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Así se reclutaban los soldados de los Tercios españoles

Así se reclutaban los soldados de los Tercios españoles

La realidad es que la gestación de los tercios españoles como fuerza de combate cohesionada y eficaz sobre el campo de batalla fue un proceso metódico en el que se tuvieron en cuenta todos los aspectos militares necesarios para formar un gran ejército, desde el reclutamiento de las tropas a su continuo entrenamiento.

A principios del siglo XVI, la infantería española estaba formada por tres tipos diferentes de soldados. Desplegados en el frente, un tercio del ejército eran soldados armados con largas picas y su cabeza protegida por un casco, con una coraza a modo de peto que les cubría el pecho. El resto de las tropas se dividían entre infantería ligera, equipados con espadas y rodelas, y grupos armados con ballestas y los cada vez más numerosos arcabuces, soldados que actuaban como merodeadores que hostigaban al enemigo combatiendo a distancia. La composición de este ejército se mostró muy efectiva en las campañas italianas, demostrando su movilidad sobre las llanuras lombardas y destrozando a la caballería francesa reforzada por mercenarios suizos.

En este cartón para tapiz sobre la Jornada de Túnez (s. XVI), el emperador Carlos I, a caballo, pasa junto a una mesa de reclutamiento. Foto: Album.

En 1495, los Reyes Católicos enviaron a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, al sur de Italia al mando de un poderoso ejército compuesto por más de 6.000 infantes y 700 jinetes. Durante la campaña, el brillante militar español iba a tener la oportunidad de mostrar su genio militar en el campo de batalla. Convencido de que la victoria en la campaña italiana iba a depender del uso masivo del arcabuz, reorganizó a sus fuerzas equipándolas con esta nueva arma, renunciando a sus ballesteros y a la vulnerable caballería pesada.

La victoria lograda en abril de 1503 por el Gran Capitán en la batalla de Ceriñola supuso una revolución en el arte de la guerra en Europa. Con una visión de futuro que sorprendería a sus contemporáneos, Gonzalo Fernández de Córdoba había convertido al infante armado con pica y arcabuz en el elemento esencial de la batalla, destrozando en apenas una hora a los orgullosos jinetes franceses, último vestigio de la caballería medieval. Sin ser tal vez consciente de la trascendencia de sus novedosas tácticas, el Gran Capitán había sentado las bases de un ejército moderno dotado de una gran movilidad y capaz de adaptarse a las circunstancias del combate. El brillante triunfo obtenido por sus tropas en la batalla de Garellano confirmó la superioridad de sus tácticas y supuso la cúspide de su carrera militar. El moderno ejército que él había creado se acabaría convirtiendo en el embrión de los tercios, el más contundente instrumento de la política exterior de los Austrias españoles.

Entrada del Gran Capitán en Nápoles en mayo de 1503 durante la Segunda Guerra Italiana. Foto: AGE.

Los reclutas

A lo largo de su historia, los tercios nutrieron sus filas con una amplia y variopinta galería de personajes. Bajo sus banderas tuvieron cabida desde segundones de las más altas familias aristocráticas a súbditos empobrecidos que veían en el servicio de las armas la única vía para escapar del hambre. Hidalgos que no tenían donde caerse muertos y que buscaban recuperar fortuna y gloria, matasietes y fugitivos de la justicia que pretendían rehabilitarse sirviendo a Su Majestad, universitarios que habían abandonado sus estudios, caballeros engreídos o humildes agricultores, todos eran carne de cañón dispuesta a alistarse.

Entre sus filas no se hacían distinciones y la crueldad y dureza de la guerra se encargaba de poner a cada uno en su sitio. Los únicos requisitos exigidos para convertirse en recluta eran no ser anciano, mutilado, ni padecer una enfermedad grave, además de ser mayor de veinte años. Aun así, en muchas ocasiones se hacía la vista gorda. Es el caso del propio Cervantes, que después de que su mano izquierda quedase tullida en la batalla de Lepanto continuó sirviendo en los tercios desplegados en Italia, combatiendo en varias campañas hasta que fue licenciado.

El reclutamiento de nuevos soldados era competencia exclusiva de los capitanes de los tercios. Cuando se necesitaban reemplazos para cubrir las bajas, el oficial adelantaba dinero para que los sargentos y cabos reclutadores cambiasen su atuendo harapiento, ropas maltratadas por el uso continuo y las circunstancias de la guerra por vistosas galas que llamasen la atención de los candidatos, atrayéndoles como cebo.

Miguel de Cervantes en la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571) enfrentamiento naval entre los Estados católicos y el Imperio Otomano. Tarjeta de coleccionista (1948, Liebig). Foto: Getty.

Acompañado por sus suboficiales y precedido por la música de pífanos y tambores, el capitán acudía a la población señalada en su conduta («conducta»), permiso expreso concedido por el rey para proceder al reclutamiento, y ordenaba que el alférez hiciese ondear la bandera de la compañía, dispuesto a alistar a todos aquellos a los que la necesidad o sus deseos de aventura les impulsasen a dar el paso para convertirse en soldados. Tras su espectacular entrada en escena, el capitán era recibido por los regidores de la villa, a los que enseñaba la orden firmada de puño y letra por el rey. Impresionados por el documento que se les mostraba, se apresuraban a instalar al capitán en la mejor casa de la localidad, al mismo tiempo que proporcionaban alojamiento a sus hombres.

Los vecinos, atraídos por la novedad que suponía la presencia de los soldados, les rodeaban admirando el lujo de sus armas y uniformes. Era en ese momento cuando el capitán ordenaba un redoble de tambores antes de anunciar ante la multitud reunida la noticia de que el rey buscaba soldados para servir en los tercios. Eran pocos los que en ese primer momento decidían alistarse. Pero el oficial, buen conocedor de la psicología humana, no tenía prisa. Cómodamente instalado y agasajado por sus anfitriones, estaba dispuesto a esperar.

Los cabos y sargentos, curtidos veteranos que se las sabían todas, se repartían entonces por las tabernas y mesones del pueblo, dejándose invitar por los vecinos. Con la lengua suelta por el vino, narraban sus experiencias y aventuras sirviendo en los tercios, mientras los jóvenes que les escuchaban se quedaban con la boca abierta y abrían mucho los ojos, deslumbrados por el relato, más o menos exagerado, de las gestas protagonizadas por aquellos hombres. Las promesas de lograr fama y hacer fortuna rápidamente convencían a los ingenuos y terminaban venciendo la resistencia de los más indecisos. El capitán contemplaba entonces cómo los nuevos reclutas hacían cola para alistarse.

Sus nombres eran anotados en una especie de formularios impresos que ya se traían preparados y que contenían las normas dadas por el rey para prestar servicio en la milicia. Junto al nombre completo del candidato se hacía constar una breve descripción del aspecto físico del nuevo soldado, incluyendo aquellos rasgos por los que pudiera ser fácilmente identificado. En esta ficha también se anotaba el dinero que se le adelantaba para comprar una pica, ropa y calzado, cantidad que nunca era excesiva para evitar su deserción inmediata. Al nuevo soldado no se le exigía juramento expreso de fidelidad al rey, ya que este se presuponía desde el mismo momento en que se alistaba. Como si de un contrato se tratase, cada recluta adquiría un compromiso personal con el monarca, vínculo que duraba hasta que era licenciado. Finalizados estos trámites, los novatos se enfrentaban a su destino sin saber muy bien qué les esperaba. Con un poco de suerte, y si la población era grande, el capitán podía marcharse del lugar con cincuenta o hasta cien reclutas, hombres que marchaban orgullosos creyéndose soldados. Muchos de ellos pronto se arrepentirían de su decisión.

Integrado en su compañía, el nuevo soldado era conocido como bisoño, término derivado de la palabra italiana bisogno («necesitar») que hacía referencia expresa a la necesidad constante de nuevos reemplazos para cubrir las bajas. Además de soportar las burlas y bromas pesadas de los veteranos, el novato tenía que aprender rápidamente las ordenanzas militares, a hacer la instrucción —requisito fundamental para conocer su puesto en la formación—, el manejo del arma asignada y responder con rapidez a las órdenes recibidas. A no ser que demostrase conocer el uso de un arcabuz, el nuevo soldado entraba a servir en la compañía como «pica seca», es decir, portando una pica como único armamento.

Uniformes de los Tercios españoles durante el siglo XVII. Serafín María de Sotto Foto: Wikimedia.

Tras las primeras campañas, y si el recluta lograba sobrevivir, el soldado se fogueaba y además ahorraba el dinero suficiente para mejorar su vestuario y armamento. Compraba entonces un yelmo llamado morrión, casco que se caracterizaba por su forma de media almendra y que era muy adecuado para protegerse de los sablazos de la caballería enemiga. Si los cuartos le llegaban, mejoraba su protección con el coselete, un peto que podía ser de cuero o de acero y que le cubría el pecho. Con el paso del tiempo, podía completar su equipo con un par de resistentes botas, una buena espada y una rodela, pequeño escudo redondo que le servía para esquivar las estocadas del enemigo. Hay que tener en cuenta que los tercios siempre se desplazaban a pie, por lo que para transportar un bagaje tan pesado los soldados contrataban los servicios de un paje de rodela, uno de los muchos chiquillos abandonados y escuálidos que seguían a los ejércitos en marcha y que se ofrecían para transportar sus armas a cambio de comida.

El arcabucero ganaba más dinero que el piquero, por la sencilla razón de que debía comprarse él mismo un arma que resultaba costosa, además de pagarse la pólvora y la munición. Muchos soldados de infantería aspiraban a convertirse en soldados de caballería, pretensión que suponía un desembolso importante ya que tenía que adquirir el caballo de su propio bolsillo, sin olvidar, además, la cara manutención del animal.

Con independencia de su puesto el soldado podía hacer carrera dentro de su compañía ascendiendo a cabo. Estos suboficiales tenían el mando sobre una escuadra que teóricamente estaba compuesta por veinticinco hombres pero que en realidad solía tener cuatro o cinco, llegando en el mejor de los casos a contar con una docena.

El francés Pierre Terrail de Bayard defendiendo el puente frente a los españoles en la batalla de Garellano (28 y 29 de diciembre de 1503). Ilustración de 1889 para Les français illustré. Foto: AGE.

Los oficiales

Los capitanes solían ser soldados veteranos curtidos en mil batallas y con amplia experiencia en combate. Cada vez que el rey convocaba plazas para nuevos oficiales, los aspirantes para ascender a capitán presentaban las hojas de servicio que acreditaban sus méritos de guerra, documentación que reunía los hechos de armas en los que había participado y cartas de recomendación de personajes de alcurnia. También se les exigía una experiencia de al menos seis años como soldado y otros tres de alférez, o en todo caso diez como soldado con un historial impecable en campaña.

Tras pedir licencia a sus superiores, el candidato se presentaba en la corte para que su solicitud fuera revisada por el Consejo de Guerra. En caso de ser finalmente ascendido, el rey firmaba en persona la patente, orden por la que se le nombraba capitán asignándole un sueldo. También se le otorgaba la conduta para formar su propia compañía. A la llamada del nuevo capitán solían acudir otros soldados veteranos que ya le conocían y que se mostraban dispuestos a servir bajo sus órdenes. Entre ellos nombraba al alférez, un sargento, cabos, pífanos y tambores.

El alférez era su hombre de mayor confianza y le acompañaba en el proceso de reclutamiento portando la bandera de la compañía. Para ascender a este rango era necesario acreditar al menos seis años de servicio como soldado, tiempo en el que debía haber dado sobradas muestras de su valía para ocupar el puesto. El sargento, al que se le exigía saber leer y escribir, también tenía que probar una antigüedad de al menos seis años. Su presencia era distinguible en la formación al portar una lanza jineta o alabarda y sus funciones eran la de instruir a los soldados, mantener la disciplina, pasar revista y velar por el buen estado de las armas y el equipo, además de ser el responsable de formar a la compañía en el combate siguiendo las órdenes dictadas por el maestre de campo a través del sargento mayor. De él dependía el cabo furriel, suboficial encargado del abastecimiento y de buscar alojamiento a la tropa en sus desplazamientos.

Espadachines y alabarderos del siglo XVI según un grabado (ca. 1532-1542) obra de Erhard Schön y Hans Guldenmund. Herzog Anton Ulrich-Museum, Brunswick (Alemania). Foto: ASC.

Tras la reforma de los ejércitos emprendida por Carlos I, el emperador elegía para ponerse al frente de cada uno de los tercios a un capitán que se hubiera distinguido especialmente durante las duras campañas en las que participaban las armas españolas. Su nombramiento se hacía a propuesta del virrey, el capitán general o el gobernador del territorio de la monarquía donde el tercio estuviera desplegado.

Estos oficiales recibían entonces la graduación de maestre de campo y asumían plenas competencias en todo lo referente a las tropas bajo su mando. Con ello se pretendía dotarlas de una gran autonomía y movilidad, convirtiéndolas en unidades independientes que podían actuar por sí solas pero que a su vez fueran capaces de integrarse en una estructura mayor si era preciso. El maestre de campo era el oficial de mayor rango y ejercía su máxima autoridad sobre los capitanes de las compañías que formaban el tercio. Para desempeñar su labor contaba con la ayuda de un sargento mayor, rango que ejercía las funciones de jefe de Estado Mayor y que hoy en día equivaldría a una graduación de teniente coronel o comandante. La misión principal de este oficial era transmitir las órdenes necesarias para hacer maniobrar las cerradas y compactas filas del tercio en el campo de batalla.

El maestre de campo era el oficial de mayor rango y ejercía su máxima autoridad sobre los capitanes de las compañías del tercio. Foto: José Ferre Clauzel.

Cuando las campañas causaban un elevado número de bajas en las compañías veteranas, el maestre de campo general, comandante en jefe del ejército, ordenaba disolver las de más reciente formación para que sus soldados suplieran los efectivos de las unidades más castigadas. Sus capitanes, llamados reformados por los cambios que se habían realizado en su unidad, quedaban entonces sin empleo y a disposición de su superior a la espera de un nuevo destino. En ocasiones, podían optar por entrar a servir en otra compañía bajo el mando de un oficial amigo o conocido suyo, conservando todos los privilegios de su rango pero sin ejercer como tal. En estos casos, sus méritos de guerra y sus hazañas podían llamar la atención del maestre de campo, que podía entregarles el mando de una compañía que se hubiera quedado sin oficial.

Cuando no tenía oportunidad de destacar, el capitán reformado tenía que conformarse con tareas rutinarias, como ocuparse de las fortificaciones o de la instrucción de fuerzas acantonadas. A veces, el maestre de campo general podía encomendarle misiones más arriesgadas, enviándole como espía tras las líneas enemigas o actuando de enlace atravesando territorio hostil con mensajes importantes.

Procedencia y modo de vida

Los tercios de Milán, Nápoles y Sicilia eran conocidos como Tercios Viejos por ser los de formación más antigua. También existía el denominado Tercio de Málaga, unidad que combatió en Túnez para posteriormente ser acuartelada en Niza. Pero al contrario de lo que ocurrió con los tres primeros, este último nunca tuvo un carácter permanente, por lo que nunca fue considerado como uno de ellos.

Además de los Tercios Viejos, a lo largo de los diferentes reinados de los Austrias se crearon un gran número de unidades, cada una con un nombre distinto. Los tercios solían tomar el topónimo de su lugar de procedencia para bautizarse con él. Es el caso de los Tercios de Saboya, Piamonte, Lisboa, Flandes o Cerdeña. Los que estaban compuestos por contingentes extranjeros eran llamados por el patronímico de su nación de origen, existiendo un Tercio de infantería Valona o un Tercio Napolitano. Sin embargo, las unidades formadas por soldados alemanes solían ser conocidas como regimientos y a las italianas se les llamaba coronelías.

Con el paso del tiempo, los tercios también empezaron a ser llamados por el nombre del maestre de campo que los dirigía. Cuando el duque de Alba llegó a Flandes su ejército estaba compuesto por los tercios de Nápoles, Sicilia, Lombardía y Cerdeña, al mando respectivamente de los maestres de campo Alonso de Ulloa, Julián Romero, Sancho de Londoño y Gonzalo de Bracamonte, oficiales experimentados y competentes que habían perfeccionado las tácticas que convertirían a sus unidades en prácticamente invencibles sobre el campo de batalla.

Arrivée du Duc d’Albe à Rotterdam (Llegada del Duque de Alba Rotterdam) por Eugène Isabey (1844). Foto: Alamy.

Al margen de los nombres oficiales de cada uno de los tercios, los soldados solían poner un apodo a sus unidades que hacía referencia a una característica concreta que los diferenciaba de los demás. Así, hubo un tercio que se hizo famoso por las llamativas y lujosas prendas que lucían sus oficiales y soldados y al que se puso el sobrenombre de los Almidonados. También está documentada la existencia de los Tercios de los Sacristanes, los Zambapalos o los Cañutos. A veces, estos nombres se imponían con ánimo de agraviar, ofensas que en ocasiones encendían la rivalidad entre unos y otros hasta el punto de degenerar en pendencias y provocar duelos o motines tumultuosos que se saldaban con varias víctimas acuchilladas.

Cuando el tercio estaba de guarnición en una plaza fuerte era habitual que los soldados formasen pequeños grupos por razones de amistad o parentesco y que juntos compartieran los gastos de una casa alquilada. Este régimen de camaradería contribuía a aumentar los lazos de unión entre los soldados, confianza mutua que podía ser de mucha utilidad en el campo de batalla. El contacto diario y cercano entre los hombres que iban a combatir codo con codo aumentaba la compenetración y la fraternidad entre ellos. Este régimen de alojamiento no solo era habitual entre soldados y suboficiales, extendiéndose también al maestre de campo y a los oficiales superiores del ejército.

Los cuarteles, tal y como los entendemos hoy en día, no existían. Tan solo las unidades de caballería necesitaban unas construcciones más o menos estables para poder cuidar a los animales durante largos periodos de tiempo. En algunas ciudades llegaron a construirse precarios barracones para albergar a las tropas, construcciones que en la mayoría de los casos no reunían las condiciones higiénicas necesarias para albergar a tantos hombres y que acababan convirtiéndose en focos de enfermedades y epidemias que causaban casi tantas bajas como los combates.

En los campamentos los oficiales disponían de tiendas de campaña, un lujo que los protegía de las inclemencias meteorológicas mientras eran atendidos por pajes. Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.

Cuando los tercios se encontraban en campo abierto, a la espera del momento de la batalla, se levantaban grandes campamentos, más o menos ordenados, en los que los soldados se las arreglaban como podían. Los oficiales disponían de tiendas de campaña, un lujo que los protegía de las inclemencias meteorológicas mientras eran atendidos por pajes. El resto de la tropa echaba mano de los llamados paños de tienda, lonas deshilachadas que tenían en sus bordes botones o lazos para unirse unas con otras formando un refugio bajo el que se guarecían varios soldados. Acurrucados dentro de sus capas, con la cabeza apoyada en los petates, estaban acostumbrados a dormir sobre el duro y frío suelo.

En medio de unas condiciones de salubridad que dejaban mucho que desear, los campamentos disponían de letrinas, apenas unos agujeros o zanjas apartados de las tiendas para alejar el hedor. En ocasiones, la pereza o la necesidad hacían que el soldado hiciera sus necesidades en cualquier lugar. Para ello, se agachaba y se cubría con su capa levantando un retrete provisional. Para facilitar la labor, algunos calzones llevaban una abertura inferior a modo de bragueta un tanto desvergonzada. Imágenes como estas componían la estampa del durísimo modo de vida que llevaba un soldado de los tercios.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-03-27 04:57:42
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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