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¿Existen en la obra de Sorolla signos de los tiempos modernos?

¿Existen en la obra de Sorolla signos de los tiempos modernos?

Joaquín Sorolla Bastida. 1906. Biarritz». Así está firmado un óleo en el que una mujer aparece sentada en la arena de una playa. Sorprende la intensa luminosidad de los elegantes vestido y sombrero blancos que lleva. El contraste con el ocre de la arena y el fondo del mar resalta todavía más la luz que desprende la figura. Sopla un viento que encrespa ligeramente las olas y mueve con sutilidad las telas del vestido. La pincelada suelta pero segura, los brillantes toques de color, su rica paleta, todo revela a un pintor extraordinario. En 1906, Sorolla ya es un artista consolidado y exitoso. En ese año realiza su primera exposición individual en París.

Instantánea (1906). Sorolla retrata a su mujer Clotilde (o a su hija María) con una pequeña cámara fotográfica en las manos. Foto: ASC.

Este cuadro podría ser una escena más de playa de las muchas que pintó a lo largo de su carrera y que han cimentado su fama. Es la playa de Miramar, en Biarritz, donde veraneó en distintas ocasiones con su familia. Probablemente la mujer del cuadro sea su querida esposa Clotilde o su hija María, a las que pintó en tantísimas ocasiones. Pero este cuadro, conocido como Instantánea, tiene algo que lo hace especial en la producción del pintor. La mujer se encuentra concentrada en el manejo de una pequeña cámara fotográfica. Tal vez sea una Kodak Folding Pocket Nº 0, una cámara de bolsillo, la más reducida que hasta el momento existía, puesta a la venta en 1902.

Nadadores, Jávea

Luis Alberto Pérez Velarde

Tensión por los avances

Quedaban ya lejos los primeros experimentos fotográficos en las décadas de los 20 y 30 del siglo XIX. Sin embargo, en la época de Sorolla la fotografía todavía era un lujo y no se había representado en muchas pinturas de entidad. Sabemos que nuestro pintor experimentó con encuadres tomados de esta revolucionaria técnica y utilizó fotos para sus cuadros, para documentarse, por ejemplo, sobre los vestidos regionales o sobre determinados paisajes y ubicaciones. La presencia en sus pinturas de la fotografía en sí fue más reducida, aunque no estuvo ausente. Retrató a los fotógrafos profesionales Christian Franzen (1903) y Antonio García Peris (1908) trabajando en sus respectivos estudios. En Instantánea, Sorolla fue un paso más allá y representó a una aficionada manejando una cámara.

La fotografía fue uno de los numerosos inventos que hicieron que las personas del siglo XIX pensaran que se encontraban viviendo una época inédita en la historia, en la que se acumulaban unos prodigiosos avances técnicos que estaban transformando el mundo. Se repitió aquí y allá, en medios cultos y populares, por escritores famosos y por periodistas anónimos, que la humanidad se encontraba instalada en una vorágine de sorprendentes inventos, ampliando sus horizontes hasta extremos antes ni siquiera soñados. A un lector actual le puede sorprender, pero la sensación de vivir en un mundo en permanente cambio por los nuevos descubrimientos técnicos y los incesantes avances científicos no es nueva.

También le puede llamar la atención que, en paralelo a la fascinación y las promesas que inspiraron estos adelantos, surgiese cierto desconcierto, escepticismo o franca oposición a ellos. La percepción de un mundo lanzado a la carrera y el sentimiento de vértigo ante ello tienen, como poco, algo más de siglo y medio. El arte pronto se hizo eco de esta tensión entre lo antiguo y lo moderno. El pintor romántico inglés Joseph Mallord William Turner expuso en 1844 su cuadro Lluvia, vapor y velocidad, en el que un ferrocarril atravesaba a toda velocidad (vertiginosa para la época, claro) el puente de Maidenhead, obra reciente del prestigioso ingeniero Isambard Kingdom Brunel. El vapor expelido por la locomotora se funde con las ráfagas de lluvia. Londres se intuye al fondo, y a la izquierda destaca un antiguo puente de piedra y la quietud de una barca sobre el río Támesis.

Lluvia, vapor y velocidad (1844), J. M. W. Turner. National Gallery, Londres. Foto: ASC.

Pocos años antes, en 1838, Turner había pintado otra de sus obras más conocidas: El Temerario remolcado a su último atraque para el desguace. En ella, uno de los navíos de vela más antiguos y emblemáticos de la Marina Real Británica, el HMS Temeraire, que había entrado en combate en la batalla de Trafalgar a las órdenes del legendario Nelson, era llevado a puerto por un moderno barco de vapor para ser desmantelado. Pocas veces se ha pintado un crepúsculo más melancólico. La atención que suscita en la sociedad esta galopante modernidad queda reflejada en numerosas novelas de la época, como Un yanqui en la Corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain, o las de Julio Verne; en España, por ejemplo, Doña Perfecta (1876), de Galdós, o La aldea perdida (1903), de Palacio Valdés. No obstante, no todos los artistas del siglo XIX y principios del XX se interesaron de igual modo por reflejar los cambios.

Los tiempos modernos y sus «apóstoles»

Sorolla vivió en un momento en que los iconos de la nueva era irrumpieron con fuerza en la pintura. Ahora ya no era tan raro encontrar en los cuadros las nuevas comunicaciones, trenes y estaciones, vapores y puentes metálicos, fábricas, luces eléctricas o el nuevo movimiento de las ciudades. Se constata, por ejemplo, en algunos impresionistas franceses, que Sorolla conocía bien, o también en España en pintores contemporáneos como Darío de Regoyos (1857-1913), que, igualmente con importantes contactos extranjeros e interesado por el paisaje, convirtió al ferrocarril en protagonista de muchos de sus cuadros más destacados. No es el caso de Sorolla.

La Concha, nocturno (1906), Darío de Regoyos. Foto: ASC.

El tren fue seguramente el principal emblema de la revolución tecnológica que se dijo vivir en el siglo XIX. Se reiteró hasta la saciedad que su inédita velocidad, precio y comodidad cambiarían las comunicaciones de manera radical. Un nuevo mundo surgiría del excepcional volumen y rapidez de intercambios que posibilitaba. Si bien esta fascinación por el ferrocarril atrajo a muchos pintores nacidos en el siglo XIX, no a Sorolla. Su aparición en su pintura es marginal, aunque importantes cuadros suyos, pintados en su juventud y de temática social como Otra Margarita (1892), nos trasladan al interior de vagones de tren. Pero en estos casos el ferrocarril es simplemente un escenario, el teatro escogido para representar una serie de dramas humanos, teñidos de denuncia social

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Por otro lado, entre los ricos fondos del Museo Sorolla de Madrid se conservan notas de color y dibujos que en varios momentos de su vida realizó de estaciones, trenes y vagones, estudiando a los pasajeros y el ajetreo de los andenes. Uno de los más interesantes tal vez sea un dibujo de una locomotora con una gran nube de vapor saliendo de la chimenea, que Sorolla incluyó en una carta (hacia 1891) en la que relataba una etapa de su viaje por Alemania.

Dibujo de una locomotora en una carta de Sorolla escrita hacia 1891, conservada en el Museo Sorolla de Madrid. Foto: Museo Sorolla.

El conservador del Museo Sorolla, Luis Alberto Pérez Velarde, ha recopilado con exhaustividad todas las obras públicas y de ingeniería pintadas o dibujadas por el valenciano. Es un número bastante considerable, pero la mayoría no representan los aspectos más modernos de los puertos, las carreteras o los puentes de la época. Retrató, sin embargo, a algunos de los «apóstoles», de los personajes que mejor encarnaron la modernidad y los avances de la ciencia y la tecnología españolas. Por ejemplo a José Echegaray (el más famoso de sus retratos es de 1905). Más célebre en la actualidad por haber obtenido el Premio Nobel de Literatura, Echegaray fue un prestigioso ingeniero de caminos que realizó importantes aportaciones a las matemáticas y fue director general de Obras Públicas y ministro de Fomento, cargo desde el que impulsó la expansión del ferrocarril por la península.

Es igualmente famoso su retrato de otro Premio Nobel de la época, de Medicina en este caso: Santiago Ramón y Cajal. Considerado uno de los científicos españoles más notables, fue retratado por Sorolla sobre un fondo donde destaca un dibujo de la corteza del cerebelo hecho por el propio Cajal y que ilustra sus revolucionarias teorías sobre el sistema nervioso. Sorolla también retrató al neurólogo Luis Simarro (1907), maestro de Cajal, tomando apuntes del microscopio y, en otra ocasión, en el óleo Una investigación (1897), con el que nos trasladamos al laboratorio del profesor y podemos observarlo realizando una serie de experimentos junto a sus discípulos.

Retrato de Santiago Ramón y Cajal (1906). En el fondo, Sorolla incluye uno de los dibujos histológicos del científico. Foto: ASC.

Podríamos detenernos en otros retratos, pero me parece especialmente interesante el que hizo de Leonardo Torres Quevedo (1917), un prolífico, sorprendente y exitoso inventor español. Sorolla lo representa junto a algunas de sus invenciones, como un dirigible y un husillo sin fin de sus máquinas algebraicas.

Por tanto, Sorolla realizó una serie de retratos de grandes personalidades que contribuyeron decisivamente a la modernización de la ciencia y la tecnología españolas. A través de ellos, las nuevas máquinas, los experimentos, la observación científica o el laboratorio reivindicaban su actualidad de la mano de sus más prestigiosos actores. No obstante, los intereses pictóricos y artísticos de Sorolla no siempre se centraron en las construcciones, los inventos y las dinámicas sociales y económicas que generaban los tiempos modernos.

De este modo, en su monumental Visión de España para la Hispanic Society, a pesar de representar regiones notablemente industrializadas como el País Vasco o Cataluña, Sorolla se decantó por mostrar escenas y actividades tradicionales. En Ayamonte. La pesca del atún (1919) se puede ver un barco de vapor en el fondo, pero es meramente decorativo, para contextualizar al verdadero protagonista del cuadro que es el desembarco en el muelle de los atunes capturados. En Andalucía. El encierro (1914), las reses conducidas por los garrochistas atraviesan unos raíles de tren entre chumberas, reflejando un contraste entre lo viejo y lo moderno que no era extraño en la pintura de la época.

Aragón. La jota (1914), uno de los paneles ejecutados para la Hispanic Society of America. Foto: ASC.

Las metrópolis

A pesar de que Sorolla atendiese más a otros temas, obtuvo resultados óptimos en las obras en las que representó aspectos característicos de la vida moderna. De hecho, algunas de estas obras son de gran interés y destacan entre las de sus contemporáneos, incluso entre los artistas más preocupados por tales asuntos. Durante su primera estancia en París, por ejemplo, pintó una pequeña pero deliciosa nota de color de un boulevard nocturno. Reflejó sus abundantes luces artificiales y la animación de sus aceras y calles. Poco después, otro gran pintor español contemporáneo suyo, el catalán Santiago Rusiñol (1861- 1931), también se quedó sorprendido del movimiento inusitado de París, de su incesante trajín de gentes y coches.

El continuo ajetreo, una actividad efervescente y nuevos medios de transporte más rápidos y ruidosos eran rasgos de una gran ciudad para alguien que viviese a caballo del 1900. Sorolla lo volvió a mostrar en un singular conjunto de gouaches que hizo durante su segunda estancia en Nueva York, en 1911. Aprovechó la altura del lujoso Hotel Savoy donde se hospedaba, en Manhattan, para captar el frenesí y la animación de las calles de la urbe. Con pinceladas eléctricas y vivaces, adoptando una perspectiva vertical en sí misma muy innovadora y que recuerda a encuadres fotográficos, Sorolla refleja en una docena de vistas la actividad de la ciudad moderna. Intersecciones de amplias avenidas, multitud de automóviles, tranvías, las luces nocturnas, el bullicio de una gran ciudad, incluso la disputa de un maratón, quedan atrapados en estas pequeñas vistas, de las que algunas fueron hechas sobre cartones de las camisas entregadas por la lavandería. El contraste con las pinturas de su Visión de España no puede ser más llamativo.

Vista de Nueva York (1911), nota de color pintada desde una ventana del Hotel Savoy. Foto: ASC.

Una de estas vistas muestra, al anochecer, el tejado de la mansión Vanderbilt en la 5ª Avenida, Casa de Vanderbilt, Nueva York (1911). En las fotografías de la Gran Manzana conservadas en el Museo Sorolla y atribuidas al pintor abundan las realizadas desde grandes alturas, desde los cada vez más imponentes rascacielos, y también de estas mismas estructuras de hormigón y acero. Esta fascinación contrasta con la mirada crítica que unos veinte años después inmortalizó Federico García Lorca en Poeta en Nueva York (1940, aunque escrito entre 1929 y 1930). Y es que el deslumbramiento y el rechazo son dos actitudes que siempre han acompañado a los tiempos modernos.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-07-27 08:00:20
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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