no les permitieron asistir al funeral. Cuando comenzaron las clases, un consejero la llamó y le preguntó cómo estaba. Michelle contestó: “Bien”, y eso fue todo.

Quizás por eso, después de todos estos años, algo hizo que la mente de Michelle regresara al accidente aéreo.

Al limpiar el sótano de la casa de su madre, después de su muerte en 2021, Michelle encontró una caja de cartón donde su madre guardó todo lo relacionado con el vuelo Delta 723: recortes de periódicos, correspondencia con abogados, apuntes en su diario.

Cuando empezó a leer, Michelle descubrió que no podía parar. Le atrajo especialmente el manifiesto de pasajeros con las esquinas dobladas, 89 nombres en una hoja de papel maltratada. ¿Cuántos de ellos habían dejado atrás a niños como ella? ¿Dónde estaban esos niños? ¿Cómo habían resultado sus vidas?

Y así, plantándose frente a un iPad en la mesa del comedor, los localizó uno por uno. Apareció en sus DM. Llamó a sus teléfonos fijos. Los invitó a intercambiar historias en una página de Facebook. Esperó no sonar como una chiflada.

A su manera, estaba explorando temas que han preocupado al campo de la salud mental. ¿Cómo altera la pérdida traumática la vida de una persona? ¿El dolor disminuye más plenamente cuando se deja en una caja o cuando se comparte? ¿Se calma completamente?

Estas preguntas flotaban en el aire una mañana de domingo de julio, cuando Michelle, que ahora tiene 60 años, esperaba la llegada de unas 200 personas, casi todas desconocidas. A lo largo de dos años, logró localizar a los supervivientes de todas menos cuatro de las 89 personas que estaban a bordo del avión, y persuadirlos para que se reunieran en persona en el aniversario 50 del accidente.

Había elegido para su único encuentro un lugar obvio y terrible: el aeropuerto Logan, cerca de la pista donde el vuelo 723 había estallado en llamas.

El avión descendía a través de densas nubes que rodeaban Boston cuando algo pareció ir mal en la cabina. “Va fuera de control”, dijo el piloto, John Streil, a su copiloto, Sidney Burrill, que intentaba alinear el avión para acercarse a la pista correctamente.

En Boston, la espesa niebla había provocado el desvío de muchos vuelos, por lo que el vuelo 723, procedente de Burlington, Vermont, había hecho una escala no programada en Manchester, Nueva Hampshire, para recoger a los pasajeros varados. La mayoría de ellos probablemente miraban sus relojes, preocupados por llegar a tiempo a sus vuelos de conexión.

Siguiendo instrucciones del control aéreo, la tripulación había realizado una serie de giros destinados a alinear la aeronave con un rayo de luz localizador, que delimita la línea central de la pista y actúa como guía para los pilotos en condiciones de baja visibilidad.

Pero se movían muy rápido (381 kilómetros por hora) y estaban muy alto. Pasaron por alto el localizador y luego corrieron para corregir el rumbo, descendiendo demasiado rápido.

A la tripulación le habían dicho que la capa de nubes estaba a 122 metros y entraron en la blancura, esperando abrirse paso en cualquier momento. Pero un espeso banco de niebla marina se movía a través del aeropuerto. No vieron nada.

“Está bien, solo vuela el avión”, dijo el piloto, según las grabaciones de voz de la cabina. Dos segundos después, Streil comprendió que el director de vuelo del avión no funcionaba correctamente y dijo: “Será mejor que recurra a los datos sin procesar. No confío en esa cosa”.

Por primera vez, su voz delató tensión. “Si puedes, regresemos al rumbo”, le gritó a su copiloto. El avión viajaba a unos 240 kilómetros por hora cuando chocó contra el malecón de hormigón que separa el aeropuerto del puerto de Boston.

El impacto destrozó el avión y pedazos de la cabina salieron disparados hacia la pista. Un trabajador de la construcción que estaba cerca describió una “llama grande y larga” que apareció en la pista y se elevó “como si fuera una cortina”.

Cuando llegaron los equipos de rescate, encontraron fragmentos del avión y de sus pasajeros esparcidos por la pista, cubriendo un área del tamaño de tres campos de fútbol. Había asientos azules y rojos, algunos con pasajeros todavía abrochados en su lugar.

El resto del avión se había roto con tal fuerza que, según dijo más tarde un portavoz de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, “podrías recoger casi cualquier pieza en tus manos”.

Muchas cosas salieron mal simultáneamente durante el aterrizaje, concluyó Paul Houle, exinvestigador de accidentes del ejército de EE. UU., en su libro de 2021 sobre el desastre. El director de vuelo del avión estaba defectuoso; el controlador aéreo estaba distraído; la tripulación había sido mal informada sobre el estado del tiempo. Según Houle, cada uno de estos factores tiene el mismo peso.

Pero en ese momento al público solo se le ofreció una explicación: un error del piloto. Los funcionarios de aviación “solo dijeron que el piloto, el capitán John N. Streil Jr., estaba volando el avión demasiado bajo por 230 pies”, o 70 metros, y a 1067 metros, o “3500 pies menos que el punto de aterrizaje habitual”, informó The Associated Press.

Los pescadores dijeron al Boston Globe que la niebla era tan espesa que no habían podido ver sus anzuelos golpear el agua. “Malditos tontos, volar con este clima”, dijo uno de ellos.

El día del funeral de su padre, Michelle vio cómo los adultos salían vestidos con sus atuendos de ir a la iglesia.

Le había gritado a su madre (pensaba que ya tenía edad suficiente para ir), pero las fuerzas para pelear se le acabaron y se sentó en el piso de cemento de una parte sin terminar de la casa, detrás de un trozo de madera, donde no podían verla llorar.

Para consolarla, una tía prometió llevarle un regalo: un frasco de talco para bebés Shower to Shower. Pero nada podía consolarla.

Llegó a comprender su papel en la tragedia familiar. “Sabía que algo grande estaba sucediendo y no provoqué ningún revuelo”, dijo. Su madre “trataba constantemente de que saliéramos a jugar, que saliéramos a jugar”.

En todo ese silencio, unos pensamientos terribles se apoderaron de su mente. La noche previa al accidente, había discutido con su padre y, “a la manera terca y mandona de una niña de 10 años”, murmuró para sí misma: “Ojalá te murieras”. Esto la devoraba, esta cosa imperdonable, pero nunca lo dijo. ¿A quién se lo iba a decir?

Y de alguna manera resultó que ella no asimiló del todo la muerte de su padre. Años después, a veces todavía creía verlo entre la multitud. Lo buscaba en Barre, Vermont, donde había crecido. Su hermana Denise, que tenía 8 años cuando murió su padre, sentía lo mismo. “Durante años seguí pensando que iba a regresar”, dijo.

Su padre, Michael Longchamp, tenía 39 años ese verano y trabajaba como dibujante en un estudio de arquitectura. Era un amante de la naturaleza y exartillero de la fuerza aérea. Por temperamento, era sobrenaturalmente ecuánime. En casa, se recostaba en un sillón y dejaba que sus seis hijos gatearan sobre él como cachorros.

Ese verano fue una línea que separaba la vida con su padre de la vida sin él.

La familia extendida se organizó para apoyarlos. Su tía trasladó a su familia a Vermont para poder estar cerca. Michelle recuerda que su madre, Patricia, siempre estaba ocupada en los años siguientes. Chris tenía 9 años; Denise tenía 8 años; Anthony tenía 6 años; Renée tenía 5 años; y Joseph tenía 2 años. “No era como si ella pudiera sentarse y llorar por eso sin que hubiera alguien cerca”, dijo. “Tenía cosas que hacer”.

En ese sentido, se las arreglaron bien. Siguieron adelante. “Mi familia hizo un trabajo fabuloso para asegurarse de que no sintiéramos ninguna repercusión por eso”, dijo. “Sabes, no nos preocupamos por eso”. Pero algo estaba fuera de lugar, como un hueso que no había sido colocado correctamente. Todavía se pregunta: ¿quiénes habrían sido ellos si su padre no hubiera muerto?

Después de graduarse del bachillerato consiguió un trabajo en una floristería y se casó con su novio de la escuela, más o menos para salir de casa.

Está segura de que eso no habría sucedido si su padre hubiera estado vivo. Él habría insistido en que fuera a la universidad. Quizás habría seguido el ejemplo de su padre en el ejército. Al menos se habría ido de Vermont. “Pienso en eso todos los días”, dijo.

Sin embargo, fue peor para sus hermanos. “Ahora eres el hombre de la casa”, le dijo uno de los adultos a Chris.

“Creo que mi madre, en su lecho de muerte, diría que eso simplemente lo destrozó”, dijo Michelle.

Cuando Michelle encontró la caja en el sótano de su madre, se dio cuenta de cuánto había soportado su madre. Estaba el certificado de defunción de su padre (“dos piernas rotas y quemaduras térmicas generalizadas”) y los diarios escritos a mano de su madre.

“Anthony pidió esta noche ver una foto de su papá, porque había olvidado cómo era”, decía una de las anotaciones. “Les mostré a todos una foto y Joseph se rió a carcajadas y dijo: ‘Ese es mi papá’. A veces me duele tanto que no creo que pueda lograrlo”.

“En 48 años, nunca conocimos ese lado de ella, el dolor que estaba atravesando”, dijo Michelle. Se preguntó si la caja era una forma de comunicación, si debía mirar adentro.

“Mi madre había guardado toda esa caja de cosas”, dijo. “Y estoy pensando que tal vez también lo hice por ella. Tal vez en el fondo de su mente pensó que esto era importante”.

Localizar a las otras familias fue satisfactorio. Cuando finalmente obtuvo su licenciatura, acumulando uno o dos créditos cada semestre mientras trabajaba en dos empleos, se especializó en psicología. Luego se enfocó y comenzó a recopilar datos.

Había, como diría un científico social, correlaciones. Muchos de los hijos de los pasajeros recordaban que se sintieron completamente solos en su dolor, excluidos de los rituales del duelo. Douglas Watts, gerente de tecnología de la información en Portland, Maine, tenía ocho años cuando su madre, Sandy, murió en el accidente. “Básicamente fue: ella murió, tuvimos un servicio y listo”, dijo. Entendió que su trabajo era “nunca hacer nada que causara dolor o emoción a nadie”. Así que no lloró ni una sola vez.

Muchos compartían la sensación de que el accidente había cambiado radicalmente las circunstancias de sus vidas, encaminándolos hacia un nuevo rumbo. Albert Holzscheiter, un contratista de obras en Fredericksburg, Texas, tenía tres años cuando su padre murió en el accidente. Su madre trasladó a la familia a Key West, Florida, lo más lejos que pudo de la familia extendida en Vermont.

“Me cambió totalmente y probablemente reconfiguró quién sería”, dijo. “No sé si reconocería a la persona que pude ser”.

Incluso los recuerdos de algunos de ellos sobre ese día coincidían con los de Michelle. Cornelia Prevost, que tenía 12 años cuando su padre, el conde Laszlo Hadik, murió en el accidente, había escrito un poema que hizo llorar a Michelle cuando lo leyó, tan cercano a su propio recuerdo.

“Un día glorioso y simple/ de verano entró/ en cámara lenta”, decía en parte. “Una calma expectante y pesada/ una tormenta que se acerca/ y sibilantes adultos robotizados./ Sabíamos que no debíamos ser bulliciosos”.

Pero no todos entendieron lo que ella trataba de hacer. “Apenas consigo que la gente me diga quiénes son”, se quejó un año después de haber iniciado el esfuerzo. Era demasiado doloroso, le dijeron algunos. “Sabes, mi familia quedó destrozada y ni siquiera puedo hablar de eso”, le comentaron otros.

Cindy Provost Long, de 66 años, enfermera en Bennington, Vermont, se sentía así. Tenía 16 años cuando el avión se estrelló. Su abuela, dos primos y su hermano Michael, de 14 años, estaban a bordo. Recuerda que vino un médico “y le puso a mi madre una especie de inyección para calmarla”. Después de eso, su madre “tuvo, básicamente, una crisis nerviosa”.

En realidad, ella nunca mejoró. Long solía esperar el correo para poder tirar la revista Mad de su hermano y evitarle a su madre la angustia de tener que verla. Cuando la demencia nubló los recuerdos de su madre, dijo, fue una bendición.

Para Long, hablar de la pérdida en Facebook no era terapéutico. La costra que se había formado en su mente, lentamente, a lo largo de décadas, fue arrancada y volvió a tener pesadillas, y a quedarse despierta por las noches, “preguntándose qué pasaría si”. Todo el proyecto de divulgación de Michelle, dijo, fue “un acto intrusivo”.

“Es demasiado tarde y todavía es demasiado personal”, dijo. ¿Y reunirse en el aeropuerto Logan? No, gracias. “No entiendo cómo esto podría ser una celebración”, dijo. “¿Es el aeropuerto el que pide perdón? ¿Es Delta la que está haciendo esto? Ni siquiera sé qué es”.

Michelle no discutía cuando recibía ese tipo de respuesta. Pero había algunas familias a las que seguía volviendo porque su historia la preocupaba profundamente: las familias de los hombres en la cabina del piloto. Al principio de su investigación, descubrió algo que le pareció desgarrador. Mientras los habitantes de Nueva Inglaterra lloraban a los muertos del vuelo 723, algunos dirigieron su ira hacia las familias de los pilotos.

“Recibieron amenazas de muerte por teléfono. Recibieron amenazas de muerte por correo”, dijo Hollie Streil, quien se casó con el hijo del piloto, John Randolph Streil. La experiencia, dijo, “convirtió a la madre de su esposo en una alcohólica”.

Streil hijo, que tenía 12 años en el momento del accidente, comenzó a beber mucho en su adolescencia y luchó contra la adicción durante toda su vida. “Él, su familia, soportaron la peor parte de la ira de todos”, dijo Hollie Streil. “Solo recuerdo a mi esposo sentado, llorando y diciendo que lo culpaban”.

Los Streil se divorciaron en 2013, pero vivieron juntos hasta que él murió de un ataque cardíaco en 2015. Sus sentimientos sobre el accidente y sus consecuencias fueron complicados y oscuros. Pero Michelle siguió acercándose a ella y Streil se convenció de que sus intenciones eran buenas.

Así que se organizó para asistir con tres hijos y dos nietos.

Tenía temor, admitió. “Esto ha estado enterrado bajo la alfombra durante mucho tiempo. De repente la gente va a romper los pedazos”, dijo.

“Me alegraré cuando todo termine”, dijo. “No creo que jamás vuelva a Boston”.

La noche previa a la gran reunión, Michelle estaba agotada y ansiosa. Había desarrollado una infección de los senos nasales y estaba tan ronca que apenas podía hablar. Además, era muy consciente de las cosas que podían salir mal.

La culpabilidad fue litigada, lenta y dolorosamente, durante nueve años después del accidente. Las familias de los pasajeros demandaron a Delta; la empresa argumentó que los controladores aéreos eran los responsables; las familias de los pilotos demandaron al fabricante del director de vuelo defectuoso.

Pero nada de eso, ni los acuerdos ni las decisiones judiciales, puso fin por completo al tema de la culpa. Dos años de investigación le habían dado a Michelle una idea de la ira que aún albergaban algunas familias, ardiendo tan constantemente como una luz piloto.

Ahora, a petición suya, estarían todos en la misma habitación, con el micrófono abierto. Este era un campo minado. Delta había donado dinero para el almuerzo buffet. Luego estaban los Streil, a quienes ella había convencido para que asistieran. ¿Qué estaba pensando?

Era cierto, ella había sacudido las cosas. Holzscheiter, que había conducido 30 horas desde Texas, tuvo un ataque de pánico tan fuerte después de registrarse en su hotel que lo hizo sentirse enfermo; no estaba seguro de poder seguir adelante. Su esposa, Ginger, comparó la reunión con la historia de la caja de Pandora de la mitología griega, que liberaba todo tipo de fantasmas.

De camino al salón, Liz Axness, quien perdió a su madre en el accidente, se encontró en un ascensor con un grupo que parecía dirigirse al evento. Cuando ella preguntó: “¿Quién era tu ser querido?”, uno de ellos respondió (dócilmente, pensó ella) que eran de Delta.

“Me dije: ‘¿Qué creen que voy a hacer? ¿Patearlos en el estómago o algo así?”, dijo. “Ni siquiera habían nacido cuando esto pasó”.

La noche anterior, Jim Fuller, un periodista deportivo que perdió a su madre y a su padre en el accidente, había conocido a los Streil. Había sido un encuentro agradable; participaron en una campaña de donación de sangre conmemorativa que él había organizado.

No tenía nada más que compasión por los Streil; su familia, dijo, “había pasado por más que cualquiera de nosotros”. Él nunca asignaría culpas. Pero una pregunta lo había atormentado desde que tenía 8 años y ahora no podía evitar formularla en voz alta.

“¿Por qué”, dijo, “intentarías aterrizar un avión si no puedes ver la pista?”.

Una cosa que ha cambiado en Estados Unidos desde 1973 es la forma en que respondemos a las pérdidas traumáticas.

Cuando un niño muere en un accidente automovilístico, hay consejeros de duelo disponibles en las escuelas para ayudar a los estudiantes a procesar sus sentimientos. Los agentes de policía asisten a los interrogatorios. Las personas afligidas envían llamaradas de dolor crudo en las redes sociales. Esto se considera saludable. Con suerte, nos da un cierre.

Pero los investigadores que intentan precisar este fenómeno se han quedado con dudas. Dos años después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, Roxane Cohen Silver, psicóloga social de la Universidad de California, Irvine, y un equipo de investigadores observaron a un grupo de personas a las que se les había pedido que describieran sus emociones el día de los ataques terroristas.

Lo que descubrieron, dijo, fue que a “aquellos que exteriorizaron más, escribieron más palabras, en realidad les fue peor con el tiempo”. No es que las emociones fueran malas, dijo Silver. Lo más probable es que aquellos que expresaron más simplemente estuvieran más angustiados.

Su investigación también ha puesto en duda una suposición mucho más amplia: que las personas que sufren pérdidas terribles eventualmente llegan a estar en paz consigo mismas. En un estudio de 1989, ella y Rosemary Tait entrevistaron a 45 hombres y mujeres mayores (la edad promedio era 76 años) sobre lo peor que les había sucedido. Para la mayoría, fue la muerte de un cónyuge o un familiar cercano.

Eran viejas pérdidas; el tiempo promedio transcurrido era de casi 23 años. Lo que encontraron los investigadores fue que el dolor no había desaparecido. El 71 por ciento dijo que todavía experimentaba imágenes mentales o recuerdos de la pérdida, y el 96 por ciento dijo que a veces reflexionaba sobre ello. El 37 por ciento dijo que todavía estaba buscando significado en ese suceso.

“Hay algunas personas para quienes la resolución nunca llega”, dijo Silver. “Y hay cierto reconocimiento de que algunas personas nunca resolverán su repentina y trágica pérdida, y probablemente funcionarán bien. No es que no puedan levantarse de la cama. Pero no van a, entre comillas, superarlo”.

Sin embargo, algo parecía estar sucediendo esa mañana en el lobby del Hilton del aeropuerto, ya que los que habían venido se reconocieron. Se abrazaron, se apretaron las manos. Pasaron los dedos por una placa conmemorativa de granito de Vermont que había sido montada en la capilla del aeropuerto.

Fue un consuelo. Eran tantos. “Mi madre estaba en el avión”, le dijo una mujer con rastas a un hombre con bermudas. “Mi padre estaba en el avión”, respondió él.

Finalmente, tomaron asiento en un salón de baile, donde se proyectaban fotografías de los fallecidos en una pantalla. La hermana de Michelle cantó con su cuarteto. Alguien leyó un poema de Robert Frost. Michelle dijo que esperaba que pudieran dejar de lado cualquier ira y amargura que quedara para honrar a los muertos.

Luego Jillian Streil, la nieta del piloto, se dirigió al micrófono. Tenía 37 años, era camarera en Manchester, Nueva Hampshire, y tenía un flequillo rubio y lentes de ojo de gato.

No conoció a su abuelo, pero cuando buscó en línea información sobre el accidente, la frase que aparecía era “error del piloto”. Había leído el manifiesto de pasajeros muchas muchas veces. “Casi siento que es mi responsabilidad”, dijo.

De pie ante los hermanos y cónyuges de los pasajeros, sus hijos y nietos, levantó un papel en el que había escrito lo que quería decir.

“Merecía ser recordado por algo más que esta terrible tragedia”, afirmó. Entonces ella dijo algunas palabras sobre él. Que había sido un hijo devoto. Que le encantaba volar. Que cuando murió tenía un hijo que estaba por cumplir 13 años. Que mientras su esposa y su hijo lo lloraban, absorbieron el odio de quienes lo culpaban.

“Ya no están con nosotros y por eso estoy aquí hoy, para hablar por ellos”, dijo.

De pie allí, dejó de lado pasajes del discurso (cosas en las que había estado pensando durante 20 años) porque no podía terminar de pronunciarlos.

“De parte de la familia Streil, gracias a todos”, dijo.

Regresó a su asiento, pálida.

Y luego una fila de personas se formó para abrazar a la joven.

El hijo de Bette Vincent, que murió en el accidente, la abrazó.

El hijo de Sandy Watts, que murió en el accidente, la abrazó.

El hijo de Al Holzscheiter, que murió en el accidente, la abrazó.

La cuñada de Michael Longchamp, que murió en el accidente, la abrazó.

La cuñada de Maria Abrams, que murió en el accidente, la abrazó.

Michelle la abrazó. Y, por primera vez ese día, rompió en llanto.

Entonces terminó. Las familias se dispersaron rápidamente, se detuvieron en un mostrador afuera para validar sus boletos de estacionamiento y desaparecieron en el bullicio del aeropuerto.

En el largo viaje de regreso a Texas, Holzscheiter tuvo tiempo de considerar algo que se había propuesto en la reunión: que este grupo se volviera a reunir cada 10 años. “Creo que se utilizó la palabra ‘generaciones’”, dijo.

No estaba de acuerdo: sus hijos no tenían sentimientos fuertes sobre el accidente y él pensaba que así debía ser. “La memoria de papá morirá cuando yo muera”, dijo. “Mi generación y la generación de mi madre los recuerdan y creo que probablemente deba morir”.

Michelle regresó a Vermont el mismo día y cargó su camioneta con bolsos de tela y centros de mesa. Toda la mañana la gente la había estado elogiando, agradeciéndole por haberlos reunido, y eso la incomodaba. Se sacudió los elogios por reflejo, como un perro se sacude el agua.

Ya había terminado con el funeral, un momento en el que sus amigos y familiares habían pensado durante mucho tiempo. ¿Qué haría ella sin su proyecto? Al día siguiente, pasó un rato con sus gallinas. Fue a ver Barbie con sus amigas.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que volviera a pensar en el accidente. Extraños se acercaban a través de la página de Facebook. Ella todavía tenía preguntas. Nunca había sabido a qué reuniones se dirigía su padre en Boston ese día, y eso la molestaba.

Así que la caja de documentos de su madre permaneció en su lugar en la mesa y, en poco tiempo, ella estaba de vuelta en su iPad, buscando a esas cuatro familias a las que nunca había podido contactar.

Ellen Barry cubre salud mental. Ha sido jefa del buró del Times en Boston, corresponsal internacional jefa en Londres y jefa de los burós en Moscú y Nueva Delhi. Fue parte de un equipo que ganó el Pulitzer al Reportaje Internacional en 2011. Más de Ellen Barry

Fuente de TenemosNoticias.com: www.nytimes.com

Publicado el: 2023-09-15 05:02:52
En la sección: NYT > The New York Times en Español

Publicado en Clasificadas