Tras las acciones de Gravelinas de la mañana del ocho de agosto de 1588, que han pasado erróneamente a la historia como la gran batalla naval en la que Isabel I destrozó a Felipe II, la Gran Armada recupera su imponente formación. Medina Sidonia reta nuevamente a los ingleses a un combate que Howard rechaza, igual que lo hará en días sucesivos, hasta que, agotado, el día 12 abandona la persecución a los españoles dejando la costa inglesa a su suerte.
Isabel I, escuchando a sus consejeros, que temen un regreso de los españoles desde el norte, prohíbe desembarcar a la dotación de los barcos retornados. Pero el hacinamiento de los hombres va a tener unas consecuencias devastadoras, pues la mitad morirán de tifus atrapados en los barcos, compensando, ya en este septiembre, las pérdidas sufridas por los españoles en sus naufragios.

Una respuesta rápida
Cuando Isabel I es informada de que la Gran Armada vuelve a España, y ordena, demasiado tarde, la desmovilización, es consciente de que se le presenta una ocasión irrepetible, pues si lanza un ataque sin darle tiempo a Felipe II para reparar y reabastecer los barcos retornados, se encontrará el mar expedito. Así que reúne una gran flota que zarpa de Plymouth el 29 de abril del año siguiente y está compuesta por 27.667 hombres y 180 barcos. Tiene por tanto más barcos que la Gran Armada –aunque son más pequeños y pesan menos– y un número de hombres parejo.
Son tres sus objetivos. El fundamental es la destrucción de la Gran Armada en reparación en Santander. El segundo, atacar Lisboa aprovechando viento y marea y entronizar a un primo de Felipe II, el prior de Crato, que había ofrecido convertir Portugal en un país satélite de Inglaterra, con permiso para entrar en el Imperio portugués.

Y, como tercer objetivo, la Contraarmada debería tomar una isla en las Azores, capturar la flota de Indias, hacerse así con un fabuloso tesoro y cortar el cordón umbilical que une a España con América. De esa manera Inglaterra se prepararía para sustituir a España en el control de las rutas oceánicas. El plan estaba bien trazado y el tamaño de la Armada era el adecuado.
Pero Isabel no tenía una Royal Navy para consumar este proyecto y comisionó a John Norris, el más prestigioso general de la época, y al antiguo pirata Francis Drake, investido ahora almirante, para que reuniesen una flota de armadores privados que, interesados por el botín, se sumasen a la expedición. De hecho, la reina solo puso seis barcos reales para dirigir cada una de las cinco escuadras y otro auxiliar, pero el resto fueron privados.
Esta flota, más pirática que real, ni siquiera va a intentar cumplir el objetivo para el que fue fletada, pues los inversores querían ir directamente a Lisboa y las Azores, pero Drake y Norris consideraron que el ataque y destrucción de La Coruña, que supusieron desprevenida, sería buen argumento para aplacar la ira de la reina por no haber ido a Santander, donde estaba la Armada en reparación.
Los ingleses sitian La Coruña
Sin embargo, La Coruña no estaba tan desprevenida, pues Juan Pacheco, segundo marqués de Cerralbo y gobernador de Galicia, había solicitado y conseguido que los barcos de la Gran Armada que volviesen a Galicia permaneciesen en ella, y su infantería y artillería sirviesen para fortalecer la costa. Y así La Coruña se reforzó con 600 soldados viejos de infantería. También había provisiones y suministros de guerra, pues la plaza se había convertido en base naval, y la población, aunque de solo 4.000 mil habitantes, tenía unas bien entrenadas y armadas milicias locales: 560 hombres, 340 piqueros y 220 arcabuceros.

Además se había hecho realidad a contrarreloj el viejo sueño de construir un castillo en el islote de San Antón que señoreaba la bahía. Pronto, sus recién instaladas culebrinas se estrenarían con éxito, obligando a Drake a desembarcar en la lejana playa de Oza y causándole los primeros daños. Pero la Contraarmada, inevitablemente, sitia La Coruña, emplazada sobre una península y con dos estructuras defensivas: en el istmo, un murete de cuatro metros de altura; y en el fondo, en lo alto de un roquedal sobre el mar, la antigua ciudad medieval amurallada.
El día cuatro de mayo, los ingleses lanzan un primer ataque contra San Antón con cuatro grandes barcos que son rechazados con artillería y mosquetería, y deben ser remolcados fuera del alcance del castillo. El cinco por la noche, acometen el murete del istmo, mientras, aprovechando el estruendo, otros desembarcan con sus lanchas en la playa intramuros sin ser vistos y atrapan entre dos fuegos a los defensores del istmo. Estos, sorprendidos, deben girar sobre sus talones y retraerse a sangre y fuego atravesando la ciudad baja, hacia la salvación de la ciudad amurallada, donde se refugiarán los sitiados.

Esta es la noche triste de La Coruña, pues aunque muchos vecinos consiguen escapar, otros caen prisioneros. Los invasores cometen atrocidades, matan a hombres, mujeres y niños, algunos quemados y otros torturados (‘Black’ Norris utilizaba estas técnicas para aterrorizar a las poblaciones). En todo caso, los expedicionarios se van a encontrar un gran botín, incluidos 25.000 hectolitros de vino, cien litros por cabeza, por lo que se pillan una borrachera colosal. Muchos morirán al día siguiente porque, inconscientes del peligro, serán tiroteados desde las murallas o muertos al salir del perímetro del murete del istmo.
Dos ataques simultáneos
Poco después, empiezan a preparar el asalto al último reducto de resistencia, la ciudad amurallada, con dos métodos. Por un lado, una mina subterránea con la que pretenden volar el torreoncillo semicircular, o cubo, de la esquina norte; por otro, una plataforma artillera en el convento de Santo Domingo, situado extramuros, para abrir brecha con fuego convergente. Tras una semana en estos cometidos, y tras intentar el día 11 un asalto con escalas que es rechazado, será el 14 de mayo de 1589 cuando se desencadenen sus ataques simultáneos.
Para neutralizar la mina, de cuya preparación los defensores eran conscientes, se encomendó a las mujeres el apuntalamiento y terrapleno por el lado interior de la muralla (lo que hicieron desmontando casas intramuros), pues los hombres permanecían en guardia ininterrumpida distribuidos estratégicamente en todo el perímetro amurallado. Así, se consiguió una fortaleza que no tenían aquellas murallas medievales. El cubo minado, ya macizo, se trocó en una pesada presa llena de piedras y tierra, y cuando lo dinamitaron, a pesar de los cálculos de los artificieros, los gases de la explosión no encontraron salida ni hacia dentro ni hacia arriba, y Norris se disparó a la cara la muralla sepultando a trescientos de sus hombres.

Sobre los cadáveres ingleses se libra entonces un combate encarnizado entre la compañía de Álvaro de Troncoso y los que pretenden entrar por el hueco abierto en la muralla. A la refriega se suma Diego de Bazán, sobrino de don Álvaro, con su compañía de arcabuceros desde lo alto de la muralla, y varias piezas de artillería que disparan contra los asaltantes, y así se consigue abortar el ataque. Las mujeres utilizan entonces puertas, armarios, mesas, camas, traveseros como parapetos, y los ingleses no van a entrar a la postre por esa brecha.
Pero las cosas se presentan distintas en la otra, puesto que no se obra el milagro del cubo minado, y tras dos horas, las fuerzas españolas ya están muy débiles y con muchos muertos o heridos, y los que no, agotados. Será entonces cuando un alférez inglés suba a las murallas para iniciar la toma de la ciudad y una vecina llamada María Pita lo mate mientras las mujeres, que no habían sido contabilizadas en un principio para la defensa de la ciudad, se convierten en un insospechado cuerpo estratégico de reserva que atacan en masa donde hace falta, y traen un enorme acopio de piedras para someter a los asaltantes a una intensa lluvia de adoquines que, según las mismas fuentes inglesas, les resultará insufrible. A las que son muertas, disparadas desde el lado inglés, las sustituyen rápido, y así esta ofensiva también es rechazada.
Y al tiempo se está produciendo aún otra, esta vez contra el Castillo de San Antón. El poder artillero de esta fortaleza había impresionado a los buques de Drake de tal manera que este decidió tomarlo al asalto con 40 embarcaciones, las grandes dotadas de artillería, pero a los cañonazos del castillo se suman los de la muralla coruñesa y hunden varias de ellas.

De este modo, el 14 de mayo sobrevive el dispositivo ciudad amurallada-San Antón, con lo cual los ingleses no tienen el puerto de La Coruña y se les complica el reembarque. Efectivamente, cerca de Oza está el puente románico de El Burgo, en el cual se han acantonado las tropas de socorro españolas, que llevan días haciendo salidas y sometiéndolos a desgaste continuo. Norris ordena la evacuación del puente para asegurar el reembarque, pero es muy difícil tomarlo con sus 100 metros de largo y tres de ancho, pues deben atravesarlo mientras son disparados desde la orilla contraria.
Así, el 16 de mayo se desarrolla otra batalla cruenta donde los isabelinos serán rechazados dos veces, y solo a la tercera, cuando entran en combate los caballeros con sus armaduras, y con pérdida de hombres –incluido Edward Norris, hermano del general, que resulta herido–, lo toman. Hecho esto, y después de dos intentonas incendiarias el 16 y 17 de mayo que son abortadas, se hacen a la vela habiendo perdido 1.500 hombres y portando un número mayor de heridos.
A por los otros objetivos
Su siguiente objetivo es Lisboa, pero después de haber sido rechazados en la pequeña Coruña no se atreven ya a seguir el plan inicial de un ataque directo por mar aprovechando viento y marea, y dividen sus fuerzas. Norris desembarca a sus hombres en Peniche, a 70 km de Lisboa, con la intención forjar un ejército angloportugués en su marcha a la capital. Drake fondea su flota en Cascais, a la entrada del estuario de Lisboa, a la espera de sincronizar una operación tenaza, un ataque marítimo al mismo tiempo que Norris acometa desde tierra.

Pero en Lisboa no hay 600, sino 5.000 soldados viejos españoles. Ya el desembarco en la playa de la Consolación es desastroso, pues lo realizan en una esquina peligrosa, donde no les esperan los españoles, y 14 barcas se van a pique con más de 80 ahogados. En todo caso, los ingleses consiguen desembarcar e inician su marcha hacia Lisboa.
Los españoles interrumpirán toda comunicación entre Norris y Drake, que no volverán a saber nada el uno del otro, y hostigan al ejército desembarcado sin cesar. No presentan batalla, sino que lo dejan acercarse a Lisboa, haciendo una táctica de tierra quemada que no resulta difícil, pues los portugueses huyen despavoridos con sus haciendas ante el avance del ejército hambriento.
El 1 de junio, el simbólico día del Corpus en que don Antonio, prior de Crato, había prometido entrar en Lisboa, antes del amanecer los españoles desencadenan un ataque sorpresa nocturno, una encamisada, y entran en el campamento e inician una degollina que acabará con armas de fuego, para poco después desaparecer por donde han venido dejando 200 muertos y dando al traste con los planes del prior de Crato.

Pero es el día 3 al mediodía, con los ingleses ya acuartelados extramuros al oeste de Lisboa, cuando se ordena una ofensiva más seria, pues 1.100 soldados escogidos van a atacar el acuartelamiento inglés por tres lugares distintos a la vez. Por el lado contrario a las murallas lisboetas se romperán seis trincheras y será diezmado el regimiento del coronel Brett, que muere con sus capitanes, y en los otros dos se llegará a la lucha cuerpo a cuerpo. Esto va a cambiar el signo de la expedición.
El día 4 son enterrados Brett y sus hombres y esa noche, dejando hogueras encendidas para disimular, los ingleses huyen desde Lisboa a Cascais, donde estarían protegidos por la flota de Drake. No obstante, en su desplazamiento continuó el hostigamiento español y perderían más de quinientos hombres. Ahora no son los españoles los sitiados, sino al revés. Se destruirán entonces todos los molinos circundantes al apercibirse de que los isabelinos los estaban usando para hacer harina y alimentarse. Esto les obligó a hervir el trigo, produciendo más enfermedades y muertes.
Ante la llegada de Martín de Padilla, el adelantado de Castilla, con 15 galeras, y sabiendo que había preparados seis brulotes en el Castillo de San Felipe para lanzarlos sobre la flota inglesa fondeada en cuanto hubiera vientos favorables, el almirante Drake zarpa sin esperar vientos propicios. Al día siguiente, en calma chicha, las nueve galeras de Padilla y Alonso de Bazán alcanzan a la flota y, situándose a popa de los barcos, empiezan a cañonearlos y hunden, incendian o capturan entre nueve y once, y dispersan a otros.
El agónico regreso a casa
Aquí empieza el viaje de regreso de la Contraarmada, que no será menos trágico que el de la Gran Armada. Si los españoles se quedaron sin los barcos, muchos de ellos estampados contra la costa, los barcos ingleses serán los que se queden sin los hombres, pues los problemas de hambre, mala alimentación y, sobre todo, peste y tifus, que ya habían asolado la flota inglesa un año antes, retornan.
Pero esta vez es peor. No tienen puertos donde refrescarse, las galeras españolas los persiguen y los portugueses están atentos a impedir cualquier desembarco. Harán una parada de emergencia en la ría de Vigo para conseguir agua y comida y destruirán esta localidad, pero en un contraataque español al día siguiente, por los propios vecinos vigueses y tropas españolas que acuden al lugar, habrán de contar importantes pérdidas.
Y así, tras este nuevo descalabro en Vigo, la Contraarmada zarpa. La situación de los barcos ya es extrema. Se produce un patético tira y afloja entre ellos para conseguir los hombres mínimos para la navegación, y habrá muchos que se pierdan a la deriva como barcos fantasmas, por falta de hombres que pueden marinarlos, o sean abandonados.
De los 180 barcos que habían zarpado solo volverán 102 en grupos sueltos, pero Drake y Norris, que a punto están de llegar a las manos en Plymouth por las acusaciones que se lanzan mutuamente, consiguen ocultar las muchas pérdidas. Los barcos estaban casi vacíos (de los 27.667 marineros iniciales se presentaron a la paga 3.722) y los que tomaron tierra estaban infectados. La peste arrasó Plymouth y murieron 400 vecinos en las primeras semanas. Así, la pérdida de vidas es del orden de 20.000, lo que convierte esta catástrofe naval inglesa en la mayor de la historia de Inglaterra.

No se va a presentar ya una ocasión como esta para Isabel I y cambia el signo de la guerra angloespañola. Las condiciones de paz que se firman en 1604 son favorables a España. La interrupción de los ataques piratas y de la ayuda a los insurrectos flamencos serán exigencias que deberá firmar el nuevo rey inglés. Así ocurrieron los hechos reales. Un victoria final que contrasta con la imagen que ha quedado de Felipe II y su “Invencible” derrotada por Isabel I.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2025-04-07 23:00:00
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