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Pavía, la batalla en la que el arcabuz español jubiló a la caballería pesada

Pavía, la batalla en la que el arcabuz español jubiló a la caballería pesada

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Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

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En 1525, unos tercios todavía sin formar demostraron a las potencias europeas que la pólvora y las armas de fuego portátiles eran las nuevas reinas de la guerra.

Al mediodía del 24 de febrero de 1525 todo estaba perdido para los galos. Francisco I, rey de Francia, había sido apresado tras la batalla de Pavía por las tropas de Carlos I y departía, nervioso, con los soldados que le rodeaban. Uno de ellos, un tal Roldán, se le acercó. Traía en las manos tres balas de arcabuz: dos de plata y una de oro. «Sepa que ayer hice seis pelotas para vuestros caballeros y una para vos. Muchas de plomo he disparado a gente común, y las otras cuatro fueron bien empleadas. La de oro veísla aquí, muestra de que deseaba daros la muerte más honrosa que a príncipe se ha dado, pero no quiso Dios que os viera», le espetó. Después, alargó la mano y se la entregó. «Que sirva para vuestro rescate». Humillado, el monarca aceptó. Aquel gesto puso fin a los gendarmes, la mejor caballería pesada de Europa.

La batalla de Pavía (1912), por Karl Ludwig Hassmann. Galería Belvedere, Viena. Foto: Album.

La batalla de Pavía supuso un hito para la historia de la guerra. En ella, unos tercios aún sin formar de manera oficial demostraron que la era de los nobles acorazados cargando orgullosos por el campo de batalla había llegado a su fin. A cambio, comenzaba un nuevo imperio: el de la pica y la pólvora. Los dos pilares sobre los que se erigiría, en los años venideros, el ejército español. Esta contienda fue, en definitiva, el empujón que necesitaba el emperador Carlos I (y V del Sacro Imperio Romano Germánico) para terminar de forjar los mimbres de la mejor infantería de su era.

Hacia Pavía

El origen de la contienda hay que buscarlo unos meses antes. A finales de 1524, Francisco I cruzó los Alpes con la intención de hacerse con el Milanesado. Superadas, las fuerzas imperiales se replegaron hacia el este y dejaron en la ciudad fortificada de Pavía, en Lombardía, una pequeña guarnición de 2.000 arcabuceros y 5.000 alemanes a las órdenes de Antonio de Leyva, veterano de las campañas del Gran Capitán. Los invasores arribaron con el frío de noviembre y sitiaron la urbe. A la par, el emperador organizó a marchas forzadas una fuerza de 19.000 hombres que acudió en escarmiento del galo. Arma en el brazo y valentía en el zurrón, aquel contingente llegó a las afueras de Pavía en enero. Al frente se hallaban Fernando de Ávalos (marqués de Pescara), Carlos de Lannoy y George von Frundsberg. Todos ellos dispuestos a romper el cerco y destruir a los francos, afincados en el cercano parque de Mirabello.

El parque Visconti en el que tuvo lugar la batalla, era un antiguo coto de caza de los duques de Milán que pertenecía al Castello Mirabello, en Pavía. Foto: iStock.

El 23 de febrero, al abrigo de la noche, arrancó la batalla, y lo hizo entre cariño y camaradería. «Abrazábanse los unos y los otros como gente que no pensaba verse más, y esto no como muestra de flaqueza, sino de amistad», dejó escrito el cronista Juan de Oznaya, presente en Pavía. El tronar de los cañones imperiales, una ruidosa treta para desconcertar a los galos, fue seguido del avance de las tropas hacia el flanco del parque. Todos iban «encamisados»: vestidos con camisas o sábanas blancas para reconocerse. El enemigo no se percató de nada. Una vez frente a los gruesos muros al norte de Mirabello tomaron protagonismo los gastadores, los encargados de abrir una brecha por la que pudieran acceder las tropas. La tarea no se completó hasta el amanecer. «La noche, bien larga, se nos pasó en confesarse algunos soldados con los capellanes», afirmó el autor.

Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto, fue el primero en acceder al parque con la vanguardia: 3.000 arcabuceros españoles e italianos dispuestos a batirse. A su lado marchaban los jinetes ligeros —2.000— y, tras sus pasos, la escasa caballería pesada. Completaban esta sinfonía la infantería alemana —unos diez millares de hombres, el grueso del ejército— y la artillería —16 piezas con 2.000 soldados de refuerzo—. 

Alfonso de Avalos, marqués de Vasto (h. 1533), por Tiziano. Foto: Museo Nacional del Prado.

Por su parte, Francisco I agrupaba bajo su corona a tres contingentes. El primero, 10.000 combatientes dispersos en varios bastiones, cercaba la ciudad de Pavía para evitar la salida de Leyva. El segundo era el más peligroso: 53 cañones, 6.000 infantes —entre los que destacaban 4.000 alemanes de las Bandas Negras— y 1.500 hombres de armas a caballo. Estos últimos eran los gendarmes, los más temibles de Europa. Un último grupo de 5.000 mercenarios suizos y 2.000 «lanzas» (caballeros ligeros) culminaba las fuerzas.

La fiesta no tardó en empezar. Por el flanco siniestro español, Pescara y su infantería se lanzaron de bruces contra una colina en la que se hallaba el castillo de Mirabello, que dominaba el terreno. A la par, y tras escuchar la señal prevista de dos cañonazos, Leyva salió con sus hombres para evitar que los sitiadores galos reforzaran el parque. Por entonces, Francisco I ya había entendido que aquello no era una escaramuza más y se había puesto al frente de sus hombres, la caballería en el centro y la infantería a sus lados. La mentalidad medieval del monarca marcó su forma de actuar en aquella función: no estaba dispuesto a perder la iniciativa, lo suyo sería atacar, atacar y atacar. Sus órdenes fueron claras: ablandar al enemigo a golpe de cañón mientras él preparaba la carga. Por último, los suizos y las lanzas deberían rodear a los imperiales y asaltar su retaguardia.

Retrato de Francisco I de Francia, por Jean y François Clouet (h.1535). Museo del Louvre (París). Foto: ASC.

Los segundos se hicieron horas. Tras un cañoneo poco efectivo, los jinetes franceses encargados de flanquear se toparon con la infantería napolitana de un capitán llamado Papaconda. Estos, desbordados, podrían haberse retirado, pero prefirieron combatir animados por un alférez: «Acordaos que para este día os ha pagado el emperador muchos años. No os meneéis de donde estáis, si no, tened por cierto que el primer picazo que daré será a vos». Fueron aniquilados, pero redujeron el ímpetu de los jinetes. Por su parte, los suizos tomaron varias piezas de artillería que carecían de protección. Pintaban bastos para los españoles y Francisco I olía la sangre. Al final, desconcertado por la niebla y animado por los pequeños triunfos, ordenó a sus hombres prepararse para la carga definitiva. Su vista estaba puesta en los caballeros pesados imperiales. Anquilosado como estaba en la guerra de hacía tres siglos, los consideraba el corazón del enemigo.

La carga de la muerte

Francisco I debería haber dejado que su artillería acabase con la infantería contraria, pero era demasiado presuntuoso. Al final, eligió la gloria personal por encima incluso de la victoria. Equipado con su armadura completa, se puso al frente de cuatro filas de gendarmes y cargó en dirección al flanco derecho imperial. Aquellos carros de combate medievales avanzaron henchidos de orgullo e impactaron cual apisonadora contra la caballería pesada castellana. «El alarido de las voces de los unos y de los otros era tan grande, los unos apellidando Francia y los otros España y Santiago, que era maravilla de verlo y oírlo», dejó escrito el cronista. El número y la potencia gala hicieron el resto. Al poco, los peninsulares se retiraron al verse superados. Lo que desconocía el monarca es la sorpresa que le esperaba en una arboleda cercana a la que ordenó dirigirse a sus hombres durante la persecución.

Cuenta Oznaya que, apostados entre los árboles, había dos centenares de arcabuceros castellanos liderados por el capitán Quesada dispuestos a demostrar a los gendarmes que la era de la caballería pesada había tocado a su fin. Se habían desplazado allí en ayuda de sus compatriotas, y no iban a defraudar. En pocos segundos, una sinfonía de clavijas dio paso a una lluvia de plomo. Parte de los jinetes cayeron muertos y otros tantos fueron derribados de sus monturas. «El ruido de la arcabucería y el humo puso en gran temor a los caballos de los enemigos, tanto que, enarmonados muchos de ellos, se salían de la batalla sin poderlos sus señores controlar», escribió Oznaya. Los soldados podrían haber atrapado a aquellos señores de alta cuna y haber pedido un rescate por ellos, pero ansiaban venganza. «Quien quiera que los tuviese los mataba como estaba mandado», añadió el escritor.

Sobre estas líneas, La Batalla de Pavía (2018) por Augusto Ferrer-Dalmau. Foto: ASC.

Los jinetes no supieron cómo reaccionar y se limitaron a replicar aquello para lo que habían sido entrenados: unirse y volver a atacar. Lo intentaron varias veces, y solo para darse de bruces contra una muralla de disparos. Hubo momentos dantescos. En una de aquellas cargas, y siempre según los textos, el oficial francés Galeazzo Sanseverino recibió hasta un centenar de disparos porque su cuerpo se negaba a caer del caballo. Para colmo, los pocos que atravesaron la primera línea de fuego fueron recibidos por lansquenetes y piqueros. El resto es historia: tras reagruparse, la caballería pesada imperial cargó contra los gendarmes y les obligó a huir. A la par, en el centro y en el flanco contrario los galos fueron contenidos primero y arrollados después por la fuerza conjunta de la pica y los disparos. Los que más sufrieron fueron los suizos, casi volatilizados por la pólvora concentrada de los españoles.

Aquello fue una debacle. Francisco I fue hecho prisionero después de que un arcabucero derribase su montura. La gloria de su captura era tan golosa que se la disputaron varios soldados durante el resto de sus días. A él se sumaron personajes de la talla del rey de Navarra o el gran maestre de Francia. A su vez, los galos tuvieron que lamentar entre 10.000 y 15.000 bajas; un tercio del total. Tres millares de soldados suizos —entre los mejor considerados de la época— fueron hechos prisioneros, aunque después se les liberó bajo promesa de no luchar jamás contra Carlos I. A cambio, las fuerzas aliadas no tuvieron que lamentar más de 500 bajas —fallecidos y heridos—. Y todo, gracias a una cosa: la pólvora. «Después dijo el rey que no le habían roto sino los arcabuceros españoles, que donde quiera que había ido, los había visto», añadió Oznaya.

Grabado del siglo XVIII que recrea el momento en el que Francisco I de Francia es hecho prisionero por las tropas del emperador Carlos V, tras su derrota en la batalla de Pavía. Foto: Getty.

El misterio sobre la captura del rey de Francia

Los textos que analizaron la batalla de Pavía en los siglos posteriores se cuentan por decenas. Sin embargo, esta contienda esconde todavía un misterio que solivianta a los historiadores… ¿Quién fue el soldado que atrapó al rey francés? Los mismos monarcas contribuyeron a aumentar la discordia al acreditar a varios combatientes como protagonistas de este episodio. Carlos I entregó una ventaja al granadino Diego de Ávila y un escudo de armas al catalán Juan de Aldana por su participación en la captura. Mientras, Francisco I firmó un documento al guipuzcoano Juan de Urbieta y otro al gallego Pita de Veiga corroborando que ambos le habían prendido.

Los testimonios son tantos como posibles captores. Aunque el más aceptado por los expertos es el de Oznaya. En sus palabras, Francisco I quedó atrapado bajo el cadáver de su montura y no fue hallado hasta los últimos compases de la batalla. Le descubrió Urbieta, al que no tardó en desvelarle su identidad para evitar ser ejecutado. «¡La vida, que soy el rey!». Segundos después, capituló con una sencilla frase: «Yo me rindo al emperador». Pero el guipuzcoano no tuvo tiempo de salvarle, pues tuvo que retirarse cuando se percató de que los galos iban a arrebatar la bandera a su alférez, una dolorosa afrenta para el ejército.

De Ávila llegó poco después e intentó liberar al rey, pero pronto descubrió que era una tarea demasiado pesada para un solo hombre. Pita de Veiga se acercó entonces para colaborar. «El tal Pita tomó al rey la insignia que de Sant Miguel al cuello traía en una cadenilla, que es la orden de la caballería de Francia», escribió el cronista. Francisco I le ofreció 6.000 ducados a cambio de que no se la llevase, pero el gallego se negó. Era, al fin y al cabo, una reliquia que acreditaba su gesta. El último en discordia, Juan de Aldana, solo aparece citado en el texto de un cronista de Felipe IV.

Prisión de Francisco I (h. 1825), por Giovanni Migliara. Foto: Museo Nacional del Prado.

Dos visiones frente a frente

Pavía no fue una victoria más. Por el contrario, constató un cambio en la forma tradicional de combatir. Para empezar, demostró a Europa que la caballería pesada nobiliaria, esa que llevaba siendo la reina de los campos de batalla desde el siglo XI, debía dejar de ser el epicentro de los ejércitos. Las armaduras completas de jinetes y jamelgos, caras de adquirir y de mantener, poco podían hacer ante el uso combinado de la pica y el arcabuz, dos armas baratas de producir y de utilizar. Este giro supuso también una revolución social; la caballería, expresión militar de la nobleza, fue relegada a mero vestigio prestigioso de unos tiempos heroicos y venerables. En definitiva: la guerra terminó de popularizarse. El golpe más duro fue para Francia, una nación cuya columna vertebral eran los hombres de armas y los gendarmes y que apostaba por los mercenarios suizos y alemanes para formar el grueso de su infantería.

La segunda gran revolución que se vivió en Pavía fue la de la pólvora. Este tipo de armamento no era desconocido en Europa. Desde el siglo XIV se utilizaba de forma generalizada en los asedios de castillos y plazas fuertes. Y, con el paso de los años, empezó a adquirir cierta preponderancia en los ejércitos. El mismo Francisco I contaba en sus filas con hacquebutiers (arcabuceros). De hecho, solía enviar una partida de estos soldados en persecución de los enemigos que huían para hostigarlos y no poner en riesgo a sus gendarmes. Pero los españoles se adaptaron mucho mejor. Por un lado, aumentaron de forma considerable las bocas de fuego que apoyaban a sus unidades de piqueros. Por otro, concentraron a sus arcabuceros y escopeteros —todavía se usaban ambas armas— para causar estragos en las filas enemigas.

Las cifras son soberanas. En los años previos a esta contienda, los lansquenetes alemanes al servicio de Francia apenas incluían unos 200 arcabuceros y escopeteros por cada 5.000 infantes. El ejemplo más claro fue Pavía, donde Oznaya confirma que las Bandas Negras estaban formadas por unos 4.000 coseletes y dos centenares de bocas de fuego. A cambio, en los cuadros de piqueros españoles e italianos era habitual que esta cantidad fuera diez veces mayor. En 1525, de hecho, las relaciones confirman que las compañías hispanas afincadas en Italia contaban con una media de un 35% de soldados equipados con armas de fuego. En la unidad de Quesada la cifra era todavía mayor: un 83%. «Serían doscientos arcabuceros muy bien aderezados», recogió Oznaya en sus textos. Y, por si fuera poco, estas unidades apostaban por la movilidad y por apoyar de forma independiente y concentrada a sus compañeros.

El asedio y la batalla de Pavía. 1525-1528, Ashmolean Museum of Art and Archaeology, Oxford. Foto: Getty.

Con todo, Pavía no solo marcó el declive de la caballería pesada, sino que también puso de manifiesto la capacidad de las armas de fuego portátiles de diezmar a la infantería. En el centro y el flanco izquierdo imperial quedó claro cuando los soldados imperiales, apoyados por seis centenares de arcabuceros y escopeteros, desarbolaron a las Bandas Negras al servicio del monarca galo. «Ya los arcabuceros nuestros que delante del escuadrón estaban se habían apercibido de encender dos o tres cabos de mechas para poder tirar más libremente, y en la boca llevaba cada uno cuatro o cinco pelotas para cargar más presto […] Salieron los 200 escopeteros que los contrarios traían, y adelantándose dispararon, pero como no traían puntería, […] no mataron ni hirieron a nadie», destacaban las crónicas de la época. La única solución, a partir de entonces, fue copiar a los españoles y valerse de un sistema mixto de infantería y fusileros.

Bicocca, el principio de todo

Pavía supuso el ocaso de la caballería pesada, pero no fue el inicio del glorioso camino de las armas de fuego portátiles e individuales. Ese honor corresponde a una contienda que se sucedió tres años antes, en el parque de Bicocca. En abril de 1522, un ejército francés se personó al noroeste de los muros de Milán. Al frente se hallaba el general Lautrec con nada menos que 15.000 piqueros suizos, considerados como la élite de la infantería de la época después de haber dominado los campos de batalla durante más de medio siglo. Frente a él, el setentón Próspero Colonna disponía de 4.000 arcabuceros españoles acompañados de unos pocos lansquenetes alemanes, jinetes y piezas de artillería.

La infantería suiza, ávida de sangre y de dinero —pues no cobraba desde hacía semanas— presionó a Lautrec para entablar batalla. Este, desbordado, ordenó la carga contra las tropas de Colonna el 27 de abril. Su número y su fama eran apabullantes. Los españoles, a cambio, se ubicaron tras un terraplén hundido que hacía las veces de foso medieval. Tanto los arcabuceros como la artillería contaban con una visión perfecta del enemigo. La contienda comenzó de buena mañana. Los asaltantes formaron dos gigantescos cuadros y avanzaron, de forma lenta pero inexorable, contra las posiciones contrarias. Una vez que superaran la hondonada, o eso creían, la resistencia se desharía en minutos.

No fue así. Los arcabuceros españoles formaron cuatro hileras y, en tandas sucesivas, para no detener jamás el fuego, descerrajaron descarga tras descarga a la infantería suiza. Aquella táctica se adelantó a la que, a la postre, haría famoso a Mauricio de Nassau. «La escopetería y arcabucería española comienza a hacerles fuego, con tal suerte que, antes que a las manos viniesen, más de dos mil cayeron », escribió el cronista Martín García Cerezeda. Los lansquenetes imperiales hicieron el resto.

Al final, los asaltantes claudicaron, arrojaron sus armas y huyeron. Cuando los arcabuces se enfriaron y se detuvo el repicar de los aceros, la estampa era pésima para Lautrec. Los franceses habían perdido 3.000 infantes suizos. Mientras, Colonna no sumó más que un puñado de bajas. De hecho, algunos autores afirman que no hubo ni heridos ni muertos por el bando imperial. La facilidad a la hora de imponerse al enemigo marcó el comienzo de una nueva era, la de la supremacía del arcabuz, y el nacimiento de una expresión: ser una bicoca. ¿Les suena?

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-03-26 06:51:30
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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