Archer Milton Huntington amaba España. Su amor fue tal que destinó parte de su enorme fortuna al proyecto de su vida y en 1904 inauguró al norte de Manhattan, en el entonces inhóspito Washington Heights, la Hispanic Society de Nueva York, tal vez el mejor museo de arte español fuera de España y una de las grandes colecciones privadas del mundo. Un río de obras de arte de todos los siglos atravesaba desde hacía dos décadas el Atlántico. A veces fueron perseguidas personalmente por él, otras ofrecidas por marchantes en un momento en el que España cotizaba a la baja (recordemos que seis años antes nos habían derrotado en Santiago de Cuba, acabando para siempre con el Imperio hispano).
En un momento de locura coleccionista y de capitalismo feroz, en un mundo sin leyes antitrust ni antimonopolio, los increíblemente ricos Hearst, Frick, Whitney, Mellon, Vanderbilt, Rockefeller, etc. competían por los consejos del joven historiador del arte y gurú del coleccionismo Bernard Berenson para llenar sus salones de Botticellis, Peruginos o Rafaeles, que escapaban de Italia como de Holanda escapaban los Rembrandt. Estados Unidos era ya la meca del gran coleccionismo, que miraba cara a cara a los Schukin y Morozov rusos en un París que hervía ante la excitación de un nuevo universo de formas. Las luces de Francia alumbraban un porvenir brillante del que sería luego el siglo del horror.
Aquí la situación en el cambio de siglo no era tan brillante. La España de Alfonso XIII, aún anclada en viejas rencillas de raigambre carlista, estaba sumida en un conflicto casi secular que enfrentaba a liberales y conservadores, que miraban con temor a los cada vez más fuertes anarquistas. El país estaba amarrado por un clero conservador y todopoderoso y lamía las heridas de la derrota colonial digiriendo la crítica sistémica de la Generación del 98. A la luz o a la sombra de esta situación, una generación de artistas iba dejando Roma por París, pero seguía ejecutando aquellas grandes pinturas históricas en las que el mayor número de muertos garantizaba la fama. España seguía aferrada a los Salones y a los dictados de la Academia de San Fernando. Poco a poco, con los noventayochistas, llegó la generación de ruptura con el siglo anterior. Esta fractura en el arte tuvo dos pintores definitivos que marcan un tiempo, dos siglos, dos universos estéticos y dos formas de entender el país: la Castilla negra y el blanco Mediterráneo. La gran confrontación entre ambos tuvo lugar en Washington Heights, en la Hispanic Society.
Dos artistas como frontera
Si preguntamos dónde está la separación entre el Museo Nacional del Prado y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, encontraremos a Picasso como respuesta. Así fue desde 1994 hasta 2005, año en que la entonces directora del segundo, Ana Martínez de Aguilar, anunció que la fecha de nacimiento del malagueño ya no sería esa frontera. Lo cierto es que hoy la página web del MNCARS solo cuelga una temprana obra de Sorolla, Llegada de la pesca (1889). Si vamos a la web del Prado encontramos 24 óleos, entre ellos muchas de las grandes obras maestras, desde la juvenil Dos de mayo hasta los grandes retratos de los Beruete o los famosísimos Chicos en la playa. Podríamos pensar que la ruptura de límites cronológicos entre los museos ha dejado en evidencia que Sorolla no termina de pasar la frontera del siglo que hemos dado en asignar a Picasso. El valenciano más bien cierra el siglo de Goya.
Si decidimos que Sorolla «cierra» El Prado y acaba con el ciclo de la gran pintura histórica española, mientras que Picasso abre el Reina, hay, entre ellos, una figura singular, personalísima e incómoda: Zuloaga. En este triángulo formado por los tres artistas tendríamos tres décadas: Sorolla nace en la de los 60 del siglo XIX, Zuloaga en los 70 y Picasso en los 80. La modernidad se alumbra despacio en España y las fechas engañan (tengamos en cuenta que Goya murió solo 35 años antes del nacimiento del valenciano; que Impresión. Sol naciente, el cuadro de Monet con el que se da por iniciado el pleno impresionismo, se pinta a los dos años de nacer el vasco; que Vincent van Gogh muere cuando Picasso tiene 9 años). No, las fechas en el arte español tienen un discurso propio que no se ciñe al arte europeo, es algo que nuestra historiografía no termina de asumir.
La idea de la confrontación entre Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Madrid, 1923) e Ignacio Zuloaga (Éibar, 1870-Madrid, 1945) es tan importante que delimita en la práctica ambos museos (aunque Santiago Rusiñol nace dos años antes que Sorolla, está en el Reina Sofía). Hay algo aquí que no cuadra si nos atenemos de nuevo a las engañosas fechas, pero la historia del arte no es la historia de una contabilidad.
¿La esencia de España?
Situémonos en 1908. Alejémonos de Picasso, que ese año alumbraba la primera fase del cubismo con su amigo Georges Braque después de haber roto el naciente siglo con Las señoritas de Aviñón (1907).
Volviendo a España, tenemos dos artistas en la cumbre de dos corrientes artísticas. Ignacio Zuloaga iba alejándose de las luces parisinas que lo hicieron rico y famoso y había vuelto su mirada hacia una España tan compleja como intensa y atractiva. Era el heredero de una antigua estirpe vinculada al arte y la artesanía. Siendo vasco, había definido estéticamente los postulados de Unamuno a la hora de entender Castilla. La intensidad del negro en la negra España secular tomaba una necesaria y deseada monumentalidad teatralizada. En las obras que definen el período hay una exageración palpable, una búsqueda de un pathos cercano al Barroco que bebe directamente de los maestros del Museo del Prado, de los enanos de Velázquez y de las torsiones de El Greco. En sus paisajes está todo lo que un norteamericano fascinado con nuestra versión más truculenta podía desear; era normal que Huntington cayese rendido ante los gitanos y mendigos de Zuloaga. La aprobación de Ortega, Marañón, Azorín, Unamuno, etc. lo introdujo en un contexto intelectualizado que le posibilitó una plataforma hacia el presente y el futuro.
Sorolla era casi lo opuesto, salvo en detalles. Si Ignacio era el sobrino de Daniel Zuloaga, uno de los grandes artesanos de su tiempo, Joaquín, huérfano tras la temprana muerte de sus padres, era el hijo adoptivo de su tío, un humilde cerrajero valenciano. La vida de ambos fue muy distinta y Joaquín tuvo que crecer sobre un esfuerzo desmedido, alejado de grandes recursos o contactos. Su pintura era honesta con su realidad. Cuando pudo dejar la pintura de historia y formar su estilo, lo hizo mirando al mar que nunca dejó de contemplar. Pintó lo que quería, lo que le gustaba y componía su entorno. Se alejó de densidades filosóficas pero mantuvo la relación y el afecto por Vicente Blasco Ibáñez, a quien lo unían ideas políticas que se irían disolviendo con su proximidad a la casa real y la amistad del rey. Blasco Ibáñez representa esa España mediterránea como Unamuno la castellana, y Sorolla, tantas veces se ha dicho, es ese reflejo en pintura, de forma opuesta a lo que representó Zuloaga. También resulta lógico y coherente que el magnate norteamericano, adicto a la intensidad española, quedase fascinado por la visión de la España colorida en sus mil reinos de taifas modernos. Era compatible amar las dos visiones de España aunque fuesen antagónicas.
Luis Alberto Pérez Velarde
El viaje a Nueva York
En 1908, Huntington vio la obra de Sorolla en Londres. El pintor se encontraba en plena expansión internacional y el mecenas no dudó en ofrecerle una exposición. Ese año Zuloaga era uno de los nombres más visibles en París, un valor en alza, así que la idea de una exposición de los dos parecía perfecta. La decisión de llevar a cabo una gran exposición de los dos pintores vivos más relevantes del momento se inscribe en una concepción de la Hispanic Society como algo vivo, que debía mostrar la realidad de España hasta ese mismo día.
Ese año comienza a cartearse con ambos y les deja clara su voluntad de sufragar todos los gastos para celebrar un evento de calado internacional en Estados Unidos. Aquí debemos pensar cómo estructuraron su trabajo ambos, ya que suponía una enorme oportunidad. Una visita al estudio de Zuloaga el 20 de junio evidencia la imposibilidad de hacer la muestra conjunta, a la vista del volumen de las pinturas. Por otra parte, a principios de 1909 Sorolla se desplazó a Nueva York para conducir cada paso del montaje, porque envió tal cantidad de obra que resultaba imposible encajar todo en el museo.
Huntington apuntó en su diario «S(orolla) está frenéticamente entregado a la tarea de colgar sus cuadros, y tiene a los hombres agotados (…). Todo el mundo ha estado trabajando día y noche. El dr. Martin y yo estuvimos en el edificio hasta las tres de la madrugada elaborando el catálogo, que al fin va tomando forma. S(orolla) está dispuesto a dejar que nos matemos, si tenemos empeño en ello. Lo único que le importa en este mundo es su arte. Da gusto. Trabaja como a mí me gusta trabajar, así que nos entendemos bien. Sin embargo, me parece que hasta he conseguido cansarle un poquito, y eso también me agrada».
Las crónicas hablan de colas de horas para ver la exposición. De allí los cuadros viajaron a Búfalo y Boston hasta que, en 1911, acabaron su itinerario en Chicago y San Luis.
Zuloaga fue otra cosa, y Huntington lo entendió nada más ver la obra. El público neoyorquino era entusiasta pero no profundamente entendido. Los colores extremos de Sorolla eran muy atractivos para ellos, pero la oscuridad y los contrastes tenebristas de los míseros modelos de Zuloaga no tanto, así que invirtió el sentido de la gira y presentó al vasco en Búfalo primero. Su exposición en Nueva York recibió 28.356 visitas, muchas menos que la de Sorolla, pero una cifra no obstante muy notable.
En 1908, Zuloaga había dicho: «Mi sueño es exponer al mismo tiempo que él [Sorolla] y en el mismo sitio (cosa que nunca he podido conseguir), pues como somos los dos polos opuestos creo que resultaría interesante». No llegó a ocurrir, pero las dos exposiciones (y sus secuelas) dejan tras de sí un relato maravilloso de la época, los gustos y la forma de trabajar de ambos, así como de sus respectivas ambiciones. En 1998, a modo de homenaje, se celebró en Madrid y Bilbao la exposición Sorolla & Zuloaga. Dos visiones para un cambio de siglo, que intentaba releer aquel hecho tan relevante y que, sin embargo, no cierra la historia del triángulo que ambos formaron con el mecenas.
Miradas a España
Huntington siguió encargándoles obras importantes, especialmente retratos, pero se inclinó por Sorolla al encargarle Visión de España, tal vez el ciclo más relevante ejecutado por un artista español de la época. La serie parece derivar de El triunfo de la religión en la Boston Public Library, de John Singer Sargent, que el valenciano habría visto en su viaje de 1909. El contrato especifica que serían «15 paneles» de varias regiones. La idea surgió, si nos fiamos del diario de Huntington, del mecenas más que del pintor, pero en cualquier caso fue un diálogo entre ambos que debía acabar en una obra relevante sobre la realidad de España que la institución quería mostrar. Supuso una década de trabajo incesante, una producción enorme de fotografías, estudios y bocetos, de miles de sesiones al natural y de un despliegue físico de difícil parangón. En 1918, Huntington visitaba su estudio y hablaba del valor educativo y artístico de la obra; es decir, de una funcionalidad descodificada en una proximidad al gran público que Zuloaga tal vez no hubiera sido capaz de lograr ni, probablemente, hubiera pretendido.
El resultado deslumbra, ciertamente. No siempre es fiel a la realidad que está representando, y de hecho hay una parte de invención que trabaja en pos de un todo que debía funcionar como un gran retablo español. Para Zuloaga quedaba clara la preferencia del norteamericano por Sorolla, y con el paso de los años se tornó en una áspera disputa sorda, en la que su tío Daniel era receptor de quejas. La popularidad de Sorolla en ese momento es difícil de asimilar en su total dimensión hoy, y la repercusión desigual de ambas exposiciones empezó un desnivel entre ambos en Estados Unidos que se fue consolidando mientras el valenciano fijaba su gran talla como retratista, algo en lo que el vasco no le iba a la zaga, si bien el gran público había elegido claramente a su favorito. No era solo una percepción popular.
El tremendismo de Zuloaga, en la década de 1910, había hecho a Unamuno considerar que debía defenderlo de quien lo atacaba por mostrar de forma descarnada la miseria de la patria. Es blanco contra negro. La profusión de retratos de Sorolla, como el maravilloso Vicente Blasco Ibáñez (1906) o el Echegaray (1910) frente al Miguel de Unamuno y Jugo (1925) de Zuloaga, es otro de los grandes momentos de esta institución, del arte español y de una rivalidad tan beneficiosa como amarga, la de los dos grandes maestros de su tiempo.
Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com
Publicado el: 2024-07-24 04:18:51
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