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Juan Sebastián Elcano, el marinero de Guetaria que completó la primera vuelta al mundo

Juan Sebastián Elcano, el marinero de Guetaria que completó la primera vuelta al mundo

El 10 de agosto de 1519, doscientos treinta y nueve valientes contemplan, la mayoría por última vez en sus vidas, la majestuosa Torre del Oro bajo un sol de justicia. No hay ciudad más resplandeciente que Sevilla, y ese 10 de agosto el reflejo de la Torre del Oro se multiplica, bajo mil reverberaciones áureas, en las aguas del Guadalquivir.

Mapa con la ruta de la primera circunnavegación de la Tierra completada por Juan Sebastián Elcano

Tres siglos antes, en un ya lejano febrero de 1221, se había colocado la última piedra de la torre. Las obras habían sido supervisadas por el gobernador almohade de Sevilla, Abul-Ola al-Mamun. El mismo que, como los doscientos valientes que ahora parten, se dejó llevar también por las aguas del Guadalquivir hasta el mar y, desde allí, hasta la costa africana. En África le esperaban las tropas rebeldes comandadas por su hermano, que se había levantado en armas contra él y que, a la postre, no pudo vencer, volviendo derrotado a su refugio andalusí de Sevilla.

Spal tartesia, Híspalis romana, Spalis goda, Ishbiliya árabe… Sevilla al fin. La milenaria ciudad había visto partir a innumerables generaciones de valientes hacia la aventura, desde tiempos antiquísimos. Como entonces, la atracción de la aventura vibra con ímpetu en el corazón de estos cientos de marineros españoles que saludan por la borda a las decenas de personas que les despiden desde la orilla opuesta del Guadalquivir, a los pies de la Torre del Oro.

Algunos privilegiados, los menos, rememoran el pasado mítico de la ciudad que les ve partir y sueñan con volver cual héroes, ciñendo no ya una corona de laurel, sino la gloria de la inmortalidad, cual Hércules, el fundador de Sevilla. Fernando de Magallanes, el capitán de la expedición, experimentado navegante y excelso ilustrado portugués es uno de ellos.

La despedida de Sevilla

Otros, menos instruidos, se contentan con contemplar las maravillas de Sevilla desde su privilegiada atalaya a bordo de una de las cinco naves que se deslizan, mecidas por el viento, corriente abajo: la San Antonio, la Concepción, la Victoria, la Santiago y la Trinidad.

Desde la Trinidad, alzando la vista hacia popa, Ginés admira el monumental castillo de San Jorge, sede de la Inquisición. A su vera se comba, bajo el vaivén de las pequeñas olas del Guadalquivir, el conocido como Puente de Barcas. Trece barcas amarradas y unidas con cadenas sobre las que se han instalado robustos tablones de madera. El único puente de la ciudad, la única conexión a pie entre una y otra orilla del Guadalquivir. Él mismo lo ha cruzado en innumerables ocasiones desde que arribó a la ciudad, tres años atrás.

A babor, a poca distancia de la Torre del Oro y unida a esta por una muralla, se alza la Torre de los Azacanes o de la Plata. Tras ella se yergue desafiante la monumental catedral gótica de Santa María de la Sede, finalizada apenas trece años antes, tras más de setenta años de obras. Destaca sobremanera la Giralda, un antiguo alminar almohade reconvertido en campanario tras la reconquista de Sevilla.

Óleo de Alonso Sánchez Coello de finales del siglo XVI que muestra una vista de Sevilla, centro del comercio con el Nuevo Mundo hasta el siglo XVIII. Foto: Album.

Cuando Ginés mira a estribor, tratando de grabar en su mente todos los rincones de Sevilla, solo encuentra ante sí el Muelle de las Mulas, donde aún aguardan su turno para izar velas las naves Victoria y Santiago, así como numerosas embarcaciones de río a medio reparar. Después, algunos regadíos y, aún más allá, un moteado tapiz verde formado por las copas de sauces, olmos y chopos, el bosque de ribera que rodea ese cauce del Guadalquivir.

A bordo de la nao Concepción, en cambio, un marinero rudo y de pocas palabras, Juan Sebastián Elcano, no está para veleidades y observa con desconfianza al piloto, el portugués Joao Lopes Carvalho. El de Guetaria desconfía de los portugueses. Al fin y al cabo, el rey luso Manuel I es el competidor natural de su majestad el rey Carlos I y no existe peor enemigo para un marino español que toparse con un barco portugués en alta mar. La supremacía marítima lusa es incontestable y de ahí, el fin de la expedición: encontrar un paso a Asia desde el continente descubierto por Cristóbal Colón treinta años antes, burlando así el control portugués de las vías marítimas que, bordeando África, conectan Europa con Asia.

Elcano es un lobo de mar que ha participado en la expedición militar contra Argel y en la campaña de Italia. Un hombre de armas, valiente, que ha servido al rey con honor y que, tras diez años de servicio, ve como su suerte pende de un hilo. Acuciado por las deudas, se ve obligado a entregar su nave a unos comerciantes italianos. Pero Elcano sabe que la justicia podría reclamarle el haber vendido su embarcación de guerra a extranjeros en tiempos de guerra. No tiene más alternativa que sumarse a la expedición del tal Magallanes, el portugués que comanda la temeraria expedición de la que todo el mundo habla en las calles y callejuelas de media Andalucía.

Juan Sebastián: enérgico, corpulento y robusto, de barba frondosa y mirada penetrante, tiene en cambio ese aire melancólico que acompaña a algunos hombres procedentes del norte de España, nada habituados al estío andalusí. Todos ellos tienen en común una insaciable sed de aventuras y gloria que es muy superior a la nostalgia que sienten por su tierra y por los suyos.

Juan Sebastián Elcano lograría completar la primera circunnavegación de la Tierra. Foto: Getty.

Lopes, Magallanes y los demás portugueses que integran la expedición son, en cambio, dignos representantes de lo que se espera que sea un navegante luso: rigurosos, precisos, fríos expertos en las artes de la navegación. De ahí que los lusos ocupen altos rangos en el escalafón de la expedición. A pesar de ello, los españoles y portugueses embarcados comparten algo más que su inabarcable afán de gloria: una irremediable desconfianza mutua.

Pero avancemos unos pocos días, al 20 de septiembre de 1520: la expedición de Magallanes, tras dejar atrás Coria del Río y atracar varias semanas en Sanlúcar de Barrameda, navega ya insoslayable hacia América del Sur, en busca del paso marítimo que, de tener éxito, inmortalizará para siempre sus nombres en la historia de la humanidad y cambiará la historia de Europa y de Asia, al conectar el mundo como nunca antes.

En mitad del océano

El 26 de septiembre arriban a las Canarias, llenan las naos con los últimos acopios y sueltan amarras de nuevo. Días más tarde, tras dejar a estribor las islas de Cabo Verde, las cinco embarcaciones se aproan hacia Brasil, dejando a popa la costa selvática de Sierra Leona. No es difícil imaginar esos días de frenética actividad a bordo de las naos, los momentos de tensa calma que invade los corazones de los marineros antes de cada tormenta, e incluso el brillo nostálgico, melancólico, en los ojos de aquellos navegantes que, ociosos, contemplan cómo el añil del mar se funde con el azul celeste, allá en el horizonte, tras la estela de popa.

Una de aquellas noches de tormenta, las voces de dos marineros alarman al contramaestre de la Concepción, el vasco Juan Sebastián de Elcano. «¡San Telmo, tenga piedad de nosotros!», gritan, señalando hacia los mástiles. Elcano, tras alzar la vista hacia el palo mayor, contempla cómo un brillante resplandor a momentos blanco, a momentos azulado, rodea la arboladura de la nao. Elcano suspira, aliviado. «¡Las llamas de san Telmo son un buen augurio, canallas!», espeta a los aún incrédulos marinos. El contramaestre sonríe, tras contemplar de nuevo el fantasmal baile de llamas que parece devorar los palos de la nao. Al fin y al cabo, a pocos les es concedida la fortuna de contemplar el fuego de san Telmo, y se sabe afortunado.

Dos días más tarde, el océano se muestra plácido bajo un cielo sereno y despejado. Es tal el sosiego que impera en el ambiente que los expedicionarios no tardan en reunirse en corrillos según su lugar de procedencia. Es un amanecer inolvidable. Mientras las naos avanzan impulsadas suavemente por los alisios, los italianos se arremolinan sobre la toldilla, riendo a mandíbula batiente tras cada anécdota que narra Jácome de Messina, Juan Caravaggio o Antonio Pigafetta.

Vida a bordo

Mientras, los irlandeses Juanillo Yres y Guillem Yraso relatan pormenorizadamente a la pequeña cuadrilla de gallegos de la Concepción el tránsito que deben hacer los navíos para entrar en el puerto de Galway, la ciudad de ambos, de la que afirman es la urbe más bella y marinera del mundo.

Perspectiva de Galway, de cerca de 1690. En La Concepción había dos marineros oriundos de esa ciudad irlandesa, Juanillo Yres y Guillem Yraso. Foto: Album.

En el castillo de proa, un grupo de andaluces se deleita con los ritmos populares que surgen de la vihuela de Juan Rodríguez y Sebastián García. Los dos onubenses dominan el instrumento, y los andaluces no dudan en acompañar con palmas las tonadas populares de los dos artistas. Mateo, el griego, pone letra a las tonadillas andaluzas en su idioma natal, rememorando las mañanas de infancia perdidas en el puerto de Corfú. Tras cada canción los aplausos del grupo son tan estruendosos, que el resto de corrillos dispersos a lo largo y ancho de la cubierta se suman a la ovación con más vítores y aclamaciones.

Los vizcaínos, apiñados en torno al palo mayor, ríen ante la ocurrencia de Antón de Basazabal, el calafate de la nao:

—¡Que sí, que hoy comemos tiburón, joder! Juan de Aguirre, desde la cofa, le reta.

—Vamos, Antón, que ahora tienes tiburones bien cerca, a estribor y babor. ¡Que no se diga que los de Bermeo no cumplimos con nuestra palabra!

Martín de Insaurraga no se lo piensa dos veces, se levanta y ofrece su mano a Antón, que la agarra con fuerza y se incorpora.

—¡A por los arpones, los de Bermeo!

Sin más dilación, los vizcaínos se hacen con arpones y corren, cada cual más aprisa, hacia las bordas de la nao, desde las que arponean certeros a los tiburones que acompañan a la Concepción. Juan Sebastián Elcano y el resto de tripulantes se acercan a admirar la pesca de los vascos: una docena larga de tiburones de todos los tamaños. Hoy la tripulación de la Concepción come a costa de los de Bermeo.

A finales de noviembre, tras sesenta días de agotadora navegación, arriban por fin a las costas brasileñas. Trece días están fondeadas, unas pocas millas al norte de la actual bahía de Río de Janeiro, las cinco naos y sus casi trescientos tripulantes. La expedición de Magallanes, a esas alturas, ya es una gesta memorable: es probablemente la mayor travesía marítima ininterrumpida de la historia.

Mapa del continente americano realizado por Diego Ribero en el año 1529. Foto: ASC.

Es en las costas del actual Brasil donde se produce el primer contacto con los nativos. Magallanes sabe que más al sur, hacia el «mar Dulce» descubierto por Juan Díaz de Solís, los indígenas son temibles y muy belicosos, pero estos no parecen serlo. Aprovechan para comerciar y, de paso, tomar buena nota de las costumbres de los nativos. Estas son tremendamente exóticas a ojos de los europeos: van completamente desnudos aunque se pintan la cara, viven en poblados formados por grandes casas en las que duermen decenas de personas suspendidas en hamacas y, además, se acercan a las naos en embarcaciones alargadas hechas de una sola pieza de madera a las que llaman «canoas». Españoles e indígenas comercian a más no poder: cualquier abalorio es intercambiado por gallinas, gansos, cestos repletos de patatas o por «pescado suficiente para comer diez personas», como deja escrito Antonio Pigafetta en su crónica.

La expedición debe seguir y es así como, el 11 de enero de 1520, las cinco naos fondean ante el estuario del río de la Plata, el mismo en el que apenas tres años antes el insigne navegante Díaz de Solís había sido capturado, asesinado y devorado por los salvajes indios guaraníes. Durante veintidós días los osados marineros exploran concienzudamente el «mar Dulce» de Solís, pero convencidos de que no es el ansiado paso al océano Pacífico, ponen rumbo de nuevo hacia el sur.

Durante dos meses exploran y avanzan incansables hacia el sur. Se adentran en terra incognita mucho más de lo que ningún europeo había osado aventurarse jamás, hasta que el duro y gélido invierno austral les obliga a atracar ante la bahía de San Julián. Allí permanecen cinco meses, cinco larguísimos meses de frío, racionamiento, austeridad y abatimiento que hacen aflorar la rivalidad entre Magallanes y parte de sus capitanes españoles.

Domingo de Ramos de 1520. Los capitanes Gaspar de Quesada y Juan de Cartagena no están dispuestos a acatar por más tiempo la autoridad de Magallanes e inician un motín. Tras declinar una invitación de Magallanes a comer junto a él y los demás capitanes a bordo de la Trinidad, se dirigen a la San Antonio y capturan a su capitán, Álvaro de Mezquita, sobrino de Magallanes. Pronto se hacen con el control de la mayoría de la flotilla; Elcano se hace cargo de la San Antonio, Luis de Mendoza de la Victoria y Juan de Cartagena de la Concepción, mientras que la Santiago cae bajo la influencia de los amotinados poco después.

Museo Nao Victoria, en Punta Arenas, Chile. Foto: Shutterstock.

Ese primero de abril de 1520, Magallanes y Elcano se enfrentan por primera vez a su destino. El navegante luso reacciona rápido y envía al capitán Gonzalo Gómez de Espinosa y a sus hombres más fieles a parlamentar con Luis de Mendoza. Este, al leer las condiciones de Magallanes, esboza una risa burlona, y es en ese instante cuando Gómez de Espinosa le secciona la garganta con un tajo certero de su espada y restituye la autoridad de Magallanes en la Victoria.

A continuación, Magallanes y sus hombres abordan la San Antonio y apresan a Elcano, a Quesada y al resto de amotinados. Juan de Cartagena, consciente de su desesperada situación, rinde también la Concepción a los hombres de Magallanes. El motín ha fracasado.

Quesada es descuartizado y sus restos son arrojados a la bahía, mientras que Juan de Cartagena es abandonado a su suerte en tierra. Elcano, en cambio, es perdonado, junto a otros cuarenta marineros que habían tomado parte en el complot. Ese casi medio centenar de hombres es esencial para el éxito de la expedición y Fernando de Magallanes lo sabe y está decidido a cumplir con la palabra dada al rey de España: dar con el paso marítimo entre el Atlántico y el mar del Sur que permita llegar hasta las Especierías navegando siempre hacia el oeste.

Tras perder a la Santiago al encallar en unos bajíos del litoral, el resto de la flota explora durante semanas las costas de Puerto Santa Cruz, donde encuentran abundante pesca y más tribus de patagones, los «gigantes» de los que habla Pigafetta en su crónica. Por fin, de nuevo en busca del ansiado paso entre los dos océanos, a solo tres días de navegación de Puerto Santa Cruz, las naos se aventuran en un estrecho canal que conecta con una bahía azotada por vientos gélidos y muy fuertes que dificultan enormemente la navegación.

A babor y estribor, la impresionante angostura está flanqueada por un paisaje desértico, paupérrimo, formado por playas de guijarros que se alternan con acantilados cubiertos de líquenes y musgo. Los marineros españoles, conmovidos por el sobrecogedor paisaje, se aprestan en las escotas, listos para orientar las velas en la dirección que indiquen los capitanes. Nerviosos, otean las aguas gélidas del estrecho en busca de bajos, dispuestos a lanzar la voz de alarma a la más mínima señal de peligro. Sobre sus cabezas, graznan alarmados cientos de albatros de cabeza gris.

Es entonces cuando el piloto Esteban Gómez se amotina con parte de la tripulación de la San Antonio y huye hacia España. En el motín, Gómez dejará malherido al capitán de navío Álvaro de Mezquita, primo hermano de Magallanes. Gómez no les consideraba dignos de liderar la expedición, al ser portugueses y no españoles. Después de la deserción de la San Antonio, ya solamente restaban tres naos con cada día menos hombres, pero entre los que destacaban tres personalidades arrolladoras: el capitán general don Fernando de Magallanes y los capitanes Gonzalo Gómez de Espinosa y Juan Sebastián Elcano.

Ilustración de 1891 que muestra un desfile en honor de Fernando de Magallanes. Sus barcos circunnavegaron el mundo volviendo al mando de Juan Sebastián Elcano. Foto: Getty.

Pero volvamos de nuevo a los primeros días del mes de noviembre de 1520. Salvada la primera angostura, las tres naos que conforman la expedición se adentran en una amplia bahía que les ofrece cobijo natural, ya que a lo largo de veinte millas náuticas los valientes marinos documentan numerosos puertos naturales y un mar rico en vida natural. Los expedicionarios pescan sardinas, recogen abundante marisco e incluso se alimentan de las decenas de peces voladores que aterrizan, como por arte de magia, en las chalupas con las que exploran el estrecho al que llaman «de los patagones».

Días más tarde, la escuadra salva una segunda angostura en la que encuentran numerosísimas colonias de pingüinos y, lo que es aún más extraño, contemplan por primera vez, a lo lejos, decenas de grandes columnas de humo que se elevan hacia el cielo austral. Ante un clima tan inhóspito, los patagones no tienen más alternativa que mantener fuegos con los que calentarse durante horas, y los europeos contemplan extrañados las decenas de columnas de humo que parecen mecerse al son de los vientos, a babor de las naves. Desde entonces y hasta nuestros días, la región se conoce como «tierra del fuego». Harto difícil imaginar un topónimo más evocador, más sugerente. Al superar un tercer paso más ancho que los anteriores, las naves ponen proa hacia el último estrecho, larguísimo, que recorren con maestría y precaución, siempre hacia el noroeste.

Por fin, el miércoles 28 de noviembre de 1520, dejan atrás cabo Deseado y se adentran en el mar del Sur descubierto por Núñez de Balboa, al que bautizan como Pacífico. Han dejado atrás el estrecho de Magallanes… Han descubierto, al fin, el paso marítimo que permitirá a los barcos españoles llegar a las islas de las Especias navegando hacia el oeste, la utopía que persiguió Colón hasta el fin de sus días. La euforia se adueña de la tripulación. Se sienten pioneros, héroes. Han hecho historia.

Lo que muchos desconocen aún es que la travesía se tornará penosísima. Apenas Magallanes, Elcano, Gómez de Espinosa y unos pocos más se muestran imperturbables. La mayoría de marineros, unos por menos experimentados y otros por la ilusión de haber esquivado a la muerte, son presa del júbilo. Ya se imaginan en Sanlúcar, en Sevilla, recibidos como héroes por la muchedumbre, cargados de gloria perpetua. Pero el triunfo es siempre esquivo y está reservado a unos pocos, poquísimos, de ellos: solo los que sobrevivan a la mala alimentación, a la guerra y al escorbuto serán recompensados, a su vuelta a España, con la gloria y el honor.

La escuadra de Magallanes navega inicialmente hacia el norte, haciendo cabotaje por la costa chilena, hasta que a la altura de la actual ciudad de Valdivia el capitán general portugués ordena tomar rumbo hacia el oeste. Es en ese momento cuando las condiciones se tornan tan miserables como épicas, por la determinación y el coraje del que hacen gala cada uno de los expedicionarios. Víctimas del hambre, de la sed y del temible escorbuto, no dudan en comerse las galletas podridas y plagadas de gusanos que aún almacenan, e incluso dan buena cuenta de las ratas que atrapan en los barcos, aunque nada evita que semana tras semana mueran hombres, a razón de uno por día.

El 21 de enero de 1522 el vigía de la Victoria, apostado en lo alto de la cofa, lanza un rotundo «Tierra a la vista» que poco o nada tiene que envidiar al que Rodrigo de Triana lanzara el 12 de octubre de 1492 desde La Pinta, aunque pronto las esperanzas se desvanecen. Las dos islas están despobladas, así que, tras explorarlas brevemente y descansar en tierra, los expedicionarios pescan algunos tiburones y Magallanes ordena seguir avanzando. Dos semanas más tarde arriban a la isla de San Pablo, y tras comprobar que también está deshabitada, siguen rumbo noroeste hasta que, esta vez sí, arriban un mes más tarde a las islas Marianas. Llamadas «islas de los ladrones» por los españoles porque los primeros nativos con que se topan son tremendamente belicosos y no dudan en robarles a la más mínima ocasión, Magallanes ordena explorar las demás islas.

Los nativos de las islas más occidentales les acogen de manera muy distinta, y pronto los españoles se hacen al trato con los indígenas e intercambian cualquier cosa, desde cascabeles, gorros o pequeños espejos, por pescado, vino, higos, gallinas, arroz, coco y plátanos. De allí en adelante, la expedición comandada por Magallanes irá descubriendo y explorando isla tras isla, hasta fondear en territorios del rey Zubu, en las actuales Filipinas. Magallanes, hábil negociador y diplomático, no solo consigue convertir al rey nativo y a toda su familia al cristianismo, sino que además juran lealtad al rey de España. Ese acontecimiento, aparentemente un enorme éxito personal del navegante luso, es en realidad el momento en que su destino se torna en tragedia.

Mapa de la ruta de Magallanes-Elcano, desde su partida desde Sevilla el 10 de agosto de 1519 hasta su regreso a la misma ciudad el 8 de septiembre de 1522. Foto: Album.

27 de abril de 1521, isla de Cebú. Magallanes, capitaneando unas decenas de hombres armados, desembarca en la costa de Mactán, dispuesto a luchar contra el enemigo del rey de Zubu, su aliado. Los españoles, henchidos de orgullo guerrero y confiados en su superioridad militar, saltan a la arena desde las barcazas y al instante se dan cuenta que esa batalla no será como esperaban. 

A los españoles les cuesta moverse, se hunden en la arena a cada paso, lastrados por el peso de las corazas de acero. En pocos segundos, lo que parecía ser apenas una decena de enemigos se torna en cientos de ágiles guerreros que aparecen y desaparecen desde la línea de árboles que les sirve de parapeto y desde donde acribillan a los exploradores con una lluvia de lanzas. Los pocos españoles aguantan las primeras embestidas, pero los nativos no se arrecian y algunos valientes se les arrojan encima con cimitarras, rodeándoles. Es en el cuerpo a cuerpo donde los ibéricos se crecen, hiriendo y matando a muchos, pero los enemigos no paran de aparecer por los flancos, a decenas. Magallanes, que además de navegante es un gran soldado, lanza espadazos a diestra y siniestra y se cobra la vida de no pocos enemigos, pero finalmente la cimitarra de un nativo le raja el brazo. Rojo de cólera, Magallanes grita a retirada mientras sus hombres retroceden hasta las barcazas, aunque para él ya es demasiado tarde: se bate con bravura ante decenas de nativos que le lancean sin compasión en la arena. Su sangre, junto a la de algunos españoles y decenas de nativos, cubre de rojo la arena de Mactán. Ese 27 de abril, la heroica muerte de Magallanes marca de manera indeleble el inicio de la presencia española en Filipinas.

La expedición, cada vez más mermada en hombres y víveres, debe encontrar un nuevo líder, y no tarda en hallarlo: Gómez de Espinosa, alguacil mayor de la expedición y capitán al mando de la Trinidad. Leal en todo momento a Magallanes, militar respetado y navegante experimentado, goza además un enorme sentido del deber, como es de esperar en todo buen hidalgo castellano. Una de sus primeras decisiones es quemar la nao Concepción, ya muy maltrecha tras tantos meses de navegación y con innumerables vías de agua, y repartir la marinería entre la Trinidad y la Victoria, capitaneada esta última por Elcano, uno de sus mejores marineros.

Gómez de Espinosa es consciente de que a partir de entonces se adentran en territorio portugués, y no puede permitirse que una nao limite su avance. Si son descubiertos y apresados, los lusos no dudarán en pasarlos a todos por las armas.

Por fin, la mañana del 8 de noviembre de 1521 arriban al puerto de Tidore, en las islas Molucas, epicentro del tan ansiado comercio de las especias. Gómez de Espinosa ordena disparar toda la artillería antes de tomar tierra. A modo de saludo al rey local, nobleza obliga, aunque también como velada advertencia. Gómez de Espinosa desconoce qué destino les depara Dios, pero está decidido a no acabar como Magallanes.

Ilustración de la serie titulada Juan Sebastián Elcano, de la llegada y desembarco de Elcano a la isla de Tidore en Indonesia, donde es recibido por el monarca y su pueblo. Foto: Album.

Cerca de un mes y medio pasan los exploradores comerciando y recuperándose de tan larga travesía, pero pronto les llegan noticias desazonadoras: una armada portuguesa les busca para apresarlos. Es entonces cuando el destino de Gómez de Espinosa y el de Juan Sebastián Elcano se separan, dándose inicio a dos aventuras paralelas, en las que ambos héroes tendrán muy dispar destino y gloria.

El de Espinosa de los Monteros toma una decisión que le honra, aunque finalmente le condene, injustamente, al ostracismo de la historia. Decidido a cumplir su deber de servir al rey de España hasta sus últimas consecuencias, ordena a Elcano zarpar hacia España con la Victoria, la nao que está en mejores condiciones. Él, con la maltrecha Trinidad, tratará de regresar a América por el este. Está convencido de que es la mejor manera de servir con honor a su rey: si da con el tornaviaje, con la ruta de vuelta a las posesiones españolas de América, evitará a los barcos españoles la ruta tradicional plagada de factorías y fuertes lusos. Si lo consigue, el emperador Carlos I sabrá recompensar su hazaña.

Gómez de Espinosa pagará muy cara su decisión; de los casi cincuenta marineros del Trinidad, solo volvieron a pisar tierra ibérica él y Ginés de Mafra. Apresada la Trinidad y hechos prisioneros por los portugueses, los osados marineros de Gómez de Espinosa fueron muriendo uno a uno. El capitán Esteban Gómez, tras años de miserable cautiverio, se reunió, por fin libre, en Valladolid con el emperador Carlos I.

Caprichos de la providencia, la gloria estaba reservada para el capitán de Guetaria, que cumplió a la perfección lo encomendado por Gómez de Espinosa: retornar a España por la ruta ya conocida del oeste, evitando ser apresado por los portugueses, y entregar al emperador todas las especias que habían conseguido en esos tres años de intrépida expedición.

El viaje de vuelta de Elcano

6 de mayo de 1522. Elcano, enjuto y desesperado, esboza una tímida sonrisa desde la cubierta de mando. Sopla viento del este, tras nueve semanas varados frente al cabo más peligroso del mundo. El vasco suspira de alivio y ordena desplegar velas. La Victoria se acerca a apenas cinco leguas de la costa y Elcano ruega a Dios no ser descubiertos por los portugueses. Observa por un momento a los cuarenta marineros que aún sobreviven: están famélicos, en los huesos, pero son los hombres más valientes, rudos e intrépidos con los que ha navegado jamás.

Diego Carmena, un joven gallego de Bayona, se acerca decidido a Elcano. Apenas cubierto por unos calzones zarrapastrosos y por el tafetán negro que le cae sobre los hombros, no duda en sus palabras. «Es un honor servirle, capitán. Hace treinta años a mi villa llegaron las primeras noticias de las Indias, como bien sabe, y en unas semanas mis paisanos se vanagloriarán de que un bayonés compartió la gloria, junto a usted, de ser el primero en dar la vuelta al orbe». Elcano, más orgulloso si cabe de sus hombres, le abraza brevemente. «Diego, amigo mío, aún nos quedan leguas y leguas a proa. Ojalá estés en lo cierto».

El 9 de julio de 1522 anclan en la isla de Santiago, Cabo Verde. Han navegado sin descanso durante dos meses, evitando en todo momento las costas africanas, pero ya no pueden eludir por más tiempo los puertos portugueses. En ese tiempo pierden veintiún hombres, y no quedan ya víveres en las bodegas. Las órdenes de Elcano son claras y se cumplen a rajatabla: unos pocos marineros deben acercarse a puerto a bordo de las chalupas e intercambiar con los portugueses parte de las mercancías de la Victoria por arroz, agua y víveres que les permitan llegar hasta España.

Ante la insistencia de los portugueses, los marineros se reafirman en su versión: la Victoria forma parte de una escuadra española enviada a América. Una fuerte tormenta quebró el palo trinquete de la nao, y el componerla de nuevo les llevó muchos días, tantos que han debido dirigirse a Cabo Verde y no a Canarias. El plan funciona a la perfección. De nuevo, el astuto Elcano consigue salvar su vida y la de sus marineros.

Al regreso de las chalupas, el de Guetaria abraza efusivamente a sus marineros, reparte algo de arroz entre sus hombres y, apenas media hora más tarde, ordena izar velas rumbo a la desembocadura del Guadiana. A cada legua están más cerca de la gloria.

Ocho semanas enteras, con sus días y sus noches, pasan hasta que desde la cofa de la Victoria se otea Sanlúcar de Barrameda. De los sesenta hombres que habían partido desde las Islas Molucas a bordo de la nao, llegan solamente dieciocho, la mayoría muy enfermos. Algunos huyeron junto a los nativos, incapaces de aguantar más calamidades a bordo, aunque la mayoría murieron de enfermedades o de hambre. Los dieciocho héroes que desembarcan en Sanlúcar, de los doscientos cincuenta hombres que habían partido tres años atrás, han culminado la primera vuelta al mundo tras recorrer treinta y siete mil millas náuticas. La hazaña de Elcano y sus hombres conecta para siempre Europa, América y Asia, demuestra para sus contemporáneos que América es un continente y que la Tierra es redonda, si es que todavía quedaban dudas de ello.

El atardecer del lunes 8 de septiembre de 1522, la Victoria amarra en el Muelle de las Mulas de Sevilla, el mismo del que había partido mil ciento veinticinco días antes, y dispara toda su artillería. Esa noche las buenas nuevas corren como la pólvora por toda la ciudad y, al amanecer del martes 9 de septiembre, por fin los supervivientes, en camisa y descalzos, saludan desde la cubierta principal a la muchedumbre que se arremolina ante la nao.

Cuadro de Elías Salaberría sobre la llegada de Juan Sebastián Elcano y sus diecisiete hombres a Sevilla, descendiendo de la nao Victoria después de 1.125 días de viaje. Foto: Album.

Incrédulos ante la hazaña de ser los primeros en dar la vuelta al mundo, los dieciocho supervivientes contemplan la Torre del Oro y, tal y como habían prometido tantas y tantas veces en momentos de angustia y desesperación, desembarcan uno a uno tras su capitán y peregrinan solemnemente, con cirios en las manos, primero a la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria y después a la de Santa María la Antigua.

El eco de la hazaña de Elcano no tarda en arribar a oídos de todos y cada uno de los europeos de su época. El emperador Carlos I, en agradecimiento a tan noble gesta le otorga la hidalguía y un escudo de armas que incluye un orbe con el lema «Primus circumdedisti me« («Fuiste el primero que la vuelta me diste»).

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.es

Publicado el: 2024-02-05 12:08:52
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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