Menú Cerrar

La ‘lucha de ratas’ que se libró en Stalingrado

La 'lucha de ratas' que se libró en Stalingrado

Verificado por

Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

Creado:


Actualizado:

De entre todas las batallas libradas durante la Segunda Guerra Mundial, la lucha por Stalingrado será recordada por sus encarnizadas escenas de combate urbano. A su llegada a la ciudad, los hombres del 6.º Ejército alemán comprobaron impotentes la ineficacia de su guerra relámpago frente a la escurridiza táctica soviética. Atrincherados entre las ruinas, las tropas del mariscal Vasili Chuikov defendieron con inusitada destreza cada palmo de terreno y obligaron a los atacantes germanos a librar una cruenta contienda que tiñó de sangre las calles de la actual Volvogrado.

Soldados rusos atacan agazapados entre las ruinas de la ciudad de Stalingrado. Foto: Getty.

Cambio estratégico

El 23 de agosto de 1942, la aviación alemana arrojó mil toneladas de bombas sobre la ciudad convirtiendo edificios y viviendas en terreno abonado para el combate urbano. No obstante, el intento de la Luftwaffe por allanar el camino al 6º Ejército de Von Paulus selló su destino. La Wehrmacht, adiestrada en los postulados de la Blitzkrieg, se vio obligada a luchar en un escenario esquivo y desolador para el que no estaba preparada. Atrás quedaron los fulgurantes avances obtenidos desde el inicio del conflicto. Hasta aquel momento, la guerra relámpago bombardeaba las ciudades enemigas como antesala a su toma. Una vez en su interior, las acciones combinadas entre aviación, artillería, infantería y tropas acorazadas concluían el trabajo. Pero Stalingrado trastocó dichos planes.

En una primera etapa de dominio germano, la utilización de las Divisiones Panzer cosechó éxitos notables. Los carros teutones, ligeros, veloces y dotados de armamento preciso, atacaron las posiciones defensivas con acierto. Pese a ello, con el paso de los días, las piezas y cañones anticarro enemigos, sumados a los socorridos cócteles Molotov y los fusiles antitanque, dieron buena cuenta de ellos. En un entorno hostil, donde centenares de vehículos inutilizados y numerosos escombros obstaculizaban el avance, los blindados alemanes se revelaron como objetivos asequibles para los artilleros y tiradores locales. A pie de calle, los hombres del mariscal Von Paulus, resueltos en combate, intercambiaron su rol de cazadores por el de presas y el júbilo ante la posible victoria se desvaneció al afrontar las terribles condiciones del combate urbano. Durante las lizas, su única protección la obtenían parapetados tras los Panzer. No obstante, la evolución en las tácticas soviéticas los abocó a una lucha infernal que terminó por devorarlos.

El general alemán Friedrich von Paulus (en el centro, con pañuelo al cuello) dirige a sus tropas desde una trinchera, el 6 de noviembre de 1942, cerca de Stalingrado. Foto: Getty.

En el aire, la estrategia estalinista de acercarse a las líneas contrarias evitó que los pilotos alemanes golpeasen con comodidad ante el temor de dañar a sus propias tropas. A modo de identificación, los hombres de Von Paulus formaban la señal de la cruz estirados sobre el suelo o lanzaban bengalas de color blanco para marcar su localización. Una treta, esta última, replicada por el bando enemigo a fin de confundir a las tripulaciones germanas. A pesar de todo, la Luftwaffe desempeñó un papel crucial en determinados episodios, como las sangrientas conquistas de los complejos fabriles.

En el bando contrario, la desesperada situación de los 62.º y 64.º ejércitos soviéticos, comandados por Anton Lopatin y Mijaíl Shumilov respectivamente, facilitó el empuje a Von Paulus. Sus hombres, cansados y desorganizados, se mostraron incapaces de frenar la avalancha germana. Un envite preciso que dividió las fuerzas defensoras y, en menos de un mes, las relegó a una insignificante franja de terreno situada en la orilla occidental del Volga. Al principio, el soldado local, carente de experiencia, víveres y munición, apenas mantuvo posiciones. La mayoría eran jóvenes voluntarios, reclutados contrarreloj, y de adiestramiento atropellado. Frente a la arremetida, los sucesivos envíos de tropas topaban contra un muro infranqueable y pese a su alto grado de heroicidad, apenas taponaban la herida. Pero la llegada del general Vasili Chuikov, sustituto de Lopatin y ferviente defensor de la Orden 227, revirtió la situación. El nuevo comandante planteó una batalla de desgaste que explotó al máximo las limitaciones germanas.

Chuikov adaptó su estrategia al entorno y la posesión de mapas detallados, que representaban infraestructuras como el alcantarillado, facilitó la labor defensiva.

Achtung-Rattenkrieg!

Con una proporción desfavorable de cuatro combatientes a uno, cortocircuitar la maniobrabilidad contraria se reveló indispensable.

Para lograrlo, condujo la lucha de plazas y calles al interior de ruinas, bloques y edificios: «Acérquense a las posiciones del enemigo. Arrástrense por el suelo aprovechando cada cráter y cada ruina. Porten su subametralladora al hombro. Carguen diez o doce granadas de mano. El cálculo y la sorpresa estarán entonces de nuestro lado… una vez dentro del edificio lancen una granada. Tras un breve lapso, otra granada y en seguida fuego de ametralladoras para seguir adelante». Nació así la Rattenkrieglucha de ratas—, sobrenombre alemán otorgado al nuevo frente, cruento e imprevisible, en el que tomar habitaciones, sótanos y escaleras marcó diferencias.

Una patrulla alemana se refugia detrás de un tanque soviético durante una acción ofensiva (octubre de 1942). Foto: Getty.

Los grupos de asalto soviéticos, formados por equipos de ocho o nueve combatientes, atacaban equipados con subfusiles automáticos PPSh-41, granadas de mano, bayonetas e incluso palas de zapa. Su táctica era simple: arrojar las cargas en el interior de una estancia y aprovechar la confusión generada para disparar a los aturdidos ocupantes. Una vez tomada, el oficial al mando comunicaba la conquista vía radio o bengala al grupo de refuerzo encargado de su defensa. Constituido por una fuerza de veinticinco a treinta hombres, los recién llegados portaban ametralladoras Maxim, fusiles antitanque PTRD-41 e incluso morteros RM-41. Tras ellos, los grupos de reserva, integrados por un mínimo de treinta y un máximo de cincuenta hombres, consolidaban el objetivo recién capturado. Los hombres rotaban entre grupos y sus acciones les permitían tomar las posiciones situadas a menos de treinta metros —la distancia de lanzamiento de una granada de mano— en un tiempo máximo de tres minutos.

Pésimas condiciones

Los alemanes, por su parte, contaban con la cadencia de sus temibles ametralladoras MG-34. Equipada con proyectiles de calibre 7,92 mm, la bautizada como sierra de Hitler escupía de 800 a 900 disparos por minuto, una letal cortina de fuego difícil de sortear. El soldado de infantería teutón, equipado con lanzallamas, granadas de mano y subfusiles MP-40, optaba por utilizar los PPSH-41 capturados a la menor ocasión. Su tambor cilíndrico de 71 proyectiles doblaba en capacidad a los 32 alojados en su propio cargador, otorgándole clara ventaja. Sin contar el armamento, un hombre arrastraba 22 kg de equipamiento: cubiertos, ropa de recambio, hornillo, botiquín, máscara de gas y demás pertrechos. Este peso adicional, inexistente en el bando contrario, limitó su movilidad entre escombros.

Los soviéticos preferían atacar amparados por la oscuridad. Evitaban así a los peligrosos Stukas germanos, estacionados durante la noche. No era el caso de los obsoletos biplanos Polikarpov Po-2, en ocasiones pilotados por las famosas Brujas de la Noche. Tras apagar los motores, las valientes aviadoras arrojaban pequeñas bombas en misiones quirúrgicas que acechaban sin descanso a las tropas de Von Paulus. Algo parecido sucedía en el subsuelo estalingradense, donde comandos de asalto emergían desde las cloacas para descargar efectivos golpes de mano. Como consecuencia, el sistema de alcantarillado se convirtió en un campo de batalla donde el uso del lanzallamas convirtió las canalizaciones en antesalas del infierno. 

Miembros del 588.º Regimiento de Bombarderos Nocturnos, conocido por las tropas alemanas con el apodo de «Brujas de la Noche». Foto: ASC.

En la superficie, una densa capa de polvo y humo se instaló sobre las ruinas. Los intensos bombardeos destrozaron las redes de suministro de agua potable y la inexistente higiene personal afloró enfermedades como la sarna y disentería además de la aparición de piojos y chinches. Una situación agravada por ingente cantidad de cuerpos insepultos. Asimismo, el insuficiente avituallamiento generó una hambruna persistente. El 19 de noviembre, la ofensiva soviética Urano cercó al 6º Ejército germano e imposibilitó su abastecimiento. Hacia finales de diciembre, el cupo diario consistió en 55 gramos de pan, un tazón de sopa y carne enlatada por soldado. En estas condiciones, no es de extrañar que los germanos incluyeran a sus caballos de tiro en la dieta. En el bando contrario tan solo el tabaco y el vodka se libraron del racionamiento ya que su presencia garantizaba una moral alta entre las tropas.

Lucha sin cuartel

Los combates más cruentos se desarrollaron en zonas industriales como la acería Octubre Rojo o la fábrica de tractores Dzerzhinsky. Estos complejos fabriles, repletos de talleres, se convirtieron en trampas letales para el invasor alemán. Los defensores, agazapados entre la maquinaria, acribillaban a sus víctimas mientras los atacantes intentaban neutralizarlos. Otras localizaciones, como Mamayev Kurgan, la colina que dominaba el centro urbano, se convirtieron en escenario de constantes enfrentamientos. El 14 de septiembre, el promontorio cambió de manos en hasta cuatro ocasiones. La intensidad de los combates quedó patente con la retirada de entre 500 y 1.200 esquirlas metálicas por metro cuadrado.

Una dotación inferior a cincuenta hombres defendió el silo de grano del furioso envite protagonizado por tres divisiones alemanas. La artillería germana castigó el emplazamiento durante tres días consecutivos. El incendio posterior afectó al cereal almacenado, elevó la temperatura interior y el humo resultante cegó tanto a atacantes como a defensores. Los soviéticos, desprovistos de municiones, rechazaron a los intrusos con sus cuchillos, palas e incluso a puñetazo limpio. Tras alcanzar su objetivo, el soldado Wilhelm Hoffman, dejaría escrito: «El silo no está ocupado por hombres, sino por diablos a los que no pueden destruir ni las llamas ni las balas».

La captura de la Casa Pavlov, el único edificio superviviente tras el bombardeo del 23 de agosto, definió otro episodio memorable del combate urbano. Un grupo de asalto comandado por el sargento Jakov Pavlov arrebató el bloque de 4 plantas a los alemanes y mantuvo su posición a lo largo de 58 interminables días. Ayudados por un grupo de civiles refugiados en el sótano, derribaron espacios interiores, cavaron trincheras y agujerearon paredes exteriores a modo de aspilleras. Durante los ataques, las ametralladoras locales escupieron fuego guarnecidas de las embestidas enemigas. El tronar de las Maxim y de los rifles antitanque mantuvo a raya a la infantería alemana hasta la llegada de los ansiados refuerzos.

La capitulación de Von Paulus el 31 de enero de 1943 puso fin al combate por la ciudad arrasada. En la imagen, rendición de un grupo de soldados. Foto: AGE.

El punto final llegó el 31 de enero de 1943, cuando el mariscal Von Paulus rindió un 6.º Ejército hecho jirones ante el general I. Laskin, jefe el Estado Mayor del 64º Ejército soviético. El comandante Gavrilovich, presente en la capitulación, describió la «increíble suciedad» presente en el cuartel general teutón donde la «mugre llegaba hasta el pecho, junto con excrementos humanos y quién sabe qué otras cosas». Y es que las tropas alemanas, ante el temor a abandonar su refugio, prefirieron utilizar los pasillos como letrinas.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-05-20 04:51:21
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

Deja un comentario

WhatsApp