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una joya del patrimonio cultural y sanitario

una joya del patrimonio cultural y sanitario

Hospitales durante la Edad Media y el Renacimiento hubo muchísimos, su número solo en la península ibérica pudo ser de varios cientos. Bibliotecas con libros de medicina y cirugía hubo menos, quizás si eran propiedad de reyes o eclesiásticos. Y centros de enseñanza donde estas ciencias pudieran transmitirse todavía existieron en menor número, si acaso unas cuantas decenas de universidades a lo largo del continente europeo. Sin embargo, que estos tres elementos confluyeran fue algo excepcional, y que lo hicieran en el campo extremeño todavía más. Es como si se hubiera dado un eclipse sanitario en el monasterio de Guadalupe, por el cual todos los elementos se alinearon.

Complejo hospitalario especializado

Los hospitales, como indica la propia palabra, no nacieron tanto para curar como para dar hospitalidad. Piense el lector que, durante buena parte de la historia, las infraestructuras para los desplazamientos humanos han sido tremendamente deficientes en comparación con las actuales, por lo que ha sido necesario invertir constantemente en vías de comunicación, puentes y hospitales, que eran las paradas obligatorias en el camino. 

En sus orígenes sirvieron para proteger al viandante, no importaba si el viaje era por motivos laborales, como los jornaleros, o devocionales, tal que los peregrinos. Si alguno de ellos caía enfermo, la sola proporción de una dieta rica y variada, cuidados y la seguridad que confería una institución podían decantar la balanza entre la vida y la muerte. Y fue a partir del siglo xiv cuando la medicina y los expertos en la salud corporal penetraron progresivamente en estos espacios. 

Escudo de la portada del hospital de San Juan Bautista con la inscripción Langvido collo nitet «brilla ante la enfermedad». Foto: ASC

Justamente en esta centuria es cuando disponemos de las primeras noticias de pequeños hospitales en torno al monasterio de Guadalupe, muchas veces coincidiendo con la fundación del cenobio y, por tanto, la instauración de la comunidad de religiosos y la atracción de los más devotos. Es a mediados del siglo XV y principios del siglo XVI cuando las noticias históricas son más elocuentes y nos hablan de la conformación de un complejo hospitalario especializado: un primer hospital para hombres, otro para mujeres y un tercero para sifilíticos; todo ello sin contar con la enfermería monástica, destinada única y exclusivamente para la numerosa congregación de monjes. Pensemos que en 1442 el cenobio estaba compuesto por 120 frailes. 

El centro de los varones también se conoció como hospital de san Juan Bautista y fue el referente para los otros dos. Disponía de un equipo profesional de veinte personas para la asistencia de los pobres y enfermos: acemileros, cocineros, despenseros, refitoleros, sastres, hortelanos y criados se encargaban de todo lo doméstico, mientras que enfermeros, médicos, cirujanos y sus aprendices se ocupaban de los aspectos sanitarios. Llegó a tener cuatro salas para separar a los enfermos: una para los mozos, sirvientes y donados del monasterio, la segunda para el tratamiento de heridas, la tercera para enfermos de fiebres y la última para pacientes con enfermedades crónicas. 80 llegó a ser el número de camas en el siglo xvi y más de 100 en el siglo XVII. 

Era un edificio de dos plantas y dos claustros, con la mayor parte de las salas de los enfermos en torno al primer patio. Si eran recibidos enfermos epidémicos su situación estaba dispuesta en torno al segundo de los patios, lo que permitía una mejor circulación del aire. Todavía hoy, aunque muy transformadas, pueden apreciarse algunas de estas salas en el Parador Nacional. 

Claustro de la enfermería del monasterio de Guadalupe, antiguo hospital de monjes. Foto: ASC

Escuela de medicina

El hospital nuevo o de las mujeres duró prácticamente tanto como el de los varones, desde la primera mitad del siglo xv hasta 1835. Sus veinte camas eran atendidas por beatas, es decir, diez mujeres piadosas pero que no formaban parte de una orden religiosa femenina, «que curan en abito de beatas y tienen su madre que las govierna y su portera a donde no entra nayde sin licencia», dice la documentación. Frente al mito histórico de una deficiente higiene corporal y comunitaria, las indicaciones para mantener estos espacios sanitarios indican lo contrario. Estas beatas debían tener «muy aseadas las camas de las enfermas, y las salas muy limpias y olorosas. Todos los días las deben exhaumar con enebro o aluzema, especialmente al tiempo de las visitas de médico o cirujano mayor». 

El tercer hospital fue el de la Pasión o de las bubas. En la plazuela de la Pasión de la Puebla una cofradía homónima ya había fundado un pequeño establecimiento para peregrinos que acabó siendo reconvertido en centro para sifilíticos en 1498. Esta enfermedad, también conocida como morbus gallicus, se extendió con los ejércitos franceses durante las guerras italianas de finales del siglo XV. 

Desde entonces multitud de hospitales europeos fueron creados o reacondicionados para tratar esta enfermedad infecciosa cuya propagación se daba, especialmente, a través de las relaciones sexuales. Estos pacientes recibían un tratamiento de choque: por un lado, unturas de mercurio sobre la piel —lo que posteriormente se descubrió que era más tóxico que beneficioso— y, por otro, sesiones de sudoración con braseros dispuestos por las enfermerías. El procedimiento se practicó en los meses de mayo y junio. 

Como decíamos, lo extraordinario de Guadalupe es que funcionó como una escuela de medicina. Si bien curas y frailes fueron excluidos progresivamente de la práctica médica y quirúrgica desde los siglos XI y XII, los priores del monasterio consiguieron licencias de los pontífices para que sus miembros pudieran desempeñarse en esos campos, en gran medida motivado por la lejanía de grandes núcleos de población donde había un mayor mercado sanitario. Así, aquellos médicos o cirujanos que antes de su ingreso en la orden practicaban su oficio, podrían seguir haciéndolo según el privilegio de la Santa Sede de 1442, siempre y cuando no buscaran un beneficio económico. Gracias a esta inaudita condición no solo pudieron trabajar como tal, sino que además transfirieron su conocimiento a los aprendices a través de la literatura científica y la práctica clínica. Así, un «maestro» cirujano o un «doctor médico» leían la «lección de medicina para otros que vienen a aprender » y adquirían «experiencia en las curas que se hazen». 

Manuscrito del canon de Avicena —médico visita enfermo— siglo XV. Fuente: Wikipedia

La presencia de legos sanitarios, es decir, de personas que profesaban la religión pero no formaban parte de una orden religiosa, en este caso la jerónima, se documenta en Guadalupe ya a finales del siglo xiv con personajes como Juan el enfermero, Pedro el cirujano de Guadalcanal, Gonzalo el físico de Llerena o Juan de Illescas, hospitalero y boticario. En época de los Reyes Católicos buena parte de los médicos guadalupinos alcanzaron tal renombre que fueron llamados para ocupar los puestos más altos en la Corte o instituciones gubernamentales. 

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Guillermo Arquero Caballero

Se sabe que al menos desde 1415 el monasterio tenía una biblioteca, en gran medida nutrida de las donaciones de los propios frailes, por lo que las temáticas iban más allá de la medicina. Desde entonces no hizo más que engrosar su número, tanto que en 1835 se contabilizó en más de 8000 volúmenes. En 1495 el viajero Jerónimo Münzer la describió como «magnam et pulcerrimam». Se ha conservado para esta época un inventario en el que se registraron treinta y cuatro obras de medicina que eran utilizadas por los profesionales y aprendices de los hospitales y la escuela: el Canon del persa Avicena (Ibn Sina), el Colliget del andalusí Averroes, la versión castellana del Chirurgia maior de Lanfranco de Milán, el Lilium medicinae del occitano Bernardo de Gordón y varias versiones de la Chirurgie de Guy de Chauliac, entre otros libros. Buena parte de estas obras ya habían sido traducidas y publicadas en lenguas romances, lo que facilitaba el aprendizaje por parte de los legos. 

Grabado que representa el cuerpo humano y la influencia de las estrellas (las asociaciones astrológicas del cuerpo humano). Ramón Llul, Practica Compendiosa Artis (1523). Foto: Getty

Todo este entramado sanitario de recursos económicos y humanos, así como espacios para la conservación y consulta de literatura científica y para el cuidado de los enfermos, necesitaba lógicamente un último complemento: la botica. Se conoce su existencia en el siglo XV, y a su cargo se situaba uno de los cuatro aprendices de cirugía del hospital de san Juan. 

En 1597 Gabriel de Talavera la describió como «célebre y famosa, tan grande, tan limpia y bien acabada, tan abundante de medicinas y muchedumbre de vasos que no creo tiene semejante officina toda España». 

‘Commentarium magnum’ de Averroes en los libros de Aristóteles, siglo XIII. Foto: Getty

Lo inaudito es que la botica también disponía de su propio conjunto de libros para ayudar en la confección de medicamentos y el aprendizaje de los sanitarios, quince a principios del siglo xvi. Por ejemplo, había una copia del Liber Serapionis aggregatus en Medicinis simplicibus, citado como «Agrator», un manual para la confección de medicamentos simples que había sido compilado por Serapión el Joven (Ibn Sarabi) en los siglos XII y XIII.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-04-11 05:53:18
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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