Menú Cerrar

Cuentos de Navidad: La invitación – Cultura

Cuentos de Navidad: La invitación - Cultura

¿Verdad que son tristes las imitaciones?
Truman Capote
Miriam

I

Lentas, desafinadas, desmirriadas, como caídas de un piano que se está desbaratando, sonaron las notas de Jingle Bells para anunciar, en la plaza principal del pueblo, la llegada feliz del furgón de helados El Pandita. Se trataba de una Volkswagen Westfalia Camper de 1962, que luego de servir a los viajes de una sucesión de hippies, pasó a transportar pasajeros; después, a surtir bizcocherías; más tarde, a vender ollas y vajillas y, finalmente, a pudrirse bajo canículas y lluvias en un desguazadero.

(Siga leyendo: Ese caos gozoso de la gente).

Hasta allí llegó Álvaro ‘Motosierra’ Mackenzie, quien la adquirió a precio de chatarra, la restauró y la pintó de blanco para ganarse el resto de sus días con la venta ambulante de conos y paletas, luego de pasar diez años en la cárcel por tráfico de cocaína, cinco adicionales por atraco a mano armada y dos más por lesiones personales.

Completaba el brutal Mackenzie tres meses en libertad condicional cuando le vino otro desastre: la apendicitis que le costó el último de sus ahorros, lo llevó a mendigar la caridad de una sobrina y lo obligó a cubrir con lonas el redentor furgón de helados.
Era como si se copiaran los destinos del excriminal y la pichiruleta: ambos con vidas azarosas, ambos confinados por diecisiete años y, cuando se echaban a rodar, ambos obligados de nuevo a confinarse. Después de todo, con la enfermedad nunca se sabe: es un filo en que se danza hasta volver a la salud o caer en las simas de la muerte.

Y fue así como aquella tarde calcinante, tras endeudarse para surtir su dulce empresa, Mackenzie llegó a hacer la venta del veinticuatro de diciembre. Estacionó el furgón junto al pesebre de la iglesia, se pasó a la parte trasera que servía de mostrador y comenzó a atender la algarabía de los niños que se acercaban atraídos por las delicias de El Pandita.

II

Desde antes de caer por la peritonitis, ya sabía todo el mundo que sin plata nadie podía acercarse a la pichiruleta. Por más que le suplicaran, Mackenzie no fiaba y mucho menos recibía baratijas en pago de una ronda de conos y paletas. Y ni hablar de hacerle trampa. En su segunda visita al pueblo, una pandilla de bravucones liderada por los hijos del alcalde rodeó la Volkswagen, ahuyentó con brusquedad a los niños y exigió a gritos sus pedidos. Mackenzie, que había manejado chazas y caspetes en tres cárceles distintas, dio una admirable muestra de paciencia: sacó del congelador cada paleta, les retiró el papel con pulcritud y, siguiendo una original regla de higiene, las fue poniendo en el plato que tenía para que los clientes las tomaran. Cuando les pidió que le pagaran doce helados, el líder le tiró un billete diciéndole que ahí tenía lo de nueve y que los tres restantes los recibirían como cortesía.

–Les despaché doce -dijo Mackenzie.

–Agradece que te estoy pagando nueve –dijo el tipo.

Jorge Aristizábal Gáfaro, el autor del cuento, es comunicador social y periodista, con un magíster en Comunicación.

Foto:

Jorge Aristizábal Gáfaro

De un salto, el exconvicto salió de la Volskwagen y, tras darle al grosero un rodillazo en el estómago, le arrebató la paleta y se la metió en la boca que le cerró de una trompada. Otros cuatro que intentaron atacarlo, corrieron peor suerte, porque aparte de darles el mismo tratamiento, les echó tierra en la boca y los obligó a tragarla. Los otros siete miraban cómo sus amigos caían uno a uno, y cuando lo vieron ir por ellos, huyeron espantados.

Desde entonces, se hizo exuberante la leyenda de la pichiruleta: no solo llevaba los helados más deliciosos del Caribe, sino que su conductor tenía mil vidas a cuál más aterradora.

Aunque eran hechos probados el tráfico de cocaína, el atraco a mano armada y las lesiones personales, muchos decían que Mackenzie era un alma redimida. Luego de años de traquetear para tener dólares, fierros y escoltas y luego de matar rivales para quitarles sus avionetas, fincas y mujeres, aquel duro había escuchado a Cristo que, en un sueño, le dijo que mejor vendiera helados El Pandita. Otros, en cambio, decían que era un exparamilitar que había ejecutado treinta y siete masacres y que por eso lo de ‘Motosierra’. Y otros muchos afirmaban que era un exguerrillero, el francotirador más certero y despiadado, que en las selvas había dado de baja a trescientos cuarenta y siete militares. En todo caso, tanto si seguía a Dios, como si era apóstol del Demonio, Álvaro ‘Motosierra’ Mackenzie era un sujeto feroz y altamente peligroso, capaz de hacerle tragar tierra a cualquiera que intentara llevarse un helado sin pagarle. Y fue precisamente a este hombre a quien llegó a desafiar un niño de tan solo ocho años sin dinero, pero con la determinación irreductible de satisfacerle un antojo a su hermanita, apenas dos años menor.

III

Eran las tres y treinta de la tarde de aquel veinticuatro de diciembre, cuando los pequeños llegaron junto a la pichiruleta. El calor les empapaba de sudor la cabeza y el nerviosismo les tenía encendido el rostro. Ella resollaba con mirada decidida, como midiendo lo que pudiera hacer el descomunal Mackenzie. El niño miraba en derredor, para asegurarse de que el área estaba despejada. Entonces saludó a Mackenzie y le preguntó a cómo los helados, si estaban ricos, si estaban bien fríos, de qué sabores tenía los conos y si de esos mismos sabores tenía las paletas. Mackenzie miró con atención a los pequeños y vislumbró en aquella cháchara algún ardid. Después de todo, con los niños uno nunca sabe: a veces son el epítome del lugar común; a veces inventan números y sinfonías.

(Además: Receta de masato de arroz para compartir en estas vacaciones de Navidad).

Entonces, con su paciencia mil veces probada, respondió una a una las preguntas, tras lo cual y, con toda propiedad, el niño se irguió con elegancia, giró la cabeza y le preguntó a la niña:

–Y entonces, ¿qué quieres probar?

–Una paleta de fresa –dijo ella con la decisión de quien ha repasado una línea que le ha dictado el alma.

–Una paleta de fresa –dijo el niño a Mackenzie con voz nítida, como si su papel en esta Tierra fuera transmitir aquel pedido.

–Una paleta de fresa –repitió Mackenzie lentamente, convencido de que los pequeños tenían planeado irse sin pagar.

(Siga con: Navidad: ideas de regalos en tendencia y con estilo para acertar).

De nuevo, con su paciencia mil y una vez probada, abrió el congelador, rebujó entre las bolsas, extrajo la paleta, le retiró el papel y la puso sobre el plato de donde la niña debía tomarla.

Para su sorpresa, la pequeña permaneció inmóvil y con los ojos muy abiertos, mirando cómo se desvanecía la finísima escarcha del helado.

–¿Y tú qué quieres? –preguntó sagaz Mackenzie al niño.

El pequeño adoptó aire pensativo y tras larguísimos segundos, pidió que le repitiera los sabores, a lo que el hombre enumeró con voz monótona:

–Coco, limón, fresa, mango, vainilla, chocolate y mandarina.

El niño volvió a adoptar aire pensativo y al cabo de otros larguísimos segundos, preguntó si tenía de guanábana.

–No –dijo Mackenzie, suspicaz–. No tengo de guanábana.

El niño puso cara de preocupación y, después de otros segundos que parecieron infinitos, dijo que no, que por hoy no se le antojaba nada más.

Mackenzie miró a la niña, pero esta seguía inmóvil y con los ojos muy abiertos, atenta a cómo el calor empezaba a deshacer la paleta.

El niño se percató de las sospechas del hombre y, llevándose la mano al bolsillo del pantalón, le dijo:

–¿Cuánto dijiste que valía?

Para entonces Mackenzie exhalaba desconcierto, pero, seguro de que intentaban emboscarlo, repitió la cifra, a lo que el niño miró en derredor y, con parsimonia, sacó el papel arrugado que entregó con mano firme.

Mackenzie recibió el billete, lo estiró y, al percatarse de que era falso, se lo arrojó a los pies gritándole que le pagara con dinero de verdad.

–¡No se goza sin billete! –sentenció.

Como el niño dijo tranquilamente que qué pena, que era lo único que tenía, el hombre tomó la paleta del plato y se volvió a buscar la bolsa para envolverla y regresarla al congelador.

–Nadie goza sin billete –repitió molesto.

Y fue entonces cuando la niña consumó el plan tantas veces ensayado: se empinó, agarró con ambas manos el plato y de tres lengüetazos acabó con la parte de crema que el calor había desleído de la paleta.

Saciado su antojo, se dio vuelta y tendió su mano al niño para regresar a casa dando saltitos.

Momentos después, mientras Jingle Bells se tomaba el mundo y el feroz Mackenzie se rascaba la cabeza, en la entrada de un solar, el niño preguntaba a su hermanita:
–¿Te gustó?

-Sí –dijo la niña iluminada–. Muchas gracias.

JORGE ARISTIZÁBAL GÁFARO
*Escritor, guionista y profesor de semiótica y escritura creativa. Premio Nacional de Literatura. Autor de los libros ‘Grammatical Psycho’, ‘La gesta del caníbal’, ‘El espía de la lluvia’, ‘Cuentos de escalofrío’, ‘El pawlatsche de Kafka’ y ‘El altar siniestro’.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.eltiempo.com

Publicado el: 2023-12-22 23:23:24
En la sección: EL TIEMPO.COM – Cultura

Publicado en Cultura

Deja un comentario