Menú Cerrar

Tras la pista de la cruel práctica de la lobotomía – Cine y Tv – Cultura

Tras la pista de la cruel práctica de la lobotomía - Cine y Tv - Cultura

En su filmografía la investigación previa es definitiva. Escudriña a fondo el tema que escoge como si fuera una historiadora que debe presentar el trabajo de la vida.

Ana Rosa, la última historia de la directora de cine Catalina Villar que lleva el nombre de su abuela paterna, comenzó por casualidad y poco a poco el relato privado se convirtió en denuncia pública sobre una práctica siquiátrica que se ejerció más que nada sobre mujeres consideradas, por la sociedad pacata y machista de la época, como “disolutas”.

(Siga con: ‘Duna: parte dos’: ¿es la película que puede cambiar el cine de ciencia ficción?)

(Lea también: No es HBO, es TV / Columna El otro lado, de Omar Rincón)

La lobotomía, aplicada en un 85 por ciento de los casos sobre mujeres, se consideró por unos años como cura milagrosa, sobre pacientes con esquizofrenia, depresión grave o trastorno obsesivo compulsivo y personas con dificultad de aprendizaje o incapaces de controlar la agresión. Un porcentaje mínimo presentó mejoría. La mayoría quedaban atontadas, incapaces de comunicarse, caminar o alimentarse por sí mismas. Los médicos tardaron años en concluir que los efectos negativos superaban los beneficios.

A Catalina, sobrina de uno de los siquiatras más famosos del país, Álvaro Villar Gaviria, y, ella misma, estudiante de algunos semestres de medicina, no le resultó complicado meterse de cabeza en los pocos libros escritos sobre esta práctica aberrante para luego seguirle la huella a esa intervención inventada por el médico portugués Egas Moniz, que le valió, en 1949, el Premio Nobel de Medicina.

“Encontré un pedazo de la tarjeta de identidad de mi abuela paterna desocupando la casa de mis padres. Surgió, como por arte de magia, del fondo de un cajón. La foto correspondía a la de una mujer de 18 años, muy bella, mi abuela, de la que solo sabía que le habían hecho una lobotomía, de la que quedó muy mal, y que era pianista. A pesar de que he sido muy curiosa y que bombardeaba a mi papá con inquietudes varias, nunca le pregunté por su madre. Era un tema vedado. En la familia paterna se hablaba del abuelo, de su seriedad, de sus descubrimientos; de Ana Rosa, nunca. Así que ese pedazo de cartón naranja, con su foto, me intrigó y me dio por escarbar más”, cuenta Catalina.

(Además: Marlon Moreno, en el primer musical colombiano para cine)

Afiche del documental ‘Ana Rosa’ de la directora Catalina Villar.

Otro innombrable

El menor de los hermanos Villar Gaviria, Ernesto, era el único vivo cuando Catalina comenzó a indagar sobre la abuela. Era un tío un tanto paria, que vivía en un pueblo del Valle del Cauca y ella, que se encontraba en Cali, decidió ir a charlar largamente, aunque él fue más bien parco. Catalina grabó esa entrevista ‘por si las moscas’.

Ernesto corroboró la lobotomía que le hicieron a una Ana Rosa de no más de cincuenta años, por los fuertes dolores de cabeza que la aquejaban, pero más que nada por el infundado concepto de que se trataba de una mujer poco recomendable, que había tenido un novio y se había ido a vivir con él a Miami. Cuando regresó, las habladurías se multiplicaron y fue calificada con cero en conducta, en esos años cuarenta. El tío Ernesto murió de covid-19 a los pocos meses de la grabación.

“Empiezo, entonces, a investigar en las bibliotecas. Dos personas en Francia hicieron un libro sobre la lobotomía, que nació en Portugal y se popularizó en Estados Unidos gracias al doctor Walter Freeman. En un viaje a Bogotá fui a la Academia de Medicina y me encontré con el doctor Sotomayor, pediatra, potente historiador, que me habló del libro de Mario Camacho Pinto, quien trajo el procedimiento a Colombia. Cuando leí ese libro pasaron dos cosas: descubrí el nombre de mi tío Álvaro, a quien tanto admiraba, como uno de los profesionales que había avalado ese procedimiento quirúrgico, practicado no solo a Ana Rosa sino a decenas de mujeres. Además, corroboré que había hecho parte del cuerpo médico del asilo de locas donde internaron a Ana Rosa”, relata Catalina.

(Le puede interesar: El director de la película sobre hipopótamo de Pablo Escobar ganó en la Berlinale)

Álvaro Villar Gaviria estudió siquiatría en los años cuarenta en la Universidad Nacional de Colombia, la parte del internado de siquiatría la hizo en el asilo de locas, donde Camacho Pinto fue director. Villar Gaviria fue respetado y acatado como una de las voces más democráticas dentro de su gremio.

“Mi tío peleó durante muchos años contra los siquiatras que afirmaban que la homosexualidad era una enfermedad que se podía combatir y curar”, dice Catalina, y añade: “Aunque entendía que Álvaro hizo parte del contexto de la práctica de la siquiatría en esos años, para mí fue un golpe, una tragedia, que estuviera ligado con esa operación terrible”.

Se fue, entonces, para Estados Unidos, donde indagó sobre la práctica de Freeman y empieza a entender –cuenta– que la lobotomía, como todos los tratamientos siquiátricos, se respaldan en la filosofía que dicta que se deben seguir las normas y que cuando esta se transgrede se corren muchos peligros. “Me preguntaba: ¿cuándo un comportamiento es patológico y cuándo ese comportamiento amerita este u otro tratamiento? La primera lobotomía que hace Freeman es a una prostituta, y el 85 por ciento de lobotomías se hacen a mujeres, casi todas calificadas como ‘libertinas’ ”, señala.

En su búsqueda en Bogotá, Catalina Villar se encontró con María Angélica Ospina, antropóloga e historiadora, una de las pocas especialistas, que le contó muchas cosas, entre ellas que, con base en la historias clínicas que ella consultó, se diagnosticaba la lobotomía a mujeres que presentaban un “síndrome perturbador” como ser madres malas: las que no estaban de tiempo completo con sus hijos, mujeres solteras o separadas muy independientes o a las hijas que se negaban a ser cuidadoras y que sufrían dolores de cabeza o se sentían nerviosas. Gracias a María Angélica, Catalina tuvo acceso a muchas historias clínicas. Nunca encontró la de su abuela.

(Puede leer: ‘Avatar’: la historia con la que fracasó el director de ‘Sexto sentido’)

El proyecto
se justificaba en buena parte porque había sido mi abuela a la que le habían hecho la lobotomía.
No era una historia de ene enes, había una mujer de carne y hueso

En esa revisión descubrió que la mayoría de los hombres llegaban al hospital siquiátrico porque habían cometido un delito en la esfera pública y las mujeres eran conducidas por malas acciones en el espacio privado.

Los hombres eran llevados por agentes de policía o la autoridad que los había capturado. Hombres que siempre tenían voz para narrar lo acontecido.

Leyó, por ejemplo, “fulano de tal dice que cometió su delito porque tenía mucha rabia o porque consideraba injusta la situación”. A las mujeres las entregaban el esposo, el padre, un hermano y ellos eran los que relataban el “pecado” que se les endilgaba; ellas nunca se visibilizaban, eran mudas.

Los otros hablaban en su nombre, de lo que sentían, de lo que no les gustaba, de lo que hacían y siempre con calificativos muy peyorativos, censurados.

“Pensé en Ana Rosa, en lo que debió sufrir. Corroboré que tenía historia, película. No solo era contar lo que le sucedió a mi abuela ni tampoco la investigación sobre las lobotomías, sino mezclar los dos relatos: el privado y el público”, dice Catalina.
En el montaje se logró el equilibrio. Su editora, una amiga brasilera, fue clave.
Quedaron muchos testimonios por fuera, por lo cual Catalina Villar les pide excusas a tantos médicos que le contaron su experiencia y su saber, pero que si los hubiera incluido desbalanceaban el relato.

Le hizo gran falta la entrevista con el único médico –de 94 años– que quedaba en la Monserrat, testigo maravilloso porque conoció a la abuela Ana Rosa, o la de Diego Roselli y su madre. El proceso que arrancó en el 2015 con la muerte de sus padres y siguió con la investigación por varias partes del mundo, concluyó en el 2017, cuando se puso a escribir la historia para presentarla a diversos fondos para su financiación. Otra de las virtudes de la cineasta es que siempre sabe qué puertas tocar.

(Siga con: Rinden homenaje en París a la legendaria fotógrafa italiana Tina Modotti)

“El proyecto se justificaba en buena parte ante esas entidades porque había sido mi abuela a la que le habían hecho la lobotomía. No era una historia de ene enes, había una mujer de carne y hueso, con nombres y apellidos, que estaban respaldados por ese pedazo de tarjeta de identidad”, detalla.

Un dato curioso de ese pedazo de tarjeta es que estaba escrita en francés. Hasta los años cuarenta y cincuenta, el segundo idioma para muchos documentos públicos era el francés. De la misma manera que la siquiatría que se seguía en Colombia era la francesa, así como las construcciones de los hospitales siquiátricos respondían a arquitectura francesa. Por ejemplo, el hospital de Sibaté, una casa con patio central y panóptico.

En los años cincuenta y sesenta se impone otra concepción de la siquiatría, que es la norteamericana, y también la arquitectura cambia de paradigmas. No es sino mirar edificios como el de la Clínica Monserrat.

Ana Rosa tiene dos personajes principales: la siquiatría, encarnada por el tío Álvaro, y la abuela, con lo poco que podía contar sobre ella. Era claro que no iba a encarnarla, no buscaría una actriz. Si sobre ella no había conseguido nada, tampoco la iba a seguir invisibilizando. No quería encarnarla en una actriz porque era como quitarle su identidad tan borrada y perdida. Ponerle un rostro era esconderla para siempre.

“Manejaba la certeza de que había sido pianista. Pensé: tengo que tratar de conseguir una pianista que estuviera siempre de espaldas. Una música que la evocara, pero que no la reencarnara, y si yo supiera tocar piano de seguro hubiera querido ser la ‘sustituta’. Hubo una coincidencia maravillosa: vine a Bogotá y le pregunté a mi hermano Leopoldo, quien me sugirió a Eleonora Rueda, con quien tocaban los domingos en esa familia que invitaba a sus amigos a unirse al grupo de expertos y novatos. Eleonora conoció a mis papás, a mis hermanos, a mi entorno, era la precisa para hacer en el documental de Ana Rosa pianista”, cuenta.

(Le puede interesar: Amistad, soledad, pérdida: las premisas de la película animada que lo hará llorar)

Leopoldo Villar, gerente del Banco de la República, le contó a la revista Bocas, en febrero del 2021: “Desde que yo estaba muy pequeño, recuerdo que todos los domingos por la mañana estaban mis padres ahí tocando, haciendo música por el simple placer de hacerla, aunque no siempre sonara bien”.

El documental Ana Rosa ha sido exhibido en distintos escenarios internacionales. Uno de ellos en el evento Panorama del Cine Colombiano, que se realiza desde hace una década en París. También ha participado en varios festivales. En Argentina ganó el premio a mejor película y en Uruguay, a mejor guion, entre otros galardones obtenidos.

Catalina Villar recorre varias ciudades para darle más impulso a la taquilla, que espera que sea buena porque es una historia que merece ser vista y escuchada, como una experiencia que, por fortuna, ya se superó para bien, sobre todo de mujeres autónomas que a mediados del siglo pasado eran estigmatizadas sin razón distinta a su deseo de ser independientes sin tutelas ni patrones.

(Siga con: SAG Awards 2024: lista completa de ganadores)

MYRIAM BAUTISTA
PARA EL TIEMPO

Fuente de TenemosNoticias.com: www.eltiempo.com

Publicado el: 2024-02-26 23:48:53
En la sección: EL TIEMPO.COM – Cultura

Publicado en Cultura

Deja un comentario