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La forja de un órgano prodigioso

La forja de un órgano prodigioso

La antropología se puede definir como la disciplina que estudia la historia natural del género humano. Esto genera una especie de conflicto de intereses, al ser las personas al mismo tiempo los objetos y sujetos de la investigación. Algo parecido sucede con la neurociencia, porque en este caso es el cerebro el que se estudia a sí mismo. La integración entre antropología y neurociencia se desarrolla entonces –como era de esperar– en un contexto repleto de expectativas, esperanzas y prejuicios, donde los vínculos sociales y culturales pueden llegar a sesgar nuestro conocimiento de forma importante.

Además, a la hora de investigar la evolución de nuestro potente cerebro debemos lidiar con un órgano de enorme complejidad, y esto implica limitaciones debidas a las técnicas y los métodos empleados. Por ejemplo, nuestra ciencia funciona bastante bien cuando trabaja con lo que es pequeño y tiene fronteras definidas, como células o moléculas; pero todavía lo tiene mucho más difícil cuando hay que integrar perspectivas más amplias y generales para interpretar procesos más globales y extensos. Es decir, que sabemos todo (o casi todo) de nuestras neuronas, pero poco (o casi nada) de nuestra mente. La misma palabra mente se tacha en ámbitos muy reduccionistas de metafísica, casi confundiéndola con algo abstracto e impalpable como el alma. 

En realidad, la mente no es más que el conjunto de procesos que generan nuestro pensamiento, así que debería ser accesible a la experimentación y los métodos de la ciencia. Pero tales procesos son muy complejos, en el sentido de que su funcionamiento general no se puede entender estudiando solo sus partes aisladas. Así, aunque sabemos todo (o casi) de nuestras neuronas, seguimos sabiendo poco (o casi nada) de nuestra cognición.

Para desentrañar la enrevesada ruta evolutiva que ha forjado nuestro cerebro, tenemos que basarnos en dos fuentes de datos. La primera es la investigación de las distintas especies de primates y la comparación de unas con otras. Los humanos somos una de ellas, y pertenecemos a un grupo zoológico que cuenta con más de 250 especies vivientes, así que podemos estudiar nuestro encéfalo dentro de la diversidad de esta familia. En este caso, disponemos de mucha información, porque tenemos cerebros pensantes y muchas especies, pero no hay que olvidar que estos primates actuales no son formas primitivas. A menudo se utilizan chimpancés o macacos como ejemplos de formas de vida ancestrales, pero esto simplifica demasiado el asunto. Después de que los linajes de estos animales se separaran del nuestro, ellos y nosotros hemos seguido evolucionado por caminos paralelos e independientes.

Esta mirada en primer plano de un chimpancé en cautividad puede inquietar, por su
parecido con la nuestra. Sin embargo, sus ojos están conectados a un cerebro más pequeño que el nuestro, y con menos células y menos conexiones.

Así que chimpancés y macacos no representan condiciones primitivas, sino evolucionadas a su manera. Por ende, estudiar las especies actuales no nos informa sobre el proceso de la evolución, sino sobre su producto. La segunda fuente de conocimiento es el análisis de los fósiles. En este caso, investigamos los cambios evolutivos a lo largo del tiempo. No todas las especies fósiles han sido nuestras antepasadas – por ejemplo, se supone que los neandertales representan un linaje independiente–, pero algunas de ellas sí, y pueden decirnos algo sobre nuestra evolución. Aquí surge otro problema: la información procede de pocos huesos, pocos individuos y pocas especies. Es decir, que tenemos datos de calidad, pero tan escasos que a menudo no bastan para confirmar o rechazar hipótesis y teorías. En resumen, si consideramos las ventajas y desventajas de trabajar con especies actuales y con fósiles, nos queda una sola opción: integrar con suma cautela los dos tipos de información.

Como ya hemos dicho, pertenecemos a la familia zoológica de los primates, que cuenta con unos 70 millones de años de evolución a sus espaldas. Si los comparamos con el resto de los mamíferos, son animales que destacan por dos características. Para empezar, los otros mamíferos tienden a ser nocturnos y a desenvolverse en un mundo compuesto sobre todo a partir de los ruidos y olores que captan. 

Chimpancé en cautividad

En cambio, los primates hemos invertido mucho en los ojos y en la vista, así que nuestro universo se construye con formas y colores, que apreciamos con notable precisión. Esta inversión se ha llevado a cabo a través de la evolución de los oportunos órganos sensoriales –los ojos– y con el desarrollo de las correspondientes regiones cerebrales: los lóbulos occipitales, encargados de descodificar las señales visuales. 

En segundo lugar, los primates hemos desarrollado una capacidad muy fina de manipulación, que ha desembocado en nuestra excelente capacidad para interactuar con el entorno. También en este caso han tenido que evolucionar tanto los órganos –las manos, con su enorme sensibilidad táctil– como las correspondientes regiones cerebrales; por ejemplo, los lóbulos parietales, que integran y coordinan el organismo con el ambiente. En ambas situaciones, el cerebro se ha visto profundamente involucrado en el proceso, y su lenta transformación a lo largo de millones de años se ha convertido con toda probabilidad en la clave de nuestro grupo zoológico.

El mundo nos entra por los ojos. Para los primates, humanos incluidos, la vista es el sentido más importante

 Algunos primatólogos ven en la alimentación el motor de muchos de estos cambios, que se relacionarían con la ecología básica de los primates, la disponibilidad de los recursos alimentarios –insectos, frutas y hojas– y las elecciones dietéticas. Otros apuestan por responsabilizar a la particular estructura social de los primates, extremadamente diversificada y compleja. Sea como fuere, tenemos que suponer que ambos factores –la dieta y la sociedad– han jugado un papel fundamental en nuestra evolución cerebral, como primates en general y como miembros de una especie: Homo sapiens

Nos encuadramos en un grupo que ha ido cambiando en los últimos 20-30 millones de años, el de los grandes simios, mucho más diversificado tiempo atrás, y en el que tan solo quedamos nosotros, los chimpancés, los gorilas y los orangutanes: un conjunto bastante reducido, tanto que no queda siempre muy claro quién posee rasgos primitivos y quién los tiene especializados, incluso en lo que se refiere al cerebro. No cabe duda, de todas formas, de que constituye un grupo zoológico con dos particularidades: un cerebro de gran tamaño y un comportamiento muy complejo. Y a pesar de un trasfondo genético bastante parecido, nuestra especie es la que destaca, y con creces, en ambos aspectos. 

El análisis de los fósiles sugiere que el género Homo ha evolucionado en África desde hace alrededor de dos millones de años, probablemente a partir de una de las muchas especies conocidas del género Australopithecus. Los australopitecos, como los grandes simios africanos actuales, poseían un volumen cerebral que oscilaba entre los 300 y los 400 centímetros cúbicos (cc), mientras que los primeros humanos, a menudo etiquetados con el nombre de Homo ergaster, podrían haber tenido un promedio de 800 cc.

Los esquemas filogenéticos del género Homo cuentan hoy con un número de especies que varía desde tres hasta una docena, pero en realidad tenemos conocimientos sólidos de muy pocas. Hace al menos un millón y medio de años existía ya en Asia el Homo erectus, con un volumen cerebral promedio de 1.000 cc; si nos remontáramos unos 800.000 años en el tiempo podríamos encontrarnos en África y en Europa al Homo heidelbergensis, que alcanzó los 1.200 cc. En los últimos 100.000 años hallamos a las dos especies con un cerebro más grande: la nuestra (Homo sapiens) y la neandertal (Homo neanderthalensis), con valores promedio de 1.300-1.400 cc, o incluso más. 

En algunos casos, se supone que este órgano aumentó de tamaño porque todo el cuerpo lo hizo, pero en general podemos decir que estas especies desarrollaron un encéfalo proporcionalmente más voluminoso que el de sus antepasados. En nuestro caso, tenemos un cerebro que es tres veces más grande de lo esperable para un primate de nuestro mismo tamaño, algo único en la historia de nuestro grupo zoológico. Se supone que este incremento se asocia a un aumento de la capacidad cognitiva, y de hecho las especies con un cerebro proporcionalmente más grande, es decir, más encefalizadas, son a menudo las que exhiben una conducta más compleja.

El volumen del encéfalo humano triplica el esperable en un primate de nuestro tamaño, y eso nos distingue

Pero un procesador tan potente tiene sus pegas: mantenerlo requiere mucha energía, corre el riesgo de sobrecalentarse, implica que el tiempo de crecimiento y desarrollo del individuo se alargue una barbaridad, y exige un delicado equilibrio arquitectónico entre el propio órgano, los vasos sanguíneos que lo riegan y el cráneo que lo alberga. Con toda probabilidad, la evolución de un encéfalo tan grande ha generado algunos conflictos espaciales relacionados con el desarrollo de la cara o la base del cráneo, y nos ha hecho susceptibles a sufrir algunos problemas fisiológicos. En los últimos tiempos han surgido teorías que sugieren que dolencias tan dispares –en características y gravedad– como la miopía, la enfermedad de Alzheimer o la esquizofrenia tienen que ver con el hecho de poseer un cerebro desmesuradamente exigente desde un punto de vista fisiológico, lo que abre nuevas vías de comunicación entre la antropología y la medicina. 

En cualquier caso, que se produzca un incremento del volumen del cerebro no nos dice qué regiones o elementos específicos del mismo se están desarrollando, así que para conocer más detalles no habrá que considerar todo el órgano, sino sus componentes. Esto resulta más fácil con especies vivas, aunque aún no tenemos claro si las respectivas regiones corticales relacionadas con ciertas funciones se corresponden las unas con las otras en un humano, un chimpancé o un macaco, ni en qué medida lo hacen si existe ese vínculo. En los fósiles, solo podemos usar la información residual que queda impresa en los huesos del cráneo. 

Es aquí donde entra en juego la paleoneurología, que estudia la anatomía cerebral de las especies extintas a través de las huellas que el encéfalo deja en su cavidad craneal: nos proporcionan información sobre surcos y giros, asimetrías y vasos sanguíneos, y la relación espacial entre cráneo y cerebro. Antes se preparaban moldes endocraneales con materiales plásticos para poder reconstruir la macroanatomía cerebral en los fósiles. Hoy se emplean métodos de la anatomía digital, sobre todo a través de la tomografía axial computarizada y otras técnicas de imagen biomédicas. 

Al integrar los datos obtenidos de las dos fuentes citadas – umanos y primates vivos, y fósiles–, los especialistas hemos llegado a una conclusión: con toda probabilidad, nuestro cerebro no se caracteriza por una única y específica diferencia sustancial, sino por una larga serie de cambios diseminados en sus distintas regiones. No ha resultado sorprendente, si tenemos en cuenta que las áreas cerebrales no trabajan de forma aislada, sino dentro de una red que genera un único proceso integrado. 

Las especies de primates tienen sus diferencias en las células nerviosas y en los genes, en las conexiones y en la bioquímica, y en el desarrollo de diferentes regiones neurales. A nivel macroscópico, se suelen distinguir en el cerebro grandes regiones, que llamamos lóbulos. Se trata de una convención, porque no son zonas anatómicamente separadas, pero resulta útil para las investigaciones.

Micrografía de las células nerviosas del hipocampo, una estructura cerebral que resulta muy importante para la memoria.

El lóbulo frontal incluye varias áreas fundamentales para aspectos tan importantes como el lenguaje, la conducta y la toma de decisiones, así que todo el mundo esperaba que el de los humanos modernos fuera muy especial. Pero al compararlo con el de los fósiles y los grandes simios, los científicos no han observado cambios demasiado llamativos. Es posible que tengamos ciertas áreas más amplias, y con toda probabilidad más conectadas al resto del encéfalo, pero las proporciones generales son parecidas en todas las especies, y el patrón de surcos, giros y asimetrías se antojan afines en todos los humanos, tanto los actuales como los extintos.

Además, el Homo sapiens y el Homo neanderthalensis nos caracterizamos por tener los lóbulos frontales ubicados encima de las órbitas oculares, lo que causa cierto conflicto espacial entre ojos y cerebro, y este vínculo puede influir parcialmente en la anatomía encefálica.

La idea de que tenemos un cerebro atávico –la subcorteza– y otro más evolucionado – a corteza– ya no se sostiene

Los lóbulos temporales son los que ocupan la posición más lateral del cerebro. En este caso, parece patente que los de los humanos son proporcionalmente más grandes que los de los chimpancés, aunque resulta más difícil saber cuándo ha evolucionado esta característica. Son áreas críticas para muchas funciones distintas, desde la memoria hasta las relaciones sociales, y ocupan una región del cráneo muy frágil, y por ende poco representada en el registro fósil. 

Los lóbulos parietales, ubicados en la región superior y posterior del cerebro, son probablemente los menos estudiados y los que más diferencias macroscópicas presentan entre las distintas especies. Integran muchos procesos diferentes, como, por ejemplo, la relación entre el cuerpo y el ambiente, la coordinación entre los ojos y las manos, la descodificación del lenguaje, los cálculos y la percepción del espacio y del tiempo. Parecen ser mucho más grandes en nuestra especie que en los homínidos fósiles, y si comparamos nuestra especie con los otros primates son tan distintos que todavía no sabemos a ciencia cierta qué áreas se corresponden entre ellas.

Los lóbulos occipitales ocupan la región posterior del encéfalo, y su función principal es la integración de las señales visuales. Se supone que su volumen no ha experimentado un aumento patente en nuestro género o en nuestra especie, aunque su organización resulta algo distinta si la comparamos con la estructura de otros primates. Algunos autores han sugerido que en las especies humanas extintas, caso del hombre de Neandertal, los lóbulos occipitales podrían haber sido más grandes que en la nuestra, aunque no sabemos si esto se habría podido asociar a distintas capacidades cognitivas. 

Los lóbulos representan, muy a grandes rasgos, las principales áreas de la corteza cerebral. Sin embargo, hoy en día suponemos que también otros distritos del encéfalo presentan rasgos particulares de nuestra especie. Por ejemplo, muchas regiones subcorticales, asociadas a aspectos aparentemente más básicos del mantenimiento funcional del organismo o a las emociones, se encuentran muy desarrolladas o especializadas en el Homo sapiens, lo que invalida definitivamente la idea de que poseamos un cerebro atávico –la subcorteza– y otro más evolucionado –la corteza–. 

También se pensaba que el cerebelo solo estaba involucrado en funciones de coordinación motora, pero ahora se sospecha que sea crucial para muchos procesos cognitivos. Pese a su pequeñez, contiene muchísimas más neuronas que el cerebro, así que buena parte de sus funciones están por descubrir. Para finalizar, hay que decir que a menudo lo que ha cambiado con el tiempo no es el desarrollo de estas áreas, sino sobre todo el grado y el patrón de las conexiones entre ellas.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.es

Publicado el: 2023-12-12 04:50:27
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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