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Las superarmas nazis que ‘patinaron’ en Leningrado

Las superarmas nazis que 'patinaron' en Leningrado

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Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

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El cañón ferroviario Gustav era lo más parecido a un dinosaurio metálico que se podía ver en la Segunda Guerra Mundial. Medía unos seis pisos de altura, eran necesarios casi 2.000 operarios para ponerlo en marcha y sus proyectiles provocaban unos cráteres en los que podrían haberse aparcado varios coches. Sin embargo, su tamaño no era equivalente a su efectividad. Fue un gigante torpe; un coloso con pies de barro sin apenas precisión, que no sirvió al Tercer Reich para vencer a la Unión Soviética. Y como él, otras tantas y aparatosas superarmas. Ni los obuses Karl, ni los míticos carros de combate Tiger permitieron a los germanos doblegar Leningrado, la urbe que el Führer consideraba el corazón del Báltico. El tamaño no siempre lo es todo.

La obsesión que Adolf Hitler demostró por las armas de guerra de tamaños colosales condujo a la Wehrmacht a cometer errores ya que su uso sobre el terreno era muy limitado. Foto: ASC.

Rara obsesión

El origen de estas armas hay que buscarlo en una única persona, y todos sabemos en quién. Adolf Hitler albergaba un je ne sais quoi que lo convertía en irresistible entre los oficiales. El general Hasso von Manteuffel, por poner un ejemplo, dijo de él que tenía una «personalidad magnética y casi hipnótica»; un hechizo capaz de convencer a cualquiera de que era un experto en todos los ámbitos de la guerra. Pero la verdad es que no pasaba de sabelotodo de barra de bar. Sus invitados debían resistir estoicamente interminables monólogos sobre el veganismo, la raza aria o el papel de las mujeres en la sociedad. Aunque había un tema que le seducía en especial: el armamento. El Führer adoraba la nueva tecnología militar. «Toda invención novedosa deprecia el antiguo material y, (…) en la guerra, el mejor soldado es aquel que dispone de los medios técnicos más modernos», afirmó en una ocasión.

Su máxima, como hacía saber a todo aquel con el que compartía mesa en el Berghof, era que la mejor arma era la de dimensiones más colosales. Estaba ofuscado con los cañones y carros de combate gigantescos. A más grande, mejor, aunque provocara la quiebra del Reichsbank. Para su desgracia, personajes como Gustav Krupp von Bohlen und Halbach, el presidente del principal proveedor de armamento del Tercer Reich, conocían también esa debilidad. El industrial, de escaso pelo blanquecino y pómulos marcados, supo ganarse el cariño de Hitler con el diseño de algunas de las más afamadas superarmas de la contienda. A cambio, obtuvo mano de obra gratuita llegada de los campos de concentración –en su mayoría, presos soviéticos que trabajaban hasta la extenuación- y condecoraciones como la Medalla de Oro del Partido Nazi. Y lo mismo sucedió con empresas como Skoda o Henschel.

Retrato del industrial Gustav Krupp. Foto: Getty.

Gran Gustav

De todos los cañones de la Segunda Guerra Mundial, hubo uno que ha pasado a la historia por su espectacularidad y por su capacidad de devastación: el Gustav Gerät de 80 cm. Su esbozo comenzó en 1935. Por entonces, a cuatro años de que estallara la contienda, Hitler propuso a Krupp diseñar un arma que pudiera acabar con las posiciones defensivas instaladas por los franceses en la afamada Línea Maginot. Las condiciones eran muy concretas: debía lanzar un proyectil capaz de penetrar un metro de blindaje, siete metros de hormigón armado o 30 metros de tierra compactada. Se ha extendido que el líder nazi lo encargó pensando en la invasión del país, pero la realidad es que lo que le quitaba el sueño era que la artillería ubicada por los galos en la frontera disparase de forma impune contra Renania.

Entrada principal a la fortaleza de Schoenenbourg en la Línea Maginot, en Bas- Rhin, Alsacia, Francia. Foto: Shutterstock.

El personal de la fábrica se puso manos a la obra y presentó un informe en el que proponía forjar una pieza de artillería sobre raíles de un calibre que rondara entre los 70 y los 100 centímetros. El Führer, ilusionado, se reunió con Krupp en marzo de 1936 para preguntar si el diseño era viable. Gustav, zorro viejo, respondió que era plausible, aunque no sencillo. Poco más necesitaba el dictador. El industrial adelantó entonces siete millones de marcos para que el proyecto, calificado de alto secreto, comenzase a recorrer un extenso camino que terminó en el verano de 1940. Casi cuatro años en los que la compañía tuvo que solventar dificultades como que el bloque del cañón pudiera dividirse en cuatro partes para ser transportado de una forma más sencilla o que la recámara soportase las altísimas presiones provocadas tras cada disparo.

El resultado, bautizado como el mandamás de Krupp, era estremecedor. El cañón, cuya boca se extendía hasta casi un metro de ancho, pesaba 1.465 toneladas, medía doce metros de altura y podía disparar a una distancia máxima de 47 kilómetros. Algo similar sucedía con los proyectiles: alcanzaban los 5.000 kilogramos y estaban cargados con hasta 400 de explosivo. 

Proyectil de un Gustav de 80 cm comparado con un tanque T-34/85. Foto: Shutterstock.

Además, las primeras pruebas, realizadas en Hillersleben y presididas por Adolf Hitler y por el ministro de Armamento, Albert Speer, llamaron al optimismo. En ellas, los jerarcas vieron con asombro que generaba cráteres de diez metros de ancho y otros tantos de profundidad. Sin embargo, Gustav no llegó a tiempo para la invasión de Francia. A cambio, el Führer planteó utilizarlo contra las defensas de Gibraltar, pero la negativa de Francisco Franco a aliarse con la Alemania nazi impidió su estreno.

En todo caso, el cañón no salió caro, pues Krupp se lo regaló al Reich para demostrar su compromiso con la guerra. Así lo atestigua una misiva enviada por el propio Gustav el 24 de julio de 1942: «Mein Führer, la gran arma que se ha fabricado con sus directrices ha demostrado su eficacia. (…) Es un orgullo para mí y para mi esposa entregársela y le pedimos como un favor que la fábrica Krupp se abstenga de cobrar por este primer producto. Gracias por la confianza depositada en nuestro trabajo y en nosotros». Lo que no explicó es que aquella pieza de artillería era un auténtico engorro. Los datos hablan por sí solos: necesitaba de 1.500 hombres para ser operativa, debía ser acompañada de defensas antiaéreas para evitar que los aviones enemigos la destruyeran y apenas podía realizar dos disparos a la hora.

Tras el inicio de la Operación Barbarroja, la invasión de Rusia, Gustav fue trasladado hasta Sebastopol, uno de los escollos más molestos para el Tercer Reich. Cuando esta urbe se rindió, había disparado 48 proyectiles y, aunque Hitler se esforzó en demostrar lo contrario, tan solo uno de cada cinco había dado en el blanco. Por si fuera poco, al terminar tuvo que ser enviado de nuevo a Alemania para una puesta a punto.

Ya listo, tanto él como su gemelo, Dora, fueron trasladados al Grupo de Ejércitos Norte para participar en el asedio de Leningrado. Se llegaron a excavar posiciones para ellos, pero no fueron utilizados por culpa de un contrataque enemigo. A partir de entonces, existe cierta controversia sobre su paradero. Marc Romanych y Martin Rupp (autores de World War II. German super-heavy siege guns) creen que el primero fue destruido y hallado por los aliados cerca de la urbe. A su vez, están convencidos de que su hermano fue dañado por los aviones soviéticos y fue llevado hasta Auerswalde, almacenado allí y olvidado. Pero existen infinidad de teorías. Como la de David Porter, que sostiene que los historiadores han cometido un severo error y que Dora fue un apodo cariñoso que los soldados alemanes pusieron al único Kanone Gustav Gerät de 80 cm que fue construido.

El cañón Dora, un inmenso cañón ferroviario de largo alcance, de un calibre de 800 mm. Foto: ASC.

Morteros gigantes… e inútiles

Krupp no fue la única empresa que construyó superarmas para los alemanes. Entre las compañías más reconocidas en la lista de proveedores de Adolf Hitler se hallaba también Skoda. Aunque por obligación, más que por interés. Su turbulenta relación comenzó cuando la Alemania nazi invadió Checoslovaquia en 1939. Las factorías quedaron entonces sometidas a los designios del implacable Reich teutón y de sus fábricas salieron cientos de carros de combate y cañones. A la larga, su labor fue clave para descongestionar la sobrepasada industria del Eje. Hasta el propio Führer, escéptico con respecto a los checos, admitió su valía: «Aunque carecen de dotes para la invención (…) son trabajadores y aplicados». No se le olvidó señalar, sin embargo, que «en los orígenes de Skoda hay austríacos y alemanes».

Skoda no era novata en el diseño y construcción de material militar. Entre sus especialidades destacaban carros ligeros, pero también morteros autopropulsados que habían demostrado sus capacidades en las batallas más destacadas de la Primera Guerra Mundial. Uno de los más grandes con que surtieron al Tercer Reich fue el Autohaubitze M.17 de 42 cm, el nombre técnico de un obús con solera, perfeccionado desde que su primera versión fuera alumbrada en 1917. Es posible que no tuviera las dimensiones del Gustav, pero también es real que fue uno de los más grandes de toda la contienda. Ideado en principio para destruir objetivos navales y reconvertido luego en una pieza de artillería móvil, pesaba 100 toneladas y podía disparar a una distancia de más de catorce kilómetros. Un pequeño gigante que prometía causar pánico entre sus enemigos.

Como los cañones ferroviarios, los morteros Skoda fueron asignados al XI Ejército alemán. Su destino: Sebastopol, la mayor fortaleza soviética en el este. Y, al igual que el Gustav, su actuación fue muy discreta. Aunque dispararon casi dos centenares de proyectiles no lograron destruir ninguna de las fortificaciones permanentes de los rusos. Tras la caída de la ciudad, y más por convicción de los mandos que por la utilidad que habían demostrado, fueron enviados al frente de Leningrado. La lógica dictaba que su poder destructivo podría doblegar la resistencia, pero su llegada fue en balde. La falta de precisión y los continuos ataques soviéticos hicieron que fuesen utilizados como mera artillería de apoyo. Otro gran fiasco.

No tuvieron mejor suerte los morteros autopropulsados conocidos con el nombre de Karl. Los cañones, en sus dos versiones (la Mörser Gerät 040 y la Mörser Gerät 041), se cuentan hoy entre las piezas de artillería con mayor tamaño de toda la Segunda Guerra Mundial. Pero, una vez más, sus cinco metros de altura no sirvieron de nada. En Sebastopol dispararon contra la posición mejor protegida, la batería de costa del fuerte Maxim Gorkii, sin provocar ningún daño severo a sus operadores. En 1942, varias unidades fueron enviadas a Leningrado, pero ni siquiera pudieron ser armadas. Las dificultades a la hora de emplazarlas y los contrataques soviéticos hicieron que ni siquiera pudieran acercarse a la urbe. Algo parecido sucedió en Stalingrado.

El mortero autopropulsado pesado alemán Karl-Gerat en el Museo Central de armas y equipos blindados en Kubinka. Foto: Shutterstock.

Tigres sobre la nieve

Si dar vida a un cañón colosal fue uno de los sueños dorados del Führer, crear un vehículo gigantesco que se transformara en el terror de los aliados se convirtió en una obsesión. «Para Hitler, el principio fundamental a la hora de construir un tanque era que tuviera un armamento muy pesado. Y luego, la velocidad y el blindaje», explicó el general Heinz Guderian, famoso por ser uno de los gurús de la guerra acorazada germana en los años 30. La idea ya se había barruntado en 1937, pero no fue hasta mayo de 1941 cuando el líder nazi dio la orden a sus empresas favoritas, Porsche y Henschel, de diseñar un tanque que pudiera traspasar la coraza de cualquier enemigo. Así lo atestiguó el Oberst Fichtner en una carta dirigida al ministro de Armamento: «Tras evaluar las experiencias de la guerra, el Führer demanda aumentar la potencia de penetración».

Vista de la industria alemana, concretamente en la planta de Hensel, en Kassel. Foto: Getty.

Contra todo pronóstico, y para disgusto de Hitler (amigo personal de Porsche), fue Henschel la que ganó la partida. Así, en 1942, comenzó a ensamblarse el Panzerkampfwagen VI Ausf E o Tiger I. El resultado fue un carro de combate que el as de los Panzer, Otto Carius, definió así en sus memorias: «Aunque no era bonito, su robustez nos llenaba de entusiasmo (…). La fortaleza de un carro reside en su blindaje, en su movilidad y en su armamento. Se deben combinar estos tres factores para conseguir el máximo de rendimiento. Este ideal se hacía realidad en nuestro Tiger. El cañón de 8,8 cm era lo suficientemente bueno como para derrotar a cualquier objetivo (…). Además, era fuerte como para soportar varios disparos».

El problema, como ocurrió en toda la Segunda Guerra Mundial, fue que el dictador se obcecó con que el Tiger debía marchar a toda prisa hacia el frente sin haberse fogueado antes. Craso error. En agosto de 1942, las primeras unidades fueron entregadas al 502.º Batallón Panzer Pesado. Su destino no podía ser peor para perder la virginidad operativa: el Grupo de Ejércitos Norte y la URSS. «A Hitler le consumía el deseo de probar su nueva arma y por eso ordenó que los Tiger participaran (…) en un terreno que era absolutamente inadecuado, ya que, en los bosques pantanosos cerca de Leningrado, los carros de combate pesados solo podían avanzar en columna por las sendas forestales», escribió Guderian.

Los tanques pesados Tiger, un arma mastodóntica del gusto de Hitler. Foto: Shutterstock.

El combate inaugural de los flamantes supertanques de Hitler fue una calamidad. El 29 de agosto de 1941, cuatro Tiger fueron destinados a la ciudad de Mga. Debían avanzar a través de los bosques, entablar contacto con el enemigo y demostrar su capacidad de destrucción. Sin embargo, los soviéticos les hicieron añicos. El informe que el alto mando envió al Tercer Reich poco después no podía ser más claro con el resultado: «El primer, y quizá desafortunado ataque, ha terminado con tres de los cuatro Tiger empleados destruidos. (…) Pero eso no debe conducir a la suposición de que este vehículo es inútil. En un terreno más propicio (en este caso solo se disponía de una franja muy estrecha de ataque que podía ser controlada por las armas antitanque enemigas) podrá conseguir éxitos». Solo llegó a su destino uno de los carros, que, además, tuvo que ser abandonado por problemas mecánicos.

Su actuación mejoró en los meses siguientes, de eso no hay duda. De hecho, al final de la Segunda Guerra Mundial, se convirtieron en los tanques más temidos por los aliados. Sin embargo, su estancia en Leningrado dio severos quebraderos de cabeza al alto mando. El terreno hizo sufrir la mecánica de los vehículos hasta límites insospechados y el Oberkommando der Heeresgruppe Nord informó de una gran cantidad de fallos como «fugas en los engranajes de los ventiladores», «incendios en el carburador», «daños en la transmisión» o «pérdidas de agua» constantes. «Pedimos que se tomen las medidas correspondientes (…) para evitar la sobrecarga de los, ya de por sí, sobrepasados servicios de mantenimiento y reparación».

Hasta el propio Hitler, tras recibir los datos con tales informaciones, ordenó utilizar los blindados con reservas en este frente.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.com

Publicado el: 2024-04-22 03:56:08
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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