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La cultura ibérica revelada a través del arte

La cultura ibérica revelada a través del arte

Las comunidades íberas no eran precisamente iletradas, sino que llegaron a desarrollar varias escrituras distintas que emplearon para toda una serie de propósitos cotidianos, entre los que destacarían, sin duda, la gestión económica y la salvaguarda de la propiedad.

Ahora bien, lo que desconocemos, y posiblemente no lleguemos a descubrir nunca, es qué proporción de la población sabría leer y escribir, que, con toda probabilidad, fue una minoría.

Así pues, ¿cómo se difundieron los mensajes verdaderamente importantes, aquellos que debían llegar a toda la población y que se aspiraba a que perduraran de generación en generación? Pues empleando otro código, otro canal: el que ofrecían las imágenes.

Los mensajes subyacentes en las imágenes íberas

Hoy en día, un breve paseo por cualquier museo nos puede hacer creer que el mundo ibérico fue un universo de imágenes, pero nada dista más de la realidad.

Por lo que sabemos, hasta momentos relativamente tardíos de la civilización ibérica, las representaciones figurativas fueron escasas, exclusivas, casi podría decirse que singulares. Se labraban por encargo de las élites sociales, y su principal objetivo fue, precisamente, materializar y difundir la manera que dichas élites tenían de ver el mundo. Dicho de otra manera, justificaban su preeminencia, su poder.

Damas sedentes (s. III a.C.) procedentes del santuario íbero del Cerro de los Santos (Albacete). MAN (Madrid).

De hecho, y en contra de lo que pudiera parecer, el arte ibérico nunca representó la realidad tal cual era: sus imágenes no fueron ilustraciones inocentes de la vida cotidiana, sino recreaciones interesadas de un mundo ideal protagonizado por divinidades divinidades, héroes y monstruos, y también por las aristocracias que, gracias a su conexión con lo divino, resultaban ser los mejores gobernantes posibles que la comunidad podía tener. O, al menos, así se quería hacer ver.

La gran estatuaria ibérica nació con la propia cultura ibérica, allá por el siglo VI a.C. A partir de un determinado momento, que resulta difícil de concretar, los cementerios iberos se poblaron con esculturas de leones, grifos, esfinges y sirenas. O incluso con monstruos híbridos que, con nuestro vocabulario moderno no acertamos a nombrar adecuadamente, como sucede con el toro con cabeza humana y largas barbas que apareció en Balazote (Albacete) y al que hace ya más de un siglo se le bautizó con el castizo nombre de “Bicha”.

Seguramente, los iberos que dispusieron estas estatuas sobre las tumbas de sus ancestros, o en torno a ellas, les asignaban significados muy concretos y mitologías específicas que hoy desconocemos. Tendemos a pensar, eso sí, que estos seres monstruosos se encargaban de proteger a los difuntos en su difícil tránsito al Más Allá, y quizás también, con toda probabilidad, de destacar su alta alcurnia.

Al fin y al cabo, en esta época tan temprana solo unas pocas familias gozaban del derecho a hacerse enterrar en los recintos cementeriales. Unas familias, seguramente, que se situarían al frente de estas sociedades y que, mediante estas asombrosas esculturas, reivindicarían su poder y preeminencia social a la vista de toda la comunidad.


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Alejandro Caballero Cobos

Durante mucho tiempo, por cierto, se ha discutido si no habrían sido escultores fenicios o griegos los responsables de estas primeras piezas escultóricas. En efecto, el aspecto mediterráneo de todas ellas parece evidente y resulta, cuando menos, sorprendente que la estatuaria ibérica “naciera” repentinamente con unas piezas de tanta perfección técnica.

Lo cierto es que la cuestión todavía continúa abierta, pero, fueran quienes fueran los artesanos que las labraron (griegos radicados en iberia fenicios occidentales, iberos educados a los pies de algún artesano llegado del otro extremo del Mediterráneo), de lo que podemos estar seguros es de que los patrones de estos artesanos fueron los dirigentes iberos del momento. Y que los seres representados, aunque contaran con prototipos en el Mediterráneo oriental, habrían sido cuidadosamente seleccionados por estas élites de acuerdo a sus propios esquemas mentales y a sus propias necesidades.

Podemos aventurar que a estos primeros gobernantes ibéricos les interesaría revestirse de un aire exótico, oriental, que les permitiera distinguirse de sus convecinos. Aunque con este tipo de planteamientos nos adentramos, inevitablemente, en el terreno de las hipótesis.

Importantes conjuntos iconográficos íberos

Más allá de todas estas esculturas singulares, el primer gran conjunto iconográfico ibérico del que tenemos noticia es el que adorna las paredes de la torre de Pozo Moro, en Chinchilla de Montearagón (Albacete).

Hablamos de un monumento que, según el arqueólogo que lo excavó, rondó los diez metros de altura y fue erigido, a finales del siglo VI a.C., para señalizar la sepultura de un viejo gobernante.

Sepulcro de Pozo Moro. Monumento funerario turriforme (s. VI a.C.) encontrado en Chinchilla de Montearagón (Albacete). MAN (Madrid). FOTO: ASC.

En torno a él, todo un friso de relieves narra la leyenda de un héroe que viajó a los extremos del mundo para apoderarse del árbol de la vida, que a punto estuvo de acabar devorado y desmembrado por unos monstruos infernales, que tuvo que enfrentarse a todo tipo de seres horripilantes, pero que finalmente logró regresar a casa, garantizando así la prosperidad de su comunidad y, de paso, siendo premiado por la diosa local, que tuvo a bien recibirle en su lecho.

Es muy probable que la comunidad que labró estos relieves creyera que aquel héroe y aquella diosa hubieran engendrado a la estirpe local que todavía les gobernaba, la misma a la que pertenecía el individuo que acababa de ser enterrado bajo aquel monumento.

Más compleja es la historia que nos transmite otro conjunto iconográfico algo posterior, y con el que, de hecho, nos internamos ya en una nueva época, a la que los historiadores solemos llamar Ibérico Pleno.

En el Cerrillo Blanco, en Porcuna (Jaén), una comunidad recién llegada a la comarca labró, a mediados del siglo V a.C., decenas de esculturas distintas que, acto seguido y sin que conozcamos bien el motivo, las destruyó ritualmente y enterró en una larga zanja. Aquellas esculturas contaban, probablemente, la historia legendaria de la comunidad.

Representaron a sus primeros ancestros e incluso al dios que, masturbándose en solitario, engendró aquella dinastía. Representaron a los héroes locales que se enfrentaron a terribles grifos, puliendo sus habilidades a través de la caza y el ejercicio físico, pero que también tuvieron que enfrentarse a sus homólogos de otras comunidades para hacer valer su prestigio y preeminencia.

Por aquel entonces, las elites ibéricas se encontraban plenamente consolidadas al frente de sus sociedades, se había desarrollado ya un estilo artístico plenamente autónomo y la escultura ibérica alcanzaba su momento de máximo apogeo.

Grandes Damas de la aristocracia ibérica

Seguramente sea en estas fechas cuando deba datarse la pieza ibérica más conocida por todos, la Dama de Elche. Probablemente, la representación de una aristócrata o quizás la prestigiosa antepasada de todo un linaje de gobernantes. Sin embargo, apenas sabemos nada sobre el contexto en el que apareció, por lo que no es mucho lo que podemos decir sobre ella.

Afortunadamente, es probable que las excavaciones que se llevan a cabo en la Alcudia de Elche pronto arrojen más luz sobre el asunto.

La Dama de Elche (s. V-IV a.C.) fue hallada casualmente en 1897 en el yacimiento de La Alcudia, en Elche (Alicante). MAN (Madrid). FOTO: SHUTTERSTOCK

La otra dama ibérica más célebre, la Dama de Baza, es algo posterior, de mediados del siglo IV a.C. En esta época, las esculturas siguen apareciendo predominantemente en las necrópolis, aunque ahora algunas de ellas, como la Dama de Baza, no se labran para ser contempladas por toda la comunidad, generación tras generación, sino simplemente para participar en el ritual funerario de una aristócrata. Momento tras el cual quedarían sepultadas en la tumba, aunque perviviría su recuerdo, ligado para siempre al de la difunta.

Un cambio de objetivo en el arte íbero

Estas estatuas no han perdido nada de aquella calidad técnica que las caracterizaba durante los siglos anteriores, aunque sí que carecen ya de ese aire oriental tan llamativo.

En lo sucesivo, los leones, grifos y esfinges de los siglos anteriores dejarán su lugar en los cementerios a las esculturas de caballos, toros y ciervos: unos animales que continuaron, de alguna manera, siendo los emblemas de las sociedades y de las elites que se enterraban en estos lugares, pero que ya se aproximan mucho más a la experiencia diaria de los íberos e íberas que los antiguos monstruos.

Y es que, una vez consolidadas las élites sociales a la cabeza de sus sociedades, comenzaron a plasmar otro tipo de ideas en las imágenes que difundían.

Durante un tiempo, desaparecieron las representaciones de combatientes enzarzados en duelos singulares, sustituidas por las de héroes que salvaban a sus comunidades de unas amenazas mucho más “cotidianas”. Las efigies de las divinidades cedieron terreno ante la aparición de los ancestros de ambos sexos con los que no solo podían identificarse sus descendientes directos sino toda la comunidad. Y los viajes de los difuntos al Más Allá, generalmente a caballo, se convirtieron en un elemento recurrente en muchos cementerios.


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Antonio Madrigal Belinchón

Todas estas dinámicas no hicieron sino cristalizar a finales del siglo III a.C., cuando la ocupación cartaginesa de Iberia y, unos años después, la llegada de las legiones romanas precipitaron la integración definitiva del mundo ibérico en un universo mediterráneo cada vez más homogéneo.

Las esculturas dejaron de adornar unos cementerios ibéricos en los que cada vez mayores capas de la población gozaban del derecho a enterrarse. En paralelo, aparecieron nuevos tipos de soportes para unas imágenes que, aunque menos monumentales, cada vez circularon más entre la población, con lo que su capacidad para trasladar mensajes cuidadosamente seleccionados no menguó. Las principales ciudades comenzaron a acuñar monedas en plata o bronce (las primeras, como Sagunto, a partir del siglo IV a.C., pero la mayoría a partir de los siglos II y I a.C.), representando en ellas las imágenes que compendiaban la identidad común de la ciudad. En algunos alfares, como los de las principales ciudades levantinas (Edeta, Ilici…), las producciones cerámicas, tradicionalmente decoradas con elementos geométricos, se llenaron de escenas repletas de divinidades, héroes y monstruos.

La popularización de la imagen en la cultura ibérica

En muchos santuarios, los peregrinos inauguraron la costumbre de ofrendar a las deidades una pequeña representación de sí mismos, fabricada en bronce, piedra o terracota según las costumbres de cada localidad.

Esta fue, seguramente, la mayor innovación conceptual de la plástica ibérica, la popularización de la imagen. Materializada, seguramente, en torno al siglo III a.C., en paralelo a la aparición de las que seguramente fueron las primeras ciudades íberas propiamente dichas.

Varios exvotos en bronce procedentes de la ciudad iberorromana de Cástulo, en Linares (Jaén). Museo Íbero de Jaén. FOTO: ASC.

Unas sociedades en las que amplias capas de la población participaban en las asambleas y los ejércitos ciudadanos, que se enterraban en los cementerios locales y que visitaban los santuarios de las divinidades. Y, al hacer esto último, dejaron una imagen de sí mismos a los pies de la divinidad para que su gesto piadoso se perpetuara más allá de su paso efímero por el santuario. Y lo hicieron tanto la aristócrata, luciendo sus mejores galas, como la joven aldeana, recubierta con su único manto, tanto el guerrero, a lomos de su caballo, como el pastor, que no vio impedimento en representarse ante la divinidad con su tierno cordero al hombro, tanto el ibero apegado a sus vestimentas tradicionales como aquel otro que, por la razón que fuera, quiso hacerse representar ataviado con una toga romana.

Cada cual se presentaba ante los dioses tal y como era, o como creía ser. Cuestión que no resultaba nada trivial, y menos aún en unos momentos en los que la cultura ibérica, y con ella las costumbres, tradiciones y creencias de la gente, comenzaban a transformarse en otra cosa bien distinta. Roma se consolidaba en Iberia.

Escenas de valentía: duelo entre guerreros

En Cerrillo Blanco de Porcuna nos encontramos, por primera vez, con la que se convertirá en una de las escenas más habituales de la plástica ibérica: el duelo singular.

No hablamos ya de combates entre un héroe y un monstruo, ni tampoco de contiendas entre ejércitos, sino de enfrentamientos entre dos guerreros con panoplias y vestimentas similares, parejos en talla y fuerzas, y que, por el mero hecho de enfrentarse en duelo, se reconocen mutuamente como iguales.

Lo único que decanta este tipo de combates son las cualidades descollantes de uno de los dos. El vencedor demostrará que posee las aptitudes necesarias para defender a su comunidad ante cualquier peligro. Y el derrotado, si sobrevive, habrá evidenciado, cuando menos, su valor.

Este tipo de combates se convirtieron en un elemento recurrente en el imaginario hispano. La memoria legendaria de muchas comunidades arrancaba con uno de estos duelos singulares y, andando el tiempo, fueron varias las ocasiones en las que, cuando las armas romanas se cernieron sobre alguna de las ciudades celtibéricas, uno de sus líderes se adelantó ofreciéndose a combatir contra algún campeón romano. No para decidir la suerte de la guerra con sus combates, sino tan solo para hacer gala de su valentía sin igual.

Escenas con grifos y lobos

Los grifos, esos monstruos híbridos a medio camino entre el león y el águila, poblaron la iconografía ibérica en sus fechas más tempranas. Con su imponente presencia, mantenían a raya a los intrusos que osaran profanar las necrópolis más prestigiosas. Eran fieras aristocráticas, ligadas al corazón de la comunidad, a su élite.

Entre las esculturas del Cerrillo Blanco de Porcuna (Jaén), observamos a un guerrero que, con sus simples manos desnudas, como un valiente titán, lucha contra un grifo agarrándole las fauces mientras este le clava en el muslo una de sus garras. Humano y grifo se funden en un legendario abrazo, del que el héroe, sin duda, resultará vencedor y saldrá reforzado.

Pero a partir del siglo IV a.C. estas altivas fieras dejaron paso en el imaginario ibérico –en las pesadillas ibéricas– a otra amenaza mucho más mundana, aunque no por ello menos temible: los lobos.

El Guerrero de la doble armadura (s. V a.C.), encontrado en el yacimiento de Porcuna (Jaén), frente a la cabeza del Lobo de El Pajarillo. (s. IV a. C.) hallada en Huelma (Jaén). Museo Íbero de Jaén. FOTO: ASC.

El lobo se convirtió en el adversario por antonomasia de la comunidad ibérica. Unos lobos gigantescos, pero lobos al fin y al cabo, protagonizaron buena parte de los mitos que a partir de entonces protagonizaron las imágenes de esta civilización.

En el santuario de El Pajarillo, en Huelma (Jaén) tenemos un buen testimonio: un lobo de tamaño colosal ha secuestrado a un bebé del poblado, lo ha llevado a su guarida y lo mantiene preso bajo una de sus garras. El héroe se aproxima al lugar, cauto, con el manto envolviéndole el antebrazo izquierdo para evitar las dentelladas de la fiera, como hubiera hecho cualquier pastor, y con la espada preparada para afrontar su arremetida. Las canciones de la comunidad local recordarían aquella hazaña durante siglos.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.es

Publicado el: 2024-01-22 03:57:23
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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