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un tesoro artístico oculto en el monasterio

un tesoro artístico oculto en el monasterio

La sacristía del Real Monasterio de Guadalupe es un auténtico milagro para los interesados en la Historia del Arte de la Edad Moderna en España, pues en gran medida se conserva íntegra, a pesar de sus casi 400 años de antigüedad. Pocos conjuntos pictóricos de tanta calidad como el que reúne este espacio del monasterio se han salvado de la tradicional dispersión patrimonial que han sufrido los centros religiosos del país, ya sea por las guerras, los expolios o las desamortizaciones. 

Su construcción culminó una serie de ampliaciones y renovaciones en el monasterio que arrancaron a finales del siglo XVI con la construcción de nuevas capillas, el acondicionamiento de las celdas y el refectorio de los monjes, así como con la decoración de la propia iglesia. En 1638, con el objetivo de marcar para la eternidad su priorato en el monasterio, el monje Diego de Montalvo decidió edificar una nueva sacristía en el ángulo sudeste de la iglesia, de una entidad acorde a la importancia de este centro religioso donde se custodiaba una de las imágenes marianas de mayor devoción en Castilla. La obra principal comenzó concretamente el 5 de agosto, según está inscrito bajo una de las ventanas del lado sur de la propia sacristía, y se alargó hasta 1647 siguiendo los planos del arquitecto carmelita fray Alonso de San José.

La planta rectangular de la sacristía está cubierta por una bóveda de cañón con lunetos.

A través de una sala denominada antesacristía, llegamos a este espacio de planta rectangular dividido en cinco tramos por pilastras y cubierto mediante una bóveda de cañón con lunetos. Lo primero que nos llama la atención es la decoración que recubre sus muros, desde el zócalo de jaspe a la bóveda, con pinturas que representan guirnaldas, frutos, elementos vegetales y animales, así como rostros humanos y ángeles. Además, a lo largo de la clave de la bóveda se instalaron otras representaciones con algunos pasajes de la vida de san Jerónimo, realizadas por los artistas Manuel Ruiz y el religioso jerónimo fray Juan de la Peña. 

Pero ¿por qué construyeron un espacio tan suntuoso si no se encontraba a la vista de los feligreses del siglo xvii? Tradicionalmente, estos esfuerzos constructivos de la comunidad jerónima se han interpretado como una reafirmación del monasterio ante su pérdida de centralidad en los patronatos de la Monarquía Hispánica. Si bien es cierto que la Corona había reducido su presencia en Guadalupe tras el establecimiento de la corte en Madrid o Valladolid —lo que a su vez favoreció a otros centros de la misma orden como el monasterio madrileño de san Jerónimo o el propio San Lorenzo de El Escorial—, también hay que mencionar que, tan solo veinte años atrás, el rey Felipe III había presenciado en Guadalupe la solemne consagración de un nuevo retablo mayor de la iglesia. 

De hecho, la reestructuración de la capilla había sido costeada por la Corona y contó con la intervención de algunos de los artistas más destacados de la corte. Además, en este momento se renovaron los sepulcros de los reyes Enrique IV y su madre María de Aragón, que subrayaban la identidad de los jerónimos como custodios de un panteón real. Por tanto, probablemente, también hay que tener en cuenta para explicar esta obra que los propios monjes realizaron algunas inversiones para adaptar la imagen del monasterio al lenguaje de los nuevos tiempos, al tiempo que dejaron su impronta en la historia de la comunidad a través del fomento de las artes. 

Detalle de la bóveda de la sacristía, con san Jerónimo en diálogo con un árabe.

Y el elegido es… Francisco de Zurbarán

El proyecto estaba tan cuidadosamente diseñado que, desde sus inicios, se planteó instalar en la sacristía ocho pinturas sobre lienzo del pintor Francisco de Zurbarán (1598-1664). De hecho, nada más iniciarse la construcción, se enviaron poderes a Sevilla para proceder a su contratación. En el momento de recibir este encargo, el pintor extremeño se encontraba entre los más destacados artistas de la ciudad sevillana, donde se había instalado hacía una década con un taller propio de gran éxito comercial en toda Andalucía y también en América. Su experiencia y el nutrido taller que dirigía funcionaron de forma óptima en la producción de series de lienzos destinados a espacios conventuales masculinos. Además, Zurbarán había tenido la oportunidad de trabajar, durante un breve periodo de tiempo, para la corte de Felipe IV (1605-1665) en Madrid, donde pudo admirar y aprender de los artistas europeos más destacados de su tiempo presentes en las colecciones reales. Por tanto, se entiende fácilmente por qué los monjes jerónimos habrían puesto sus ojos en Zurbarán para completar esta tarea.

San Jerónimo con los mártires, una de las escenas de la vida del santo representadas en la bóveda de la sacristía, obra de Juan Ruiz y fray Juan de la Peña.

Una vez finalizados al año siguiente, los ocho cuadros se instalaron sobre las cajoneras de la sacristía: cinco en uno de los lados mayores y otras tres en la pared frontera, donde se abren las ventanas que iluminan el espacio. Las obras, todas de iguales dimensiones (290 x 222 cm), aún se conservan encastradas en sus marcos de madera, subrayando la individualidad de cada escena. En una primera observación de conjunto, la disparidad entre la perspectiva de las arquitecturas que enmarcan las escenas, muchas de ellas extraídas de grabados, y su falta de correspondencia con el espacio construido nos recuerdan que se trató de un encargo que Zurbarán completó desde Sevilla, probablemente sin contar con referencias de su ubicación. 

No obstante, el pintor demostró en estas obras sus dotes para la narración de eventos de la vida de ocho monjes que participaron de la comunidad de Guadalupe en los siglos XIV y XV. Para la recreación de estas escenas tan solo se contaba con crónicas o memorias escritas, por lo que Zurbarán hubo de plantear un tipo de imagen nueva para personajes nunca antes representados. Se trata de un interesante ejercicio de recreación identitaria y hagiográfica de la propia institución, que defendía su valor como una casa de religiosos siempre regida por una vida ejemplar. Un proyecto de gran interés que también supuso un esfuerzo por dotar de «historicidad» y verosimilitud a las escenas, como demuestra la reiteración de testigos que miran hacia el espectador, las miradas cómplices de algunos de los protagonistas o la inclusión de piezas de cultura material pertenecientes a siglos anteriores, tales como alfombras de Alcaraz o vestimentas propias de generaciones previas. 

Fray Andrés de Salmerón confortado por Cristo (1639), por Zurbarán.

Así, los cuadros funcionan como apariciones de un espacio fingido que amplía el real y la arquitectura trabaja para ellas como un marco expandido de las imágenes gracias a los estucos y las pinturas murales con toques dorados que se propagan también por la bóveda y que se reflejan en los espejos que alberga la sala. Eso sí, al mismo tiempo, los cuadros guardan fundamentalmente un sentido doctrinal, por lo que se reservó un espacio bajo ellos para unas inscripciones en verso que mejoran su comprensión y amplían su capacidad didáctica. 

Ocho «Santos Varones» Jerónimos

Como una muestra previa a la formalización del contrato, la primera pintura que Zurbarán debió ejecutar en 1638 fue La misa de fray Pedro de Cabañuelas. Fue, sin duda, exitosa, porque le sirvió para demostrar su valía a los monjes y firmar el acuerdo en marzo de 1639. En ella se representan las dudas que sobrevinieron al hermano Pedro de Cabañuelas sobre el misterio de la transubstanciación, es decir, la transformación durante la Eucaristía del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Por eso, la obra captura ficticiamente el instante de estupor ante la contemplación de una visión que contó el propio Cabañuelas, en la que la forma sagrada se elevó ante él, antes de llenar la patena con la sangre que manó de ella y acabar así con las dudas del monje. El rompimiento de Gloria, con nubes y querubines, refleja su luz dorada en los ornamentos litúrgicos del altar, dotándolos de mayor volumen y focalizando la atención del espectador. Además, Zurbarán subraya en la pintura la elocuencia del momento recurriendo a la inscripción TACE, QUOD VIDES, ET INCEPTUM PERFICE, o bien, «Calla lo que ves y acaba lo que has empezado», lo que explica por qué el acólito de Cabañuelas no participa de la visión mística del fraile. 

Como es lógico, los monjes jerónimos encargaron al pintor que representase los momentos álgidos escogidos de las distintas narraciones, con el objetivo de acentuar su dramatismo. Para ello, Zurbarán intentó intensificar la sensación de realidad a través de los contrastes de luz en los fondos y la representación verídica de los rostros de sus protagonistas, como en La visión premonitora de fray Pedro de Salamanca

En estos cuadros, como sucede en La lucha de fray Diego de Orgaz contra los demonios o en El adiós del padre Juan Carrión a sus hermanos, a quien Dios le había revelado su muerte para que tuviera tiempo de humillarse una vez más ante sus hermanos, las figuras de los monjes con sus grandes y pesados hábitos ocupan la mayor parte del espacio pictórico, por lo que las arquitecturas fingidas tan solo sirven para crear el marco en el que se desarrolla el relato de la pintura. Solo encontramos una excepción a esta regla, pues en la pintura de Fray Andrés de Salmerón confortado por Cristo la atmósfera de luz ante la que se sitúan las figuras los coloca en un lugar sin tiempo ni espacio, es decir, en la conversación con la divinidad. Las trabajadas figuras contrastan con la pintura de factura menos dibujada y de hábiles toques blancos que conforman las fantasmagóricas figuras de querubines y un ángel músico con laúd en el fondo. Por desgracia, las capas pictóricas más externas parecen haber sufrido pérdidas, como puede verse en la mano del santo que se funde con la túnica, ahora rosácea, de Cristo. Pero la obra sigue teniendo un gran efecto por la humanidad del contacto suave entre ambas figuras, con el avance de Cristo hacia el religioso y el amable diálogo místico que se refleja en su rostro, que favorece al contemplarlo el recogimiento previo de los oficiantes de la misa mientras se preparan en la sacristía. 

La tentación de san Jerónimo (1639), por Zurbarán.

Para cualquier espectador de la Edad Moderna, el aspecto físico traslucía también la virtud personal. Una obra paradigmática de estas características es Fray Martín de Vizcaya repartiendo limosna, donde el pintor se recrea en el contraste entre el aspecto impoluto del monje y los efectos que la necesidad ha producido en los rostros de los mendigos que le acompañan y se benefician de su caridad, como si Martín de Vizcaya se tratase de la misma imagen de Cristo. Además, en las pinturas de Zurbarán, los monjes jerónimos cumplen escrupulosamente con el ideal monástico y renuncian a los goces del mundo y del cuerpo, se retiran de la vida en sociedad y, desde la comunidad, con la ayuda de la Virgen de Guadalupe, luchan contra las tentaciones del demonio que les ofrece pecar en soberbia, blasfemia o con la carne, tal y como es visible en la pintura de La lucha de fray Diego de Orgaz contra los demonios

Por tanto, estas escenas de la vida militante y la virtud religiosa de algunos monjes jerónimos funcionan como iconos de rectitud moral según los principios de la vida monástica. Asimismo, su ejemplaridad se complementa con otros personajes escogidos que habían formado parte de la comunidad, pero que también habían actuado como consejeros de los monarcas castellanos. Por ejemplo, uno de los principales protectores del monasterio y artífice de la reforma de la orden en el siglo xiv, fray Fernando Yáñez de Figueroa, rechaza en su pintura el birrete de manos del rey Enrique III (1379-1406) cuando este intenta nombrarle arzobispo de Toledo, la sede primada de España, al tiempo que la más rica y de mayor influencia. 

Quizá, la pintura más conocida del conjunto pertenece a este grupo. Se trata del «retrato» de Gonzalo de Illescas, obispo de Córdoba y consejero de los reyes Juan II (1405-1454) y Enrique IV (1425-1474). En la composición se refuerza su figura de hombre intelectual sentado en su escribanía, en la tradición representativa de los doctores de la iglesia, sin perder de vista la necesaria humildad que le recuerdan el reloj de arena y la calavera colocadas sobre la mesa. En este caso es muy interesante el modo mediante el cual Zurbarán enlazó el ambiente sereno del estudio del obispo con la escena urbana de caridad en el fondo, gracias al recurso a un cortinaje y a una columnata en la que se juega con el contraluz de la arquitectura. De nuevo, la calidad de los objetos que se asientan sobre la mesa, así como la manzana sobre el libro en el pedestal de las columnas, son recursos para dotar de verosimilitud a la escena, al igual que sucede, por ejemplo, con el cesto y los panes en la pintura de fray Martín de Vizcaya. 

La Capilla de San Jerónimo como colofón

Tras un recorrido por estos «santos varones» de la Orden Jerónima, la sacristía se remata con una capilla dedicada a san Jerónimo, donde también se custodian prestigiosos objetos como un fanal de una galera otomana de la Batalla de Lepanto. Para esta capilla de menores dimensiones también se solicitaron imágenes al taller de Zurbarán, quien contribuyó con sus obras a formar uno de los más extraordinarios juego de anatomías masculinas, tanto pictóricas como escultóricas, existentes en un contexto religioso en España. 

Cuando se accede a la estancia destacan a la vista del fiel la escultura de san Jerónimo de Pietro Torrigiano en el retablo principal y, sobre este, la Apoteosis de san Jerónimo, conocida como La Perla (145×103 cm). La Apoteosis de san Jerónimo es un cuadro peculiar y representa la recompensa de la santidad tras una vida de renuncias. Esta iconografía del santo, que se eleva sobre una nube de angelotes vestido con los hábitos de la orden mientras uno de ellos le ofrece su capelo, no es común en su representación tradicional, sino que está más cercana a otras pinturas coetáneas como Santa Rosalía de Palermo pintada por artistas como José de Ribera. Además, el taller de Zurbarán compuso también ocho pequeñas figuras de siete monjes y una monja para el banco del retablo, caracterizadas por una pintura más minuciosa debido a sus pequeñas dimensiones y hoy conservadas en el museo de pintura y escultura del monasterio.

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Víctor Daniel López Lorente

Pero quizá el aspecto más interesante sea cómo la pintura de Zurbarán acompaña en los laterales de la estancia a la escultura principal de Torrigiano, con dos escenas de humildad extraídas de la vida del santo: la Flagelación y las Tentaciones (235 x 290 cm). En la primera, los ángeles disciplinan a un joven san Jerónimo por las excesivas lecturas de Cicerón que consumían gran parte de su atención. De nuevo, la pintura genera una escena de fondos celestiales donde se produce la conversación entre el ser humano y la divinidad. Frente a él, en el cuadro situado en la pared frontera, el cuerpo del santo ya envejecido y ajado por el tiempo contrasta intensamente con el grupo de cortesanas que se aparecen en su imaginación. Estas figuran vestidas ricamente y, mediante la música, ofrecen al ermitaño los placeres terrenales que este rechaza vehementemente. Unos ejemplos en los que la humildad se ha trasladado al lienzo para una comunidad ávida de imágenes.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-04-15 11:28:06
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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