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Explorando los significados de los dibujos de Goya

Explorando los significados de los dibujos de Goya

Si tuviera que resumir la relación que Goya tuvo con el dibujo a lo largo de su muy fecunda carrera, lo haría a través, precisamente, de dos de ellos: Mucho sabes, y aún aprendes, que incluyó en el Cuaderno E o de bordes negros; y Aún aprendo, que forma parte del Cuaderno G, uno de los dos que hizo durante su estancia en Burdeos. Y lo haría no tanto porque en ambos representara la recalcitrante voluntad de dos ancianos que, aun en el más que previsible final de sus días, se afanan en continuar aprendiendo o andando —lo mismo da— más allá de todo pronóstico, sino por lo que implicaría abordar el siguiente paso como si aún hubiera tiempo y ganas —y fuerzas— para explorar territorios ignotos. Así podría explicar la ingente cantidad de dibujos que hizo y las muy variadas técnicas que empleó en su ejecución, desde los ineludibles lápices negro y rojo o la pluma de sus inicios al lápiz graso que emplearía por primera vez poco antes de trasladarse a Burdeos para indagar en la nueva técnica de la litografía.

Mucho sabes, y aún aprendes (1806- 1812), Cuaderno E o de bordes negros. Foto: Album.

Tras su muerte en 1828 esos dibujos pasaron a manos de su hijo Javier, quien probablemente especulaba ya con la posibilidad de venderlos al mejor o más avispado postor, si bien eso solo sucedería en tiempos de su nieto Mariano, lo que provocó una dispersión que hoy explica que, aunque la mayoría se conserve en el Museo Nacional del Prado, otros se repartan en colecciones de Europa y América y aún queden algunos en paradero desconocido que, quizá, aparecerán algún día en el mercado. 

Por lo general, fueron realizados al margen de un encargo supeditado a los deseos del comitente de turno, pero a veces lo fueron en estrecha relación con la dedicación de Goya a las técnicas del grabado, que no solo le procuraban cierto sustento económico, sino que también, sobre todo en los impredecibles inicios de su carrera, podían contribuir a darle a conocer entre potenciales clientes. A esta última finalidad responden los que, en dos series distintas —una publicada en estampas en 1778 y otra posterior no publicada—, copian algunas pinturas de Velázquez que se conservaban entonces en el Palacio Real de Madrid. La ejecución de esas copias otorgó a Goya un conocimiento minucioso de la obra de un pintor que, junto con Rembrandt y la naturaleza, a decir de su hijo Javier, habían sido sus maestros primordiales. A ellos habría que sumar los dibujos que realizó como preparación para las muy conocidas series de los Caprichos, los Desastres de la guerra, la Tauromaquia o los Disparates.

Las Meninas, según Goya (hacia 1778). Colección particular. Foto: ASC.

Pero, como decía, la gran mayoría fue realizada con independencia de los encargos o sin una finalidad precisa más allá de su propia autonomía como tales dibujos, en tanto que no estaban destinados a un uso distinto posterior. Se sabe, de hecho, que el pintor tuvo varios y específicos cuadernos de dibujos. En el llamado Cuaderno italiano (hacia 1771-1788) recopiló vivencias, apuntes y copias de pinturas y esculturas vistas durante su estancia en Italia entre 1769 y 1771, aunque también hay en él estudios previos para pinturas propias, recetas, cuentas o fechas relevantes relacionadas con su familia o sus amigos. Por su parte, al Cuaderno A se lo llama también de Sanlúcar porque se pensaba que había sido realizado durante su estancia en la localidad entre primavera de 1796 y marzo de 1797, aunque quizá sea anterior, puesto que algunos dibujos tienen concomitancias con el Retrato de la duquesa de Alba de blanco, fechado en 1795 (Fundación Casa de Alba).

El eterno moralista

Sus nueve hojas contienen finos dibujos por las dos caras en los que, en ocasiones, una misma tinta fue empleada más o menos disuelta en agua para conseguir más o menos realce en figuras que, dadas las dimensiones de las hojas, son de pequeño tamaño. En su mayoría se trata de mujeres ensimismadas en tareas cotidianas, aunque también son protagonistas de escenas alegóricas en burdeles o están desnudas en la cama, y no solo habría que interpretarlas como una reflexión de Goya sobre el género del desnudo, sino también como testimonios de unas costumbres nada sorprendentes del pintor ya fuera en Sanlúcar o Madrid. 

Dos jóvenes desnudas en el lecho (1794-1795), Cuaderno A o de Sanlúcar. Museum of Fine Arts, Boston. Foto: Museum of Fine Arts.

De hecho, el Cuaderno B o de Madrid (1795-97) ciertamente continúa el llamado de Sanlúcar con sus majas y sus prostitutas o con sus escenas de taberna, si bien cabe reconocer un recrudecimiento de los asuntos representados que habría que relacionar con la preparación de las ochenta estampas de los Caprichos y la, como decía en el anuncio de su venta el 6 de febrero de 1799, «censura de los errores y vicios humanos», e incluso también con los llamados Sueños. En ellos se representan escenas o situaciones veladas por la imaginación del artista que permitían abordar de una manera indirecta la crítica a las costumbres licenciosas y la indecencia, a la aristocracia y el clero o a la mala praxis médica, el alcoholismo o la lujuria.

Los 126 dibujos conocidos del Cuaderno C (1808-15), en cambio, están relacionados con la Guerra de la Independencia y el retorno de Fernando VII o, dicho de otro modo, con las terribles consecuencias políticas, pero sobre todo económicas y por tanto sociales, de la conflagración. El Cuaderno D o de viejas y brujas (1819-23) retoma su obsesión, desde tiempos de los Caprichos, por esas mujeres como encarnación de los males y los vicios que arraigan en la superstición como extremo opuesto de la virtud y la razón que deberían, según el moralista que siempre fue Goya, regir toda vida humana. 

Por su parte, el Cuaderno E o de bordes negros (1816-20) está constituido por 54 dibujos en los que el protagonismo de figuras monumentales es disputado por los espacios en blanco, cuya presencia es acentuada todavía más por el límite que marcan los gruesos bordes negros que dan nombre al cuaderno, lo que le otorga un cierto carácter de conjunto definitivo que no está presente en ninguno de los otros. El desamparo de figuras como la de Mal tiempo pasas las emparenta con la miseria, la violencia y la tragedia que protagonizan el Cuaderno F (1812-20), en el que mendigos y escenas de la vida cotidiana como los teatros de títeres o los mercados conviven con personajes reales pero no contemporáneos como el infame alguacil Lampiños, que pagó en sus propias carnes —y de qué espantosa manera— los desmanes que él había provocado antes abusando de la autoridad que le daba su oficio.

En Zaragoza a mediados del siglo pasado, metieron a un alguacil… (1812-1820), Cuaderno F. Colección particular. Foto: ASC.

Reelaboración de la memoria

Finalmente, el Cuaderno G y el Cuaderno H (1824-28), también llamados de Burdeos por haber sido realizados después del traslado definitivo de Goya a la ciudad en 1824, quizá se relacionan con la producción nunca realizada de una versión actualizada de los Caprichos; no en vano predominan en ellos escenas callejeras como Diligencias nuevas o sillas de espaldas, A la comedia o Feria en Bordeaux, pero también hay varias consagradas a las aterradoras consecuencias de la insania, como la pavorosa El lego de los patines.

El lego de los patines (1825-1828), Cuaderno H o de Burdeos. Museo Nacional del Prado, Madrid. Foto: ASC.

Goya empleó en sus dibujos distintas técnicas y, en efecto, el observador atento puede discriminar variaciones en ellas en función del material y su transformación, pero también de las intenciones del artista y su implicación con el asunto representado. Dicho de otro modo, en los dibujos de Goya se produce una perfecta conjunción entre técnica, procedimiento y asunto representado que, habitualmente, es fruto de la superposición de la fantasía o imaginación de Goya y la realidad vista o vivida, pero no tanto como experiencia directa —incluso a pesar de que él mismo asegura haber sido testigo de los hechos: Yo lo vi—, sino como reelaboración del recuerdo o de su memoria. Quizá aquí radique parte de la naturaleza ambigua de los dibujos, a la que se añade, en su caso, una circunstancia nada banal: la necesidad de que quien los observa se constituya en un elemento esencial en la construcción del significado, no solo por el carácter de muchos de los dibujos, sino porque buena parte de ellos, como después algunos grabados, van acompañados por inscripciones muy poco explicativas de su contenido.

Por una parte, estas circunstancias han contribuido a interpretar su obra, y en particular la producción gráfica, como una suerte de autobiografía en la que se traslucen sus problemas económicos y familiares, su cambiante filiación política o sus enfermedades, sobre todo estas últimas, desde la sordera definitiva de 1792 a las supuestas fiebres tifoideas de las que dejó constancia estremecedora en su autorretrato con el doctor Arrieta (Minneapolis Institute of Art), esas que lo inclinarían con más ahínco al estrecho e íntimo espacio del papel. 

Goya a su médico Arrieta (1820). Minneapolis Institute of Arts, Mineápolis. Foto: ASC.

Por otra, han logrado que cada observador se haya fijado en lo que le interesaba o en lo que dictaban la moda o las urgencias coyunturales, lo que ha convertido la obra de Goya en terreno abonado para la sobreinterpretación. Ciertamente, hemos pasado de relacionar su producción con el tópico de majas y majos, toreros, fiestas populares, brujas y desastres bélicos a vincularla con la denuncia de la prostitución en particular o de la violencia contra la mujer en general, con el poder irracional de las masas y su protagonismo como sujeto de la historia o, más modesta pero no menos trágicamente, quizá, con la vejez, como sucedió en la estupenda exposición consagrada a sus dibujos en el Museo del Prado en 2019. 

Tengo para mí que, dada esta situación, uno de los problemas que habrán de afrontar los especialistas en los próximos años consistirá en matizar la imagen de un Goya estrechamente relacionado con los aspectos más progresistas de la cultura de su tiempo, imagen que lo ha alejado de lo que casi siempre fue: un artista oficial cuyos modos de producción eran perfectamente congruentes con los propios de su momento, como no podía ser de otro modo en el Ancien Régime. Desde este punto de vista, no estará de más volver a leer las 147 cartas que intercambió con su amigo de infancia Martín Zapater desde que abandonara Zaragoza en enero de 1775 hasta la muerte del segundo en enero de 1803, y que, a veces aderezadas con estupendos dibujos, presentan un Goya difícilmente compatible con la lectura reflexiva de las obras de Diderot, D’Alembert o Voltaire. Tampoco sobrará contrastar su empatía con los humillados y ofendidos con la adulación que brindó a las clases privilegiadas con sus retratos o su cortesanía, por ejemplo; o volver a pensar en que, en lugar de exiliarse como hicieron algunos de sus más íntimos allegados tras el retorno del rey felón, no tuviera reparo en firmar su adhesión —interesada o no, poco importa— al restaurado y muy absolutista régimen.

A la postre, quizá sea en estas aparentes contradicciones donde radique la siempre actualizada energía de Goya: denuncia hay en sus dibujos, sí, pero también regodeo; empatía también, pero al lado de una saña o una brutalidad que no es solo virtud, por decir así, del asunto representado, sino también de cómo Goya lo representó. ¿Qué papel, habría que pensar ahora, desempeña la autocensura en su producción? ¿Cómo era de pequeño, o de amplio, el trecho que separaba, en su caso, lo privado de lo público? ¿Qué lo llevó de la ironía iluminada y esperanzada de los Caprichos a la sátira impenitente o a lo ridículo o grotesco sin posibilidad de redención que protagoniza sus dos últimas décadas de producción? ¿Qué quedó de ese sufrimiento y ese pesimismo del optimista contumaz que fue, que afrontaba el desastre exterior con una voluntad férrea y una esperanza rayana en la candidez? 

Francisco de Goya dibujando. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.

Eso es lo que me gustaría pensar que hay en todos los dibujos de Goya: un rayo de luz entre tanta oscuridad, el destello refulgente de un trapo blanco en un muladar lleno de inmundicia y degradación. Es por ello por lo que, frente a la imagen que proyecta Laurent Matheron en su biografía del pintor (1858), cuando ya le era imposible salir sin la ayuda de su joven amigo Brugada y se apoyaba en su brazo porque las piernas no lo sostenían mientras gritaba: «¡Qué humillación! ¡A los ochenta años me pasean como a un niño; es necesario que aprenda a andar!», prefiero quedarme con esa otra de su llegada a Burdeos que describe Leandro Fernández de Moratín en carta del 27 de junio de 1824 al común amigo Juan Antonio Melón: «Llegó en efecto Goya, sordo, viejo, torpe y débil, y sin saber una palabra de francés, y sin traer criado (que nadie más que él lo necesita), y tan contento y deseoso de ver mundo». Las cursivas son mías. Goya tenía, entonces, 78 años. Aún le quedaban otros cuatro para seguir aprendiendo a andar.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-08-06 04:32:48
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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